Cuando hablamos de castigar a los niños, siempre hay división de opiniones. Unos se muestran débiles, inseguros y compasivos, negándose con ahínco a cualquier tipo de penalización. Otros, en cambio, son extremadamente estrictos, y no dudan en aplicar sistemas de control, a veces enormemente severos o incluso crueles. Sin necesidad de caer en ninguno de estos extremos, es fundamental tomar riendas en el asunto, y no dejar pasar por alto los actos, digamos “inadecuados”, de nuestros hijos.
A poco observadores que seamos, descubriremos una ley infalible según la cual si premiamos los actos incorrectos, obtendremos más actos incorrectos. Si el niño monta una rabieta y para que se calle le damos un caramelo, se aprenderá el truco, y muy pronto entenderá que sólo tiene que armarla para recibir ciertas recompensas. Pero si premiamos lo positivo, este reconocimiento le servirá de incentivo para seguir creciendo en esa línea. Los niños siempre quieren ir hacia arriba, superarse a sí mismos. Les encantan los retos, y reciben con enorme satisfacción las valoraciones a sus logros. Ahora bien, si castigamos lo bueno, lo que nos vendrá de vuelta será, indiscutiblemente, malo. Veamos un ejemplo: Sara ha pasado la tarde haciendo sus tareas escolares y ahora quiere charlar un rato con nosotros o simplemente enseñarnos un cuaderno que le ha quedado precioso. Anda hija, no seas pesada, déjame tranquila y vete a jugar a tu cuarto. Esta actitud, más frecuente de lo que somos capaces de reconocer, es una enorme penalización hacia todas las conductas positivas que está mostrando esa hija, y que, de ser repetida, podrá derivar en que ella se desanime, pierda interés por sus tareas y comience a trabajar de forma chapucera, puesto que no encuentra a nadie que valore sus esfuerzos. Además, lo que conseguiremos con este rechazo será que la comunicación se corte y que ya no quiera hacernos partícipes de su mundo interior.
Otro ejemplo: Tenemos a la misma niña muy aplicada trabajando en su cuarto. El hermano pequeño entra y en un descuido le pinta un garabato en el cuaderno. Envuelta en lágrimas va hacia su madre a enseñarle el desastre, pero ésta se enfada con ella, le dice que es una exagerada, que no es para tanto y que lo haga de nuevo. Sin más, coge al pequeño y se lo lleva en brazos a la cocina para darle una galleta. Acaba de violar magistralmente la ley premiando el acto incorrecto y castigando el positivo. ¡Que luego no se extrañe de los resultados! En relación con esto, conviene estar muy atentos a no premiarles cuando están enfermos trayéndoles juguetes, dulces, o regalos de ningún tipo. Simplemente hemos de darles lo que necesitan para ponerse bien, pero si premiamos la enfermedad, obtendremos más enfermedades como forma de llamar nuestra atención y obtener cosas a cambio.
El castigo nunca va dirigido al niño como ser espiritual, sino a sus comportamientos reactivos. El premio en cambio sí es para él. Esta distinción es de gran importancia. Al premiar al genuino ser que es, le ayudamos a crecer como él mismo, mientras que si penalizamos sus actitudes negativas, éstas irán disminuyendo, para dejar finalmente que sea el propio ser del niño quien brille como protagonista de su vida. Por otro lado, este criterio nos ayuda a nosotros a no caer bajo el influjo de nuestra propia mente reactiva, la cual nos llevaría a enfadarnos con el niño hasta hacerle sentir que no le queremos, y ese sí es un castigo que no puede soportar.
La familia es algo más que la suma de varias personas compartiendo un mismo techo. Es un ser en sí mismo, cuyo objetivo es lograr la supervivencia como totalidad. Se trata pues de un grupo trabajando unido en pro de la máxima realización de cada uno de sus miembros. Sólo cuando todos funcionan de manera óptima es cuando podemos hablar de una familia feliz viviendo en armonía. Cuando alguien está operando desde su esencia positiva, está ayudando a los demás, pero cuando actúa de manera reactiva, disminuye o interrumpe la producción del grupo. Imagina que estás hablando por teléfono de un tema de trabajo y tu hija se lanza a montar una rabieta para llamar tu atención. Esto afecta a la supervivencia de todo el conjunto. O si estás preparando la comida, algo que beneficia a todos, y descubres que te falta un ingrediente esencial, que tu hijo se ofrece a ir a comprar. Él está colaborando al bienestar común.
Un sistema para ayudar a nuestros hijos en esta dirección es realizar una forma de toma de consciencia de actitudes, a través de un cuadro o una pizarra colocados en un lugar estratégico. Pondremos allí los nombres de los niños que componen el grupo familiar, y encima dos casillas con los títulos: “Actos que ayudan”, y “Actos que dañan”, (es una idea) en las que anotaremos las marcas correspondientes. Esto, además de ser muy gráfico, y permitir que el propio niño lleve la cuenta de su estadística, nos evita las broncas, los gritos y las regañinas. Simplemente anotamos sin más en el lado correspondiente toda acción destructiva, como provocar peleas, llantinas para obtener beneficios, engaños, faltas en sus responsabilidades, violaciones de las reglas de la casa, o cualquier tipo de conducta reactiva. En el lado positivo, las marcas indicarán conductas favorables, como ayudar espontáneamente, adquirir una nueva habilidad, sobreponerse a un problema, a un enfado, hacer algo muy bien, ser amables, estar dispuestos a echar una mano a alguien de la familia, prestar algo, tener ideas creativas, y cualquier otro acto que contribuya al placer y bienestar de todo el conjunto. Obviamente, esto deberá ir cambiando según la edad de los niños. Para empezar, debe resultar un juego, y nunca un gráfico que sirva de juicio condenatorio. Cuando son pequeñitos, lo mejor será hacerlo a base de dibujos, por ejemplo titulando la casilla positiva con un sol y la negativa con una nube, o con una cara feliz y otra triste. Las anotaciones en el lado positivo podrían ser estrellas, y rayos en el negativo. Lo fundamental, al aplicar este sistema, es no acompañarlo de ningún comentario evaluativo. El gráfico ya es una imagen lo suficientemente representativa, y es justo lo que nos permite abandonar la destructiva crítica, o la ineficaz bronca.
Al final de cada semana se dibuja el balance (pueden ser soles en el total positivo y nubes en el negativo), y se premia o penaliza el resultado. Por ejemplo: “¡Qué maravilla! ¡Esta semana tenemos dos soles! ¿Qué os parece si nos vamos a merendar por ahí para celebrarlo? Ni siquiera es necesario mencionar la palabra “premio”. El premio parece que conlleva su expresión final en algo material y, en este caso, se trata más de la valoración de las actitudes positivas de nuestros hijos. ¿Y cuál entonces el castigo? Pues sin duda las nubes, porque si son las nubes las que imperan, entonces no hay esa salida especial a merendar. Aparentemente, esto puede crear el conflicto de que unos niños siempre obtengan soles y otros nubes, pero generalmente, ellos mismos se esforzarán por sacar más estrellas que se conviertan en soles. ¿Afán competitivo? Es posible, pero también podemos enfocarlo como el intento del ser genuino por lograr acceder a estados más alegres y positivos.
El castigo nunca debería llevar la connotación de fastidiar al niño y hacerle que pague por sus actos, sino más bien ser mostrado como una consecuencia inevitable de una creación suya que tiene sus resultados. ¡Qué pena! Como no terminaste tus tareas ya no hay tiempo para que veas los dibujos. Tardaste tanto en lavarte los dientes que ya no podemos leer el cuento. Son ideas. Lo que quiero transmitir es el enfoque. No se trata de yo, Dios del universo, poseedor de las llaves del reino, te castigo porque te portaste mal. Es cambiar el sujeto. Tú, al no cumplir con lo que te correspondía, ahora perdiste la posibilidad de tener, hacer, etc. Hay castigos desproporcionados, que son verdaderas venganzas de padres hartos de repetir y repetir las mismas consignas. En la forma que propongo, es un acompañamiento al niño en un momento en el que tiene que asumir la frustración de recibir un efecto creado por él mismo. Esto le enseña la ley de causa y efecto y le permite aprender a ser más responsable de sus propias vivencias.
Antes de iniciar este sistema es imprescindible hablar con los niños y explicarles lo que vamos a hacer y lo que se espera de ellos. Jamás les castigaremos por violar normas que no hayan sido previamente definidas con absoluta claridad, o que nosotros cambiamos a nuestro libre albedrío. Hemos de ser muy disciplinados y honestos para no fallar y traicionar su confianza. Todo tiene que estar claro, y si alguna vez entendemos que algo debe ser cambiado por el bien de todos, es preciso advertirlo con suficiente antelación. Es conveniente leerles las normas varios días seguidos, además de anotarlas en algún lugar visible, que les sirva de recordatorio. El ideal es pedirles que ellos mismos se pongan las marcas, tanto positivas como negativas, lo cual les mantendrá más interesados en el proceso. También es necesario ser flexibles y no tomar en cuenta cosas sin demasiada importancia, pues nosotros somos los primeros en fallar.
En cuanto a las tareas que tienen que asumir en la casa, lo mejor es hacer una reunión, poner sobre la mesa las acciones a realizar y permitirles que elijan. Por ejemplo: sacar la basura, recoger la mesa, poner el lavaplatos, dar de cenar al gato…. Y claro está que han de ser revisadas periódicamente para darles la oportunidad de cambiarlas. Dichas responsabilidades tendrán que adecuarse a la edad de los niños. Empezarán por realizar pequeñas cosas, según sus capacidades. Esto les ayudará a fortalecer su voluntad, e irá creando las bases de su futura auto disciplina. Además de ponerles sus estrellas, es bueno agradecérselo y demostrarles que se les valora por ello. Los niños buscan la satisfacción íntima de sentir que ya son capaces de ayudar. Es importante resaltar que el volumen de sus tareas no supere nunca, ni sus capacidades, ni el tiempo del que disponen. Su responsabilidad básica estriba en sus estudios y, por supuesto, en disfrutar su tiempo libre, no en ser permanentes ayudantes de las tareas domésticas. Y si digo esto es porque hay madres que sobrepasan largamente estos límites. Madres que creen que una de las principales obligaciones de sus hijos es ayudarlas en todo momento y, es más, incluso adivinar por anticipado aquello que, según ellas, requiere ser hecho.
Aunque normalmente, los niños suelen acoger este sistema con mucho alborozo, máxime si hacemos algo creativo y bonito y les dejamos participar en el proceso de confeccionar el gráfico, también es posible que se resistan y se enfaden con nosotros, y hasta con la pizarra (conozco un caso en que rompieron el papel donde estaba el cuadro). Esto suele pasar con niños muy mimados y consentidos, que de pronto sienten que el poder que habían conquistado en esa casa está amenazado. Es fundamental no perder en ese momento los papeles. Intentarán luchar para desbancar el método, y si dejamos la menor fisura, nos habrán ganado la batalla, probablemente para siempre. Así pues, abróchense los cinturones que la cosa se puede poner al rojo vivo. Si surge la crítica, no discuta, no se justifique, no trate de hacerles “razonar”. Recordemos que la mente reactiva no razona, y cuando se ponen así ya sabemos desde dónde nos están hablando. De manera que, ante la crítica, marca negativa; ante la justificación (“se me olvidó”), rayo fulminante; ante, “esto no es justo”: “anótate otra cruz”. No haga ningún comentario, sólo anotar las marcas con la mayor sangre fría posible y sin que le tiemblen las piernas. Ya sé que se sentirá fatal (a todos nos ha pasado al principio), pero esto se supera muy rápido, y finalmente los niños estarán encantados, buscando la forma de conseguir más estrellitas.
Para que esto funcione es muy importante que busquemos lo positivo que el niño haya hecho. Sólo así lograremos que se interese en el proceso. Si únicamente ve marcas negativas, se abrumará y caerá a apatía con el tema, o con suerte se cogerá una buena rabieta. En cualquier caso, dejará de prestarle atención y pasará olímpicamente de cruces y rayos. Pero si ve que puede conseguir positivos, y si los positivos se traducen al final en algo especial, como un paseo por el campo, una rica merienda o cualquier cosa que le proporcione alegría, entonces se pondrá manos a la obra, y en poco tiempo podremos percibir grandes cambios. Tenemos que ser inflexibles con lo negativo, pero hay que buscar (y siempre vamos a encontrar) algo positivo. Puede ser, por ejemplo, un besito que nos ha dado porque nos dolía la cabeza. Entonces podemos decirle: Voy a ponerte una estrella por ser amoroso conmigo. O bien: Ya sé que no te gustan las zanahorias, y veo que has hecho un esfuerzo por comerlas. Ponte una estrella. O: Has hecho un dibujo precioso y mereces una bonita estrella. O, aún más importante, ese día todo fluyó de maravilla. Se levantó cuando le dijimos, llevaba bien preparada su cartera a la escuela, etc…. Esta atención a todo lo positivo es además un aprendizaje para la vida. Nos ayuda a ver todas las cosas estupendas que ocurren a nuestro alrededor, en vez de estar siempre con la atención puesta en lo malo.
El propósito final de este sistema es lograr que el niño conquiste más habilidades, que supere límites, sea más superviviente, más positivo, y que ya, desde pequeño, aprenda a controlar y a manejar a su mente reactiva. De manera que, si al cabo del tiempo, los rayos siguen superando a las estrellas, lo primero que hemos de analizar es, qué estamos haciendo nosotros. ¿Estamos atentos a sus actitudes positivas? ¿Les valoramos y potenciamos en todo aquello que simplemente funciona bien? ¿Utilizamos este sistema como una forma de recalcar sus errores y mostrar nuestra superioridad ante ellos? ¿Somos nosotros los que anotamos las cruces negativas, o es nuestra parte reactiva la que encuentra mil defectos y goza con el castigo? Sepamos que si nuestra atención se queda fijada en lo negativo, es evidente que como recompensa obtendremos aún más de lo mismo, y esto no sólo en este asunto, sino en todas las áreas de nuestra vida.
No deja de ser sorprendente la manera que tienen muchos adultos de amonestar a sus hijos. Dijimos que el ejemplo es el único camino válido como modelo para ellos. De hecho, eso que hagamos o valoremos se constituirá en su credo. Así pues, tratar de reconducir una conducta negativa de forma negativa (gritos, enfados, malos modos), es una verdadera incongruencia y fuente de mucha confusión para ellos, lo que deriva en absoluta desconfianza e inversión de los valores. Hace falta mucha honestidad, mucha presencia por nuestra parte, para llevar adelante un programa como este. Y no solo presencia que observa, que está atenta y se da cuenta, sino también constancia. A una mujer que me consultó sobre los problemas de disciplina que tenía con un hijo, le recomendé este método. Me llamó sorprendida del entusiasmo con el que su hijo lo acogió. Probablemente era la primera vez que se sintió atendido, escuchado y tenido en cuenta. No duró mucho la cosa. Volvió a consultarme sobre nuevos problemas, y cuando le pregunté por el gráfico me contestó que ya no lo hacía porque era un rollo y le cansaba estar tan pendiente.
Otra de las grandes ventajas de este método, aparte de evitar las regañinas innecesarias y nuestro propio enganche con la ira, el mal humor o la amargura impotente de no saber qué hacer con los actos incorrectos de nuestros hijos, es el abolir la perniciosa culpabilidad con la que solemos castigarles cuando todos los largos y aburridos razonamientos, que por otro lado nadie escucha, han resultado inútiles. La culpabilidad es un recurso muy destructivo que tiende a manipular los comportamientos de los demás, en este caso de los niños, y que se queda grabada de tal manera, que más tarde nos costará sangre librarnos de esa sensación cada vez que algo ande mal. Ella es la que nos hace sentirnos inseguros y en permanente deuda con el mundo, así como en el punto de mira de la crítica ajena.
Y lo mejor de todo. Nuestros hijos irán adquiriendo cada vez más responsabilidad por sus propias acciones, además de ir aprendiendo a controlar sus emociones, frustraciones, perezas o desidias. Ser responsables por la propia vida es el camino hacia la verdadera libertad. Cuantas más cosas les enseñemos a hacer, cuanto más aprendan a contribuir al bienestar de toda la familia, y cuanto más pronto aprendan a cuidar de sí mismos, a sobrepasar sus límites y a manejar las frustraciones, más confianza y seguridad en sus capacidades irán ganando. Es infinitamente más razonable permitir que se mojen cuando llueve por no haberse llevado el paraguas, que darles la paliza cada día con nuestras eternas cantinelas, o dejarles que pasen frío si no salen bien abrigados. Si estamos continuamente detrás suyo, no les dejaremos aprender y tomar responsabilidad por sí mismos. Recordemos que el lema de toda educación es ayudarles a que lleguen a ser los directores de su vida, sobre la que han de escribir su propio guión.
No pongo en duda que puedan existir otros métodos para lograr ayudar a nuestros hijos a desarrollar sus cualidades positivas y a reconducir las negativas. Pero, ya sea que apliquemos un método u otro, creo que lo prioritario es que los padres pasemos por un proceso de auto educación. No olvidemos que la educación se apoya en una herramienta fundamental: la imitación. ¿Cómo lograr que nuestros hijos no monten rabietas, no se enfaden violentamente, mientan, peguen o griten cuando nosotros tratamos de reprimir dichas conductas con las mismas armas? Educar no es reprimir, no es castrar, sino ayudar a ser la mejor versión de cada uno. Por tanto, es requisito imprescindible que los padres muestren una ética sin fisuras, que transmita a los niños un sistema de valores que no varíe según el aire que sopla, sino que sea estructura firme en la sustentar la dirección de los pequeños.
A poco observadores que seamos, descubriremos una ley infalible según la cual si premiamos los actos incorrectos, obtendremos más actos incorrectos. Si el niño monta una rabieta y para que se calle le damos un caramelo, se aprenderá el truco, y muy pronto entenderá que sólo tiene que armarla para recibir ciertas recompensas. Pero si premiamos lo positivo, este reconocimiento le servirá de incentivo para seguir creciendo en esa línea. Los niños siempre quieren ir hacia arriba, superarse a sí mismos. Les encantan los retos, y reciben con enorme satisfacción las valoraciones a sus logros. Ahora bien, si castigamos lo bueno, lo que nos vendrá de vuelta será, indiscutiblemente, malo. Veamos un ejemplo: Sara ha pasado la tarde haciendo sus tareas escolares y ahora quiere charlar un rato con nosotros o simplemente enseñarnos un cuaderno que le ha quedado precioso. Anda hija, no seas pesada, déjame tranquila y vete a jugar a tu cuarto. Esta actitud, más frecuente de lo que somos capaces de reconocer, es una enorme penalización hacia todas las conductas positivas que está mostrando esa hija, y que, de ser repetida, podrá derivar en que ella se desanime, pierda interés por sus tareas y comience a trabajar de forma chapucera, puesto que no encuentra a nadie que valore sus esfuerzos. Además, lo que conseguiremos con este rechazo será que la comunicación se corte y que ya no quiera hacernos partícipes de su mundo interior.
Otro ejemplo: Tenemos a la misma niña muy aplicada trabajando en su cuarto. El hermano pequeño entra y en un descuido le pinta un garabato en el cuaderno. Envuelta en lágrimas va hacia su madre a enseñarle el desastre, pero ésta se enfada con ella, le dice que es una exagerada, que no es para tanto y que lo haga de nuevo. Sin más, coge al pequeño y se lo lleva en brazos a la cocina para darle una galleta. Acaba de violar magistralmente la ley premiando el acto incorrecto y castigando el positivo. ¡Que luego no se extrañe de los resultados! En relación con esto, conviene estar muy atentos a no premiarles cuando están enfermos trayéndoles juguetes, dulces, o regalos de ningún tipo. Simplemente hemos de darles lo que necesitan para ponerse bien, pero si premiamos la enfermedad, obtendremos más enfermedades como forma de llamar nuestra atención y obtener cosas a cambio.
El castigo nunca va dirigido al niño como ser espiritual, sino a sus comportamientos reactivos. El premio en cambio sí es para él. Esta distinción es de gran importancia. Al premiar al genuino ser que es, le ayudamos a crecer como él mismo, mientras que si penalizamos sus actitudes negativas, éstas irán disminuyendo, para dejar finalmente que sea el propio ser del niño quien brille como protagonista de su vida. Por otro lado, este criterio nos ayuda a nosotros a no caer bajo el influjo de nuestra propia mente reactiva, la cual nos llevaría a enfadarnos con el niño hasta hacerle sentir que no le queremos, y ese sí es un castigo que no puede soportar.
La familia es algo más que la suma de varias personas compartiendo un mismo techo. Es un ser en sí mismo, cuyo objetivo es lograr la supervivencia como totalidad. Se trata pues de un grupo trabajando unido en pro de la máxima realización de cada uno de sus miembros. Sólo cuando todos funcionan de manera óptima es cuando podemos hablar de una familia feliz viviendo en armonía. Cuando alguien está operando desde su esencia positiva, está ayudando a los demás, pero cuando actúa de manera reactiva, disminuye o interrumpe la producción del grupo. Imagina que estás hablando por teléfono de un tema de trabajo y tu hija se lanza a montar una rabieta para llamar tu atención. Esto afecta a la supervivencia de todo el conjunto. O si estás preparando la comida, algo que beneficia a todos, y descubres que te falta un ingrediente esencial, que tu hijo se ofrece a ir a comprar. Él está colaborando al bienestar común.
Un sistema para ayudar a nuestros hijos en esta dirección es realizar una forma de toma de consciencia de actitudes, a través de un cuadro o una pizarra colocados en un lugar estratégico. Pondremos allí los nombres de los niños que componen el grupo familiar, y encima dos casillas con los títulos: “Actos que ayudan”, y “Actos que dañan”, (es una idea) en las que anotaremos las marcas correspondientes. Esto, además de ser muy gráfico, y permitir que el propio niño lleve la cuenta de su estadística, nos evita las broncas, los gritos y las regañinas. Simplemente anotamos sin más en el lado correspondiente toda acción destructiva, como provocar peleas, llantinas para obtener beneficios, engaños, faltas en sus responsabilidades, violaciones de las reglas de la casa, o cualquier tipo de conducta reactiva. En el lado positivo, las marcas indicarán conductas favorables, como ayudar espontáneamente, adquirir una nueva habilidad, sobreponerse a un problema, a un enfado, hacer algo muy bien, ser amables, estar dispuestos a echar una mano a alguien de la familia, prestar algo, tener ideas creativas, y cualquier otro acto que contribuya al placer y bienestar de todo el conjunto. Obviamente, esto deberá ir cambiando según la edad de los niños. Para empezar, debe resultar un juego, y nunca un gráfico que sirva de juicio condenatorio. Cuando son pequeñitos, lo mejor será hacerlo a base de dibujos, por ejemplo titulando la casilla positiva con un sol y la negativa con una nube, o con una cara feliz y otra triste. Las anotaciones en el lado positivo podrían ser estrellas, y rayos en el negativo. Lo fundamental, al aplicar este sistema, es no acompañarlo de ningún comentario evaluativo. El gráfico ya es una imagen lo suficientemente representativa, y es justo lo que nos permite abandonar la destructiva crítica, o la ineficaz bronca.
Al final de cada semana se dibuja el balance (pueden ser soles en el total positivo y nubes en el negativo), y se premia o penaliza el resultado. Por ejemplo: “¡Qué maravilla! ¡Esta semana tenemos dos soles! ¿Qué os parece si nos vamos a merendar por ahí para celebrarlo? Ni siquiera es necesario mencionar la palabra “premio”. El premio parece que conlleva su expresión final en algo material y, en este caso, se trata más de la valoración de las actitudes positivas de nuestros hijos. ¿Y cuál entonces el castigo? Pues sin duda las nubes, porque si son las nubes las que imperan, entonces no hay esa salida especial a merendar. Aparentemente, esto puede crear el conflicto de que unos niños siempre obtengan soles y otros nubes, pero generalmente, ellos mismos se esforzarán por sacar más estrellas que se conviertan en soles. ¿Afán competitivo? Es posible, pero también podemos enfocarlo como el intento del ser genuino por lograr acceder a estados más alegres y positivos.
El castigo nunca debería llevar la connotación de fastidiar al niño y hacerle que pague por sus actos, sino más bien ser mostrado como una consecuencia inevitable de una creación suya que tiene sus resultados. ¡Qué pena! Como no terminaste tus tareas ya no hay tiempo para que veas los dibujos. Tardaste tanto en lavarte los dientes que ya no podemos leer el cuento. Son ideas. Lo que quiero transmitir es el enfoque. No se trata de yo, Dios del universo, poseedor de las llaves del reino, te castigo porque te portaste mal. Es cambiar el sujeto. Tú, al no cumplir con lo que te correspondía, ahora perdiste la posibilidad de tener, hacer, etc. Hay castigos desproporcionados, que son verdaderas venganzas de padres hartos de repetir y repetir las mismas consignas. En la forma que propongo, es un acompañamiento al niño en un momento en el que tiene que asumir la frustración de recibir un efecto creado por él mismo. Esto le enseña la ley de causa y efecto y le permite aprender a ser más responsable de sus propias vivencias.
Antes de iniciar este sistema es imprescindible hablar con los niños y explicarles lo que vamos a hacer y lo que se espera de ellos. Jamás les castigaremos por violar normas que no hayan sido previamente definidas con absoluta claridad, o que nosotros cambiamos a nuestro libre albedrío. Hemos de ser muy disciplinados y honestos para no fallar y traicionar su confianza. Todo tiene que estar claro, y si alguna vez entendemos que algo debe ser cambiado por el bien de todos, es preciso advertirlo con suficiente antelación. Es conveniente leerles las normas varios días seguidos, además de anotarlas en algún lugar visible, que les sirva de recordatorio. El ideal es pedirles que ellos mismos se pongan las marcas, tanto positivas como negativas, lo cual les mantendrá más interesados en el proceso. También es necesario ser flexibles y no tomar en cuenta cosas sin demasiada importancia, pues nosotros somos los primeros en fallar.
En cuanto a las tareas que tienen que asumir en la casa, lo mejor es hacer una reunión, poner sobre la mesa las acciones a realizar y permitirles que elijan. Por ejemplo: sacar la basura, recoger la mesa, poner el lavaplatos, dar de cenar al gato…. Y claro está que han de ser revisadas periódicamente para darles la oportunidad de cambiarlas. Dichas responsabilidades tendrán que adecuarse a la edad de los niños. Empezarán por realizar pequeñas cosas, según sus capacidades. Esto les ayudará a fortalecer su voluntad, e irá creando las bases de su futura auto disciplina. Además de ponerles sus estrellas, es bueno agradecérselo y demostrarles que se les valora por ello. Los niños buscan la satisfacción íntima de sentir que ya son capaces de ayudar. Es importante resaltar que el volumen de sus tareas no supere nunca, ni sus capacidades, ni el tiempo del que disponen. Su responsabilidad básica estriba en sus estudios y, por supuesto, en disfrutar su tiempo libre, no en ser permanentes ayudantes de las tareas domésticas. Y si digo esto es porque hay madres que sobrepasan largamente estos límites. Madres que creen que una de las principales obligaciones de sus hijos es ayudarlas en todo momento y, es más, incluso adivinar por anticipado aquello que, según ellas, requiere ser hecho.
Aunque normalmente, los niños suelen acoger este sistema con mucho alborozo, máxime si hacemos algo creativo y bonito y les dejamos participar en el proceso de confeccionar el gráfico, también es posible que se resistan y se enfaden con nosotros, y hasta con la pizarra (conozco un caso en que rompieron el papel donde estaba el cuadro). Esto suele pasar con niños muy mimados y consentidos, que de pronto sienten que el poder que habían conquistado en esa casa está amenazado. Es fundamental no perder en ese momento los papeles. Intentarán luchar para desbancar el método, y si dejamos la menor fisura, nos habrán ganado la batalla, probablemente para siempre. Así pues, abróchense los cinturones que la cosa se puede poner al rojo vivo. Si surge la crítica, no discuta, no se justifique, no trate de hacerles “razonar”. Recordemos que la mente reactiva no razona, y cuando se ponen así ya sabemos desde dónde nos están hablando. De manera que, ante la crítica, marca negativa; ante la justificación (“se me olvidó”), rayo fulminante; ante, “esto no es justo”: “anótate otra cruz”. No haga ningún comentario, sólo anotar las marcas con la mayor sangre fría posible y sin que le tiemblen las piernas. Ya sé que se sentirá fatal (a todos nos ha pasado al principio), pero esto se supera muy rápido, y finalmente los niños estarán encantados, buscando la forma de conseguir más estrellitas.
Para que esto funcione es muy importante que busquemos lo positivo que el niño haya hecho. Sólo así lograremos que se interese en el proceso. Si únicamente ve marcas negativas, se abrumará y caerá a apatía con el tema, o con suerte se cogerá una buena rabieta. En cualquier caso, dejará de prestarle atención y pasará olímpicamente de cruces y rayos. Pero si ve que puede conseguir positivos, y si los positivos se traducen al final en algo especial, como un paseo por el campo, una rica merienda o cualquier cosa que le proporcione alegría, entonces se pondrá manos a la obra, y en poco tiempo podremos percibir grandes cambios. Tenemos que ser inflexibles con lo negativo, pero hay que buscar (y siempre vamos a encontrar) algo positivo. Puede ser, por ejemplo, un besito que nos ha dado porque nos dolía la cabeza. Entonces podemos decirle: Voy a ponerte una estrella por ser amoroso conmigo. O bien: Ya sé que no te gustan las zanahorias, y veo que has hecho un esfuerzo por comerlas. Ponte una estrella. O: Has hecho un dibujo precioso y mereces una bonita estrella. O, aún más importante, ese día todo fluyó de maravilla. Se levantó cuando le dijimos, llevaba bien preparada su cartera a la escuela, etc…. Esta atención a todo lo positivo es además un aprendizaje para la vida. Nos ayuda a ver todas las cosas estupendas que ocurren a nuestro alrededor, en vez de estar siempre con la atención puesta en lo malo.
El propósito final de este sistema es lograr que el niño conquiste más habilidades, que supere límites, sea más superviviente, más positivo, y que ya, desde pequeño, aprenda a controlar y a manejar a su mente reactiva. De manera que, si al cabo del tiempo, los rayos siguen superando a las estrellas, lo primero que hemos de analizar es, qué estamos haciendo nosotros. ¿Estamos atentos a sus actitudes positivas? ¿Les valoramos y potenciamos en todo aquello que simplemente funciona bien? ¿Utilizamos este sistema como una forma de recalcar sus errores y mostrar nuestra superioridad ante ellos? ¿Somos nosotros los que anotamos las cruces negativas, o es nuestra parte reactiva la que encuentra mil defectos y goza con el castigo? Sepamos que si nuestra atención se queda fijada en lo negativo, es evidente que como recompensa obtendremos aún más de lo mismo, y esto no sólo en este asunto, sino en todas las áreas de nuestra vida.
No deja de ser sorprendente la manera que tienen muchos adultos de amonestar a sus hijos. Dijimos que el ejemplo es el único camino válido como modelo para ellos. De hecho, eso que hagamos o valoremos se constituirá en su credo. Así pues, tratar de reconducir una conducta negativa de forma negativa (gritos, enfados, malos modos), es una verdadera incongruencia y fuente de mucha confusión para ellos, lo que deriva en absoluta desconfianza e inversión de los valores. Hace falta mucha honestidad, mucha presencia por nuestra parte, para llevar adelante un programa como este. Y no solo presencia que observa, que está atenta y se da cuenta, sino también constancia. A una mujer que me consultó sobre los problemas de disciplina que tenía con un hijo, le recomendé este método. Me llamó sorprendida del entusiasmo con el que su hijo lo acogió. Probablemente era la primera vez que se sintió atendido, escuchado y tenido en cuenta. No duró mucho la cosa. Volvió a consultarme sobre nuevos problemas, y cuando le pregunté por el gráfico me contestó que ya no lo hacía porque era un rollo y le cansaba estar tan pendiente.
Otra de las grandes ventajas de este método, aparte de evitar las regañinas innecesarias y nuestro propio enganche con la ira, el mal humor o la amargura impotente de no saber qué hacer con los actos incorrectos de nuestros hijos, es el abolir la perniciosa culpabilidad con la que solemos castigarles cuando todos los largos y aburridos razonamientos, que por otro lado nadie escucha, han resultado inútiles. La culpabilidad es un recurso muy destructivo que tiende a manipular los comportamientos de los demás, en este caso de los niños, y que se queda grabada de tal manera, que más tarde nos costará sangre librarnos de esa sensación cada vez que algo ande mal. Ella es la que nos hace sentirnos inseguros y en permanente deuda con el mundo, así como en el punto de mira de la crítica ajena.
Y lo mejor de todo. Nuestros hijos irán adquiriendo cada vez más responsabilidad por sus propias acciones, además de ir aprendiendo a controlar sus emociones, frustraciones, perezas o desidias. Ser responsables por la propia vida es el camino hacia la verdadera libertad. Cuantas más cosas les enseñemos a hacer, cuanto más aprendan a contribuir al bienestar de toda la familia, y cuanto más pronto aprendan a cuidar de sí mismos, a sobrepasar sus límites y a manejar las frustraciones, más confianza y seguridad en sus capacidades irán ganando. Es infinitamente más razonable permitir que se mojen cuando llueve por no haberse llevado el paraguas, que darles la paliza cada día con nuestras eternas cantinelas, o dejarles que pasen frío si no salen bien abrigados. Si estamos continuamente detrás suyo, no les dejaremos aprender y tomar responsabilidad por sí mismos. Recordemos que el lema de toda educación es ayudarles a que lleguen a ser los directores de su vida, sobre la que han de escribir su propio guión.
No pongo en duda que puedan existir otros métodos para lograr ayudar a nuestros hijos a desarrollar sus cualidades positivas y a reconducir las negativas. Pero, ya sea que apliquemos un método u otro, creo que lo prioritario es que los padres pasemos por un proceso de auto educación. No olvidemos que la educación se apoya en una herramienta fundamental: la imitación. ¿Cómo lograr que nuestros hijos no monten rabietas, no se enfaden violentamente, mientan, peguen o griten cuando nosotros tratamos de reprimir dichas conductas con las mismas armas? Educar no es reprimir, no es castrar, sino ayudar a ser la mejor versión de cada uno. Por tanto, es requisito imprescindible que los padres muestren una ética sin fisuras, que transmita a los niños un sistema de valores que no varíe según el aire que sopla, sino que sea estructura firme en la sustentar la dirección de los pequeños.