Tan maltratado y condenado, el ego, ese fiel compañero de camino, sigue imperturbable a toda crítica su labor de protegernos. Él es esa voz que nos avisa, que nos llena de miedos e inseguridades, pero también la que trata de evitarnos posibles desastres y sufrimientos innecesarios. Muchos quieren destruirle, aunque quizás merezca nuestra gratitud por tantos desvelos, y por su inagotable persistencia y vigilancia. En realidad, el ego es como un perro guardián, siempre pendiente de prevenir desgracias y conflictos, tal y como corresponde a los datos que tiene guardados en sus archivos. No es más que un sofisticado ordenador personal cuyo trabajo consiste en registrar cada uno de los momentos difíciles que hemos ido atravesando a lo largo de nuestra vida, así como las consignas heredadas, también fruto de dolores, frustraciones, abandonos, heridas, humillaciones, fracasos, accidentes… ¿Cómo no va por tanto a estar alerta y a susurrarnos al oído su permanente cantinela de: “ten cuidado”, “no te fíes”, “hay un posible susto al doblar la esquina”, “esta persona puede abandonarte, mejor no empieces la relación”, etc. Por eso, por ser como la niñera que vela por nuestro bienestar, es por lo que hay que agradecerle su presencia, su memoria y sus cuidados.
Visto así, ¿cuál es el problema para que tantos y tantos deseen liquidarlo definitivamente? Pues simplemente que él es quien se cree el protagonista, el jefe, el verdadero yo. Y lo cree tan firmemente que ha llegado a convencernos de que él es yo, y viceversa. Creemos que somos esa falsa personalidad basada en el miedo, en el mío y en el de todos. Son tantos los años de convivencia y tanto su susurrar, que ya no oímos nuestra verdadera voz, sino siempre la suya atemorizándonos, cortándonos las alas para que no podamos volar libres, no permitiéndonos abrir nuevos caminos. Y, todo ello, con la mejor de las intenciones: la de protegernos.
Es importante que en ese diálogo interno en el que entablamos largas conversaciones con ese otro yo que sentimos dentro, sepamos reconocer quién es quién, y dar a cada uno el lugar que le corresponde. Agradecer al ego sus servicios, su fabulosa memoria que nunca se agota ni envejece es de obligado cumplimiento. No así permitirle erigirse en el yo que solo a cada uno corresponde ser. Saberse el observador, el que escucha las voces, el que puede cambiar las sintonías o apagarlas, el que toma las decisiones cada día no basadas en el miedo, sino en el entusiasmo, en el deseo de experimentar, de vivir, de crecer. Ese es el verdadero. Y ese es quien puede mantener la calma, incluso en medio de una tormenta. Porque el ser sabe, tiene claves que el ego desconoce. El ego tiene un tiempo limitado. El ser es eterno.
El ego es también el portador de las sombras. A él pertenecen las emociones de baja calidad, como el rencor, la soberbia, la ira, el desprecio, el egoísmo (perfecta palabra que lo define). Y esas sombras que arrastra tienen justificación, puesto que nacen de su miedo al rechazo y al fracaso, por eso debería inspirarnos ternura en lugar de desprecio. Él también puede ser educado o mejor aún, iluminado, transformado o transmutado. Es preciso acompañarle en la experiencia de que las cosas pueden hacerse de formas muy diferentes.
Hay que estar muy atentos para no dejarnos desplazar ni tampoco confundir al otro yo con su ego, pues el ego tiene la cualidad de despertar a sus homónimos con los que entablar sus batallas mientras los seres, arrinconados, enmudecen. Necesitamos poder reconocer, desde la neutralidad, quiénes somos y, a partir de ahí, recuperar el poder de dirigir nuestra vida. Y saber que siempre podemos formatear, limpiar, reconstruir archivos y borrar lo que ya no nos resulte de utilidad.
Este pequeño ente que nos habita tiene tanto miedo a ser humillado, a no ser amado, que se erige siempre en el portador de la verdad absoluta, y con ello, se convierte en el que juzga y condena, en el altivo soberbio que impone sus reglas. La soberbia es otro rostro del miedo, la otra cara de la humildad. El ego soberbio esconde su miedo a no ser suficiente, mientras que el humilde no necesita luchar para ser porque ya es. No necesita convencer a nadie porque comprende que cada uno llega a sí mismo por diferentes rutas y en diferentes momentos. La humildad no es ese valor que nos vendieron maquillado de renuncias, de pobreza de espíritu o de servilismo. La humildad es un alto estado de ser; es la inocencia, la pureza genuina del que se sabe completo en el amor a la diversidad, a la diferencia y al respeto.
La ira, otra emoción perteneciente al ego, se enciende cada vez que algo no sale como quiere, cuando alguien doblega sus intereses. A través de la ira trata de ocultar su inseguridad, su temor a ser vencido, por eso entabla cruentas batallas con otros egos por conquistar un poder que no le es inherente. Incapaz de crear, sometido como está a su mecanismo de reacción, necesita buscar aliados en los que apoyarse, otros egos que le den la razón y con los que establecer sus dogmas, sus “ismos”.
El yo verdadero no teme. Observa, mira, ve y entiende que el ataque recibido no le pertenece y, por tanto, deja que aquello pase y siga su camino sin que ni siquiera le toque. El ser tiene tal certeza de quien es, de cuál es su lugar, de cuáles sus responsabilidades y cuáles sus creaciones, que no necesita luchar para mostrarse, incluso prefiere no estar demasiado expuesto ante las opiniones, decisiones o emociones ajenas. El ser vive en su silencio interior, en el simple gozo de ser, de experimentar, de vivir. Consciente de sí mismo y consciente de su entorno ve lo que tiene delante y no pretende jamás modificarlo, ni pedir que le ofrezcan aquello de lo que el otro carece. No desea tampoco convencer ni forzar a cambiar a nadie. Enraizado en sí mismo, contempla, observa y ama.
Visto así, ¿cuál es el problema para que tantos y tantos deseen liquidarlo definitivamente? Pues simplemente que él es quien se cree el protagonista, el jefe, el verdadero yo. Y lo cree tan firmemente que ha llegado a convencernos de que él es yo, y viceversa. Creemos que somos esa falsa personalidad basada en el miedo, en el mío y en el de todos. Son tantos los años de convivencia y tanto su susurrar, que ya no oímos nuestra verdadera voz, sino siempre la suya atemorizándonos, cortándonos las alas para que no podamos volar libres, no permitiéndonos abrir nuevos caminos. Y, todo ello, con la mejor de las intenciones: la de protegernos.
Es importante que en ese diálogo interno en el que entablamos largas conversaciones con ese otro yo que sentimos dentro, sepamos reconocer quién es quién, y dar a cada uno el lugar que le corresponde. Agradecer al ego sus servicios, su fabulosa memoria que nunca se agota ni envejece es de obligado cumplimiento. No así permitirle erigirse en el yo que solo a cada uno corresponde ser. Saberse el observador, el que escucha las voces, el que puede cambiar las sintonías o apagarlas, el que toma las decisiones cada día no basadas en el miedo, sino en el entusiasmo, en el deseo de experimentar, de vivir, de crecer. Ese es el verdadero. Y ese es quien puede mantener la calma, incluso en medio de una tormenta. Porque el ser sabe, tiene claves que el ego desconoce. El ego tiene un tiempo limitado. El ser es eterno.
El ego es también el portador de las sombras. A él pertenecen las emociones de baja calidad, como el rencor, la soberbia, la ira, el desprecio, el egoísmo (perfecta palabra que lo define). Y esas sombras que arrastra tienen justificación, puesto que nacen de su miedo al rechazo y al fracaso, por eso debería inspirarnos ternura en lugar de desprecio. Él también puede ser educado o mejor aún, iluminado, transformado o transmutado. Es preciso acompañarle en la experiencia de que las cosas pueden hacerse de formas muy diferentes.
Hay que estar muy atentos para no dejarnos desplazar ni tampoco confundir al otro yo con su ego, pues el ego tiene la cualidad de despertar a sus homónimos con los que entablar sus batallas mientras los seres, arrinconados, enmudecen. Necesitamos poder reconocer, desde la neutralidad, quiénes somos y, a partir de ahí, recuperar el poder de dirigir nuestra vida. Y saber que siempre podemos formatear, limpiar, reconstruir archivos y borrar lo que ya no nos resulte de utilidad.
Este pequeño ente que nos habita tiene tanto miedo a ser humillado, a no ser amado, que se erige siempre en el portador de la verdad absoluta, y con ello, se convierte en el que juzga y condena, en el altivo soberbio que impone sus reglas. La soberbia es otro rostro del miedo, la otra cara de la humildad. El ego soberbio esconde su miedo a no ser suficiente, mientras que el humilde no necesita luchar para ser porque ya es. No necesita convencer a nadie porque comprende que cada uno llega a sí mismo por diferentes rutas y en diferentes momentos. La humildad no es ese valor que nos vendieron maquillado de renuncias, de pobreza de espíritu o de servilismo. La humildad es un alto estado de ser; es la inocencia, la pureza genuina del que se sabe completo en el amor a la diversidad, a la diferencia y al respeto.
La ira, otra emoción perteneciente al ego, se enciende cada vez que algo no sale como quiere, cuando alguien doblega sus intereses. A través de la ira trata de ocultar su inseguridad, su temor a ser vencido, por eso entabla cruentas batallas con otros egos por conquistar un poder que no le es inherente. Incapaz de crear, sometido como está a su mecanismo de reacción, necesita buscar aliados en los que apoyarse, otros egos que le den la razón y con los que establecer sus dogmas, sus “ismos”.
El yo verdadero no teme. Observa, mira, ve y entiende que el ataque recibido no le pertenece y, por tanto, deja que aquello pase y siga su camino sin que ni siquiera le toque. El ser tiene tal certeza de quien es, de cuál es su lugar, de cuáles sus responsabilidades y cuáles sus creaciones, que no necesita luchar para mostrarse, incluso prefiere no estar demasiado expuesto ante las opiniones, decisiones o emociones ajenas. El ser vive en su silencio interior, en el simple gozo de ser, de experimentar, de vivir. Consciente de sí mismo y consciente de su entorno ve lo que tiene delante y no pretende jamás modificarlo, ni pedir que le ofrezcan aquello de lo que el otro carece. No desea tampoco convencer ni forzar a cambiar a nadie. Enraizado en sí mismo, contempla, observa y ama.