Sofía Pereira - Terapia y talleres de desarrollo personal
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Valorando lo positivo y reconduciendo lo negativo

7/28/2017

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Cuando hablamos de castigar a los niños, siempre hay división de opiniones. Unos se muestran débiles, inseguros y compasivos, negándose con ahínco a cualquier tipo de penalización. Otros, en cambio, son extremadamente estrictos, y no dudan en aplicar sistemas de control, a veces enormemente severos o incluso crueles. Sin necesidad de caer en ninguno de estos extremos, es fundamental tomar riendas en el asunto, y no dejar pasar por alto los actos, digamos “inadecuados”, de nuestros hijos.

A poco observadores que seamos, descubriremos una ley infalible según la cual si premiamos los actos incorrectos, obtendremos más actos incorrectos. Si el niño monta una rabieta y para que se calle le damos un caramelo, se aprenderá el truco, y muy pronto entenderá que sólo tiene que armarla para recibir ciertas recompensas. Pero si premiamos lo positivo, este reconocimiento le servirá de incentivo para seguir creciendo en esa línea. Los niños siempre quieren ir hacia arriba, superarse a sí mismos. Les encantan los retos, y reciben con enorme satisfacción las valoraciones a sus logros. Ahora bien, si castigamos lo bueno, lo que nos vendrá de vuelta será, indiscutiblemente, malo. Veamos un ejemplo: Sara ha pasado la tarde haciendo sus tareas escolares y ahora quiere charlar un rato con nosotros o simplemente enseñarnos un cuaderno que le ha quedado precioso. Anda hija, no seas pesada, déjame tranquila y vete a jugar a tu cuarto. Esta actitud, más frecuente de lo que somos capaces de reconocer, es una enorme penalización hacia todas las conductas positivas que está mostrando esa hija, y que, de ser repetida, podrá derivar en que ella se desanime, pierda interés por sus tareas y comience a trabajar de forma chapucera, puesto que no encuentra a nadie que valore sus esfuerzos. Además, lo que conseguiremos con este rechazo será que la comunicación se corte y que ya no quiera hacernos partícipes de su mundo interior.

Otro ejemplo: Tenemos a la misma niña muy aplicada trabajando en su cuarto. El hermano pequeño entra y en un descuido le pinta un garabato en el cuaderno. Envuelta en lágrimas va hacia su madre a enseñarle el desastre, pero ésta se enfada con ella, le dice que es una exagerada, que no es para tanto y que lo haga de nuevo. Sin más, coge al pequeño y se lo lleva en brazos a la cocina para darle una galleta. Acaba de violar magistralmente la ley premiando el acto incorrecto y castigando el positivo. ¡Que luego no se extrañe de los resultados! En relación con esto, conviene estar muy atentos a no premiarles cuando están enfermos trayéndoles juguetes, dulces, o regalos de ningún tipo. Simplemente hemos de darles lo que necesitan para ponerse bien, pero si premiamos la enfermedad, obtendremos más enfermedades como forma de llamar nuestra atención y obtener cosas a cambio.

El castigo nunca va dirigido al niño como ser espiritual, sino a sus comportamientos reactivos. El premio en cambio sí es para él. Esta distinción es de gran importancia. Al premiar al genuino ser que es, le ayudamos a crecer como él mismo, mientras que si penalizamos sus actitudes negativas, éstas irán disminuyendo, para dejar finalmente que sea el propio ser del niño quien brille como protagonista de su vida. Por otro lado, este criterio nos ayuda a nosotros a no caer bajo el influjo de nuestra propia mente reactiva, la cual nos llevaría a enfadarnos con el niño hasta hacerle sentir que no le queremos, y ese sí es un castigo que no puede soportar.

La familia es algo más que la suma de varias personas compartiendo un mismo techo. Es un ser en sí mismo, cuyo objetivo es lograr la supervivencia como totalidad. Se trata pues de un grupo trabajando unido en pro de la máxima realización de cada uno de sus miembros. Sólo cuando todos funcionan de manera óptima es cuando podemos hablar de una familia feliz viviendo en armonía. Cuando alguien está operando desde su esencia positiva, está ayudando a los demás, pero cuando actúa de manera reactiva, disminuye o interrumpe la producción del grupo. Imagina que estás hablando por teléfono de un tema de trabajo y tu hija se lanza a montar una rabieta para llamar tu atención. Esto afecta a la supervivencia de todo el conjunto. O si estás preparando la comida, algo que beneficia a todos, y descubres que te falta un ingrediente esencial, que tu hijo se ofrece a ir a comprar. Él está colaborando al bienestar común. 

Un sistema para ayudar a nuestros hijos en esta dirección es realizar una forma de toma de consciencia de actitudes, a través de un cuadro o una pizarra colocados en un lugar estratégico. Pondremos allí los nombres de los niños que componen el grupo familiar, y encima dos casillas con los títulos: “Actos que ayudan”, y “Actos que dañan”, (es una idea) en las que anotaremos las marcas correspondientes. Esto, además de ser muy gráfico, y permitir que el propio niño lleve la cuenta de su estadística, nos evita las broncas, los gritos y las regañinas. Simplemente anotamos sin más en el lado correspondiente toda acción destructiva, como provocar peleas, llantinas para obtener beneficios, engaños, faltas en sus responsabilidades, violaciones de las reglas de la casa, o cualquier tipo de conducta reactiva. En el lado positivo, las marcas indicarán conductas favorables, como ayudar espontáneamente, adquirir una nueva habilidad, sobreponerse a un problema, a un enfado, hacer algo muy bien, ser amables, estar dispuestos a echar una mano a alguien de la familia, prestar algo, tener ideas creativas, y cualquier otro acto que contribuya al placer y bienestar de todo el conjunto. Obviamente, esto deberá ir cambiando según la edad de los niños. Para empezar, debe resultar un juego, y nunca un gráfico que sirva de juicio condenatorio. Cuando son pequeñitos, lo mejor será hacerlo a base de dibujos, por ejemplo titulando la casilla positiva con un sol y la negativa con una nube, o con una cara feliz y otra triste. Las anotaciones en el lado positivo podrían ser estrellas, y rayos en el negativo. Lo fundamental, al aplicar este sistema, es no acompañarlo de ningún comentario evaluativo. El gráfico ya es una imagen lo suficientemente representativa, y es justo lo que nos permite abandonar la destructiva crítica, o la ineficaz bronca.

Al final de cada semana se dibuja el balance (pueden ser soles en el total positivo y nubes en el negativo), y se premia o penaliza el resultado. Por ejemplo: “¡Qué maravilla! ¡Esta semana tenemos dos soles! ¿Qué os parece si nos vamos a merendar por ahí para celebrarlo? Ni siquiera es necesario mencionar la palabra “premio”. El premio parece que conlleva su expresión final en algo material y, en este caso, se trata más de la valoración de las actitudes positivas de nuestros hijos. ¿Y cuál entonces el castigo? Pues sin duda las nubes, porque si son las nubes las que imperan, entonces no hay esa salida especial a merendar. Aparentemente, esto puede crear el conflicto de que unos niños siempre obtengan soles y otros nubes, pero generalmente, ellos mismos se esforzarán por sacar más estrellas que se conviertan en soles. ¿Afán competitivo? Es posible, pero también podemos enfocarlo como el intento del ser genuino por lograr acceder a estados más alegres y positivos.

El castigo nunca debería llevar la connotación de fastidiar al niño y hacerle que pague por sus actos, sino más bien ser mostrado como una consecuencia inevitable de una creación suya que tiene sus resultados. ¡Qué pena! Como no terminaste tus tareas ya no hay tiempo para que veas los dibujos. Tardaste tanto en lavarte los dientes que ya no podemos leer el cuento. Son ideas. Lo que quiero transmitir es el enfoque. No se trata de yo, Dios del universo, poseedor de las llaves del reino, te castigo porque te portaste mal. Es cambiar el sujeto. Tú, al no cumplir con lo que te correspondía, ahora perdiste la posibilidad de tener, hacer, etc. Hay castigos desproporcionados, que son verdaderas venganzas de padres hartos de repetir y repetir las mismas consignas. En la forma que propongo, es un acompañamiento al niño en un momento en el que tiene que asumir la frustración de recibir un efecto creado por él mismo. Esto le enseña la ley de causa y efecto y le permite aprender a ser más responsable de sus propias vivencias.

Antes de iniciar este sistema es imprescindible hablar con los niños y explicarles lo que vamos a hacer y lo que se espera de ellos. Jamás les castigaremos por violar normas que no hayan sido previamente definidas con absoluta claridad, o que nosotros cambiamos a nuestro libre albedrío. Hemos de ser muy disciplinados y honestos para no fallar y traicionar su confianza. Todo tiene que estar claro, y si alguna vez entendemos que algo debe ser cambiado por el bien de todos, es preciso advertirlo con suficiente antelación. Es conveniente leerles las normas varios días seguidos, además de anotarlas en algún lugar visible, que les sirva de recordatorio. El ideal es pedirles que ellos mismos se pongan las marcas, tanto positivas como negativas, lo cual les mantendrá más interesados en el proceso. También es necesario ser flexibles y no tomar en cuenta cosas sin demasiada importancia, pues nosotros somos los primeros en fallar.

En cuanto a las tareas que tienen que asumir en la casa, lo mejor es hacer una reunión, poner sobre la mesa las acciones a realizar y permitirles que elijan. Por ejemplo: sacar la basura, recoger la mesa, poner el lavaplatos, dar de cenar al gato…. Y claro está que han de ser revisadas periódicamente para darles la oportunidad de cambiarlas. Dichas responsabilidades tendrán que adecuarse a la edad de los niños. Empezarán por realizar pequeñas cosas, según sus capacidades. Esto les ayudará a fortalecer su voluntad, e irá creando las bases de su futura auto disciplina. Además de ponerles sus estrellas, es bueno agradecérselo y demostrarles que se les valora por ello. Los niños buscan la satisfacción íntima de sentir que ya son capaces de ayudar. Es importante resaltar que el volumen de sus tareas no supere nunca, ni sus capacidades, ni el tiempo del que disponen. Su responsabilidad básica estriba en sus estudios y, por supuesto, en disfrutar su tiempo libre, no en ser permanentes ayudantes de las tareas domésticas. Y si digo esto es porque hay madres que sobrepasan largamente estos límites. Madres que creen que una de las principales obligaciones de sus hijos es ayudarlas en todo momento y, es más, incluso adivinar por anticipado aquello que, según ellas, requiere ser hecho.

Aunque normalmente, los niños suelen acoger este sistema con mucho alborozo, máxime si hacemos algo creativo y bonito y les dejamos participar en el proceso de confeccionar el gráfico, también es posible que se resistan y se enfaden con nosotros, y hasta con la pizarra (conozco un caso en que rompieron el papel donde estaba el cuadro). Esto suele pasar con niños muy mimados y consentidos, que de pronto sienten que el poder que habían conquistado en esa casa está amenazado. Es fundamental no perder en ese momento los papeles. Intentarán luchar para desbancar el método, y si dejamos la menor fisura, nos habrán ganado la batalla, probablemente para siempre. Así pues, abróchense los cinturones que la cosa se puede poner al rojo vivo. Si surge la crítica, no discuta, no se justifique, no trate de hacerles “razonar”. Recordemos que la mente reactiva no razona, y cuando se ponen así ya sabemos desde dónde nos están hablando. De manera que, ante la crítica, marca negativa; ante la justificación (“se me olvidó”), rayo fulminante; ante, “esto no es justo”: “anótate otra cruz”. No haga ningún comentario, sólo anotar las marcas con la mayor sangre fría posible y sin que le tiemblen las piernas. Ya sé que se sentirá fatal (a todos nos ha pasado al principio), pero esto se supera muy rápido, y finalmente los niños estarán encantados, buscando la forma de conseguir más estrellitas.

Para que esto funcione es muy importante que busquemos lo positivo que el niño haya hecho. Sólo así lograremos que se interese en el proceso. Si únicamente ve marcas negativas, se abrumará y caerá a apatía con el tema, o con suerte se cogerá una buena rabieta. En cualquier caso, dejará de prestarle atención y pasará olímpicamente de cruces y rayos. Pero si ve que puede conseguir positivos, y si los positivos se traducen al final en algo especial, como un paseo por el campo, una rica merienda o cualquier cosa que le proporcione alegría, entonces se pondrá manos a la obra, y en poco tiempo podremos percibir grandes cambios. Tenemos que ser inflexibles con lo negativo, pero hay que buscar (y siempre vamos a encontrar) algo positivo. Puede ser, por ejemplo, un besito que nos ha dado porque nos dolía la cabeza. Entonces podemos decirle: Voy a ponerte una estrella por ser amoroso conmigo. O bien: Ya sé que no te gustan las zanahorias, y veo que has hecho un esfuerzo por comerlas. Ponte una estrella. O: Has hecho un dibujo precioso y mereces una bonita estrella. O, aún más importante, ese día todo fluyó de maravilla. Se levantó cuando le dijimos, llevaba bien preparada su cartera a la escuela, etc…. Esta atención a todo lo positivo es además un aprendizaje para la vida. Nos ayuda a ver todas las cosas estupendas que ocurren a nuestro alrededor, en vez de estar siempre con la atención puesta en lo malo.

El propósito final de este sistema es lograr que el niño conquiste más habilidades, que supere límites, sea más superviviente, más positivo, y que ya, desde pequeño, aprenda a controlar y a manejar a su mente reactiva. De manera que, si al cabo del tiempo, los rayos siguen superando a las estrellas, lo primero que hemos de analizar es, qué estamos haciendo nosotros. ¿Estamos atentos a sus actitudes positivas? ¿Les valoramos y potenciamos en todo aquello que simplemente funciona bien? ¿Utilizamos este sistema como una forma de recalcar sus errores y mostrar nuestra superioridad ante ellos? ¿Somos nosotros los que anotamos las cruces negativas, o es nuestra parte reactiva la que encuentra mil defectos y goza con el castigo? Sepamos que si nuestra atención se queda fijada en lo negativo, es evidente que como recompensa obtendremos aún más de lo mismo, y esto no sólo en este asunto, sino en todas las áreas de nuestra vida.

No deja de ser sorprendente la manera que tienen muchos adultos de amonestar a sus hijos. Dijimos que el ejemplo es el único camino válido como modelo para ellos. De hecho, eso que hagamos o valoremos se constituirá en su credo. Así pues, tratar de reconducir una conducta negativa de forma negativa (gritos, enfados, malos modos), es una verdadera incongruencia y fuente de mucha confusión para ellos, lo que deriva en absoluta desconfianza e inversión de los valores. Hace falta mucha honestidad, mucha presencia por nuestra parte, para llevar adelante un programa como este. Y no solo presencia que observa, que está atenta y se da cuenta, sino también constancia. A una mujer que me consultó sobre los problemas de disciplina que tenía con un hijo, le recomendé este método. Me llamó sorprendida del entusiasmo con el que su hijo lo acogió. Probablemente era la primera vez que se sintió atendido, escuchado y tenido en cuenta. No duró mucho la cosa. Volvió a consultarme sobre nuevos problemas, y cuando le pregunté por el gráfico me contestó que ya no lo hacía porque era un rollo y le cansaba estar tan pendiente.

Otra de las grandes ventajas de este método, aparte de evitar las regañinas innecesarias y nuestro propio enganche con la ira, el mal humor o la amargura impotente de no saber qué hacer con los actos incorrectos de nuestros hijos, es el abolir la perniciosa culpabilidad con la que solemos castigarles cuando todos los largos y aburridos razonamientos, que por otro lado nadie escucha, han resultado inútiles. La culpabilidad es un recurso muy destructivo que tiende a manipular los comportamientos de los demás, en este caso de los niños, y que se queda grabada de tal manera, que más tarde nos costará sangre librarnos de esa sensación cada vez que algo ande mal. Ella es la que nos hace sentirnos inseguros y en permanente deuda con el mundo, así como en el punto de mira de la crítica ajena.

 Y lo mejor de todo. Nuestros hijos irán adquiriendo cada vez más responsabilidad por sus propias acciones, además de ir aprendiendo a controlar sus emociones, frustraciones, perezas o desidias. Ser responsables por la propia vida es el camino hacia la verdadera libertad. Cuantas más cosas les enseñemos a hacer, cuanto más aprendan a contribuir al bienestar de toda la familia, y cuanto más pronto aprendan a cuidar de sí mismos, a sobrepasar sus límites y a manejar las frustraciones, más confianza y seguridad en sus capacidades irán ganando. Es infinitamente más razonable permitir que se mojen cuando llueve por no haberse llevado el paraguas, que darles la paliza cada día con nuestras eternas cantinelas, o dejarles que pasen frío si no salen bien abrigados. Si estamos continuamente detrás suyo, no les dejaremos aprender y tomar responsabilidad por sí mismos. Recordemos que el lema de toda educación es ayudarles a que lleguen a ser los directores de su vida, sobre la que han de escribir su propio guión.

No pongo en duda que puedan existir otros métodos para lograr ayudar a nuestros hijos a desarrollar sus cualidades positivas y a reconducir las negativas. Pero, ya sea que apliquemos un método u otro, creo que lo prioritario es que los padres pasemos por un proceso de auto educación. No olvidemos que la educación se apoya en una herramienta fundamental: la imitación. ¿Cómo lograr que nuestros hijos no monten rabietas, no se enfaden violentamente, mientan, peguen o griten cuando nosotros tratamos de reprimir dichas conductas con las mismas armas? Educar no es reprimir, no es castrar, sino ayudar a ser la mejor versión de cada uno. Por tanto, es requisito imprescindible que los padres muestren una ética sin fisuras, que transmita a los niños un sistema de valores que no varíe según el aire que sopla, sino que sea estructura firme en la sustentar la dirección de los pequeños.  


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Educación familiar

7/28/2017

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Aunque la mayoría de los padres se esfuerzan por educar a sus hijos desde el respeto a su individualidad, lo cierto es que aún son muchos los que creen que sus vástagos han de seguir la misma estela, convirtiéndose en copias exactas, fieles a sus teorías, creencias y modos de vida.
 
No es difícil imaginar las graves consecuencias que acarrea este modelo anti-educativo, que lo que pretende es abortar la realidad del nuevo ser para obligarle a entrar en un formato que no le pertenece.
 
¿Cómo encajar en un mundo que te niega, que te fuerza a adaptarte, a representar un rol determinado, a meterte en la piel y en el ser de otro, negándote tu primer derecho fundamental: el derecho a tu identidad, el derecho a ser tú mismo, que es justamente la cualidad que te diferencia de los demás y que hace que puedas enriquecer el tapiz común creado entre todos?
 
¡Qué inmensa tragedia la de una forma de vida que no puede expresarse, la de un color que no consigue iluminar, la de una nota musical a la que se le impide sonar!
 
Educar no es hacer a los hijos a la propia imagen y semejanza, sino ayudarles a ser quienes verdaderamente son. Es contribuir a que desarrollen todas sus capacidades, todas sus potencialidades, guiándoles hacia sí mismos, en un entorno seguro, aportándoles una base sobre la que puedan crecer firmes y sin temor. Es protegerles, amarles y acompañarles en el despliegue de su individualidad que les convierte en seres únicos, portadores de un proyecto de vida también único.
 
Muchos de nosotros, cuando nos convertimos en padres, empapados por esta cultura materialista de posesión, caemos en el error de sentir que nuestros hijos nos pertenecen, y que, quieran o no, van a tener que seguir las pautas que les vayamos marcando puesto que, a partir de nuestra propia experiencia de vida,  son las que nos parecen las más idóneas. Y así, vamos instilando y haciendo valer nuestros puntos de vista sobre temas como los estudios, las profesiones, la religión, la política, las formas de pensar, de valorar el mundo, etc., sin olvidar los aspectos más domésticos o de cultivo de la imagen como: la ropa, el peinado, la alimentación, el cuidado personal, el orden, las amistades, etc.
 
Es dramático ver esas parejas madre-hija, padre-hija, madre-hijo, padre-hijo, y comprobar hasta qué punto están reproduciendo un modelo único que hacen de ellos la misma persona, siempre reproduciendo, como en un disco rayado, la misma o muy parecida historia. Todos llevan a sus espaldas generaciones enteras de seres a los que no se les permitió expresar su verdadero yo, su individualidad, su esencia. Por ello, hace falta implicarse a fondo y poner toda la energía disponible para poder  liberarse de estas poderosas influencias y desligarse de las cadenas de generaciones con las que intentan retenernos e impedirnos que podamos manifestar quien realmente somos.
 
El problema es que por el mero hecho de ser padres nos convertimos en educadores, cuando la mayoría no tenemos ni idea de por dónde empezar, ni de qué hacer, además de contar con todos los lastres que venimos arrastrando de nuestra propia y deficiente educación, y de esa insatisfacción casi general de no saber exactamente quienes somos ni qué es lo que se espera de nosotros. Nadie nos preparó para la tarea más difícil de nuestra vida y esto nos va a obligar a ir improvisando.
 
Para complicar aún más la cosa, nuestros hijos, en la primera etapa de su vida, nos van a convertir en su modelo, ya que la imitación va a ser su herramienta de aprendizaje. Su capacidad de cuestionar, de reflexionar y desarrollar sus propio juicio no está aún disponible, por lo que nos va a acoger, sin dudarlo, como sus guías, sus modelos favoritos, con todo lo bueno y lo malo que llevemos dentro. Y aquí aparece ya la primera trampa. La copia puede llegar a ser tan perfecta que al final la individualidad no encuentre resquicios para poder manifestarse. Por tanto, si no estamos atentos cuando llegue el momento de dejarles que desplieguen sus propias alas, y les instamos a seguir reproduciéndonos, ellos habrán perdido su libertad, su mismidad, y lo que es peor, habrán fracasado en su propio proyecto de vida.
 
Entonces ¿qué podemos hacer? Quizás simplemente mantener en todo momento el pensamiento:
  
“Ante mí veo un ser en desarrollo que confía en mí,
y al que yo quiero llevar de la mano hacia su propio objetivo”.
 
De este modo, me convierto en un iniciador ante su iniciado, y la relación alcanza así un nivel muy superior al meramente carnal o material. Yo voy a ser el testigo de su evolución, su ángel guardián, el que llevará siempre presente la imagen de su propio objetivo. Y aunque por momentos se desvíe de su meta, no puedo perder la fe en este nuevo ser que se ha puesto a mi cuidado, pues mi fe en él será como la luz que le guíe en los momentos oscuros de su camino.
 
Realmente, el mundo está necesitando padres y madres que reúnan los requisitos para convertirse en guías de sus hijos. Los hijos necesitan personas cuerdas, auto-educadas, cuyos valores se encaminen hacia la búsqueda de la verdad, y no de las apariencias; personas honestas, que se respeten y que sepan respetar a los demás, que busquen su libertad y que sean capaces de darla sin reservas; personas, en definitiva, que se trabajen a sí mismas, que no tiren nunca la toalla, que no piensen que por alcanzar una determinada edad ya llegaron al puerto y ahora pueden quedarse sentadas viviendo de las rentas.
 
Los seres humanos estamos en permanente evolución, en permanente crecimiento, y esto es lo mejor que podemos ofrecer a nuestros hijos. Podemos no saber, podemos equivocarnos, podemos arrastrar deficiencias, neurosis, problemas, pero si ellos ven que no nos detenemos, que seguimos buscando, que queremos continuar aprendiendo, de ellos incluso, de ellos a veces más que de nadie, puesto que ellos son los motores que nos impulsan hacia delante, quienes nos obligan a no quedarnos dormidos en el sofá de la vida burguesa, entonces ellos creerán en nosotros y creerán en sí mismos, en su propia capacidad para seguir avanzando. 
 
Luchemos, en primer lugar por nosotros mismos, por alcanzar nuestro propio proyecto de vida. Esta será la mejor herencia que podemos dejarles: nuestro ejemplo de vida. Y, al mismo tiempo, ayudémosles a que encuentren su espacio y sus propios valores que les permitan transformar el mundo en un lugar mejor.
 
Así pues, ¡ánimo, que queda mucha tarea por delante!
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Los límites en la educación

7/28/2017

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En esta sociedad de consumo inmediato, de búsqueda de satisfacciones rápidas que dan la espalda a los procesos, donde todo se confabula para que obtengamos aquello que deseamos de la forma más veloz posible: comida rápida, información y comunicación instantánea, cambios frecuentes de modas…, hablar de límites es encontrar, en la mayor parte de los casos un rechazo frontal. Y, sin embargo, todo en este universo está limitado. De hecho, es gracias a los límites que aparecen las formas. Cada uno de nosotros estamos contenidos en nuestra propia forma, lo cual hace inmensamente variado y rico todo el panorama.

Desde el instante mismo de la concepción, nos encontramos límites que, a modo de retos, trataremos de expandir en la medida en la que vayamos ampliando nuestro conocimiento y experiencia: el vientre materno, la cuna, la cama, la habitación, la casa, la familia, lo que puedo o no puedo hacer en este momento…

Los límites enmarcan. Son una frontera que nos delimita, separándonos de lo que no somos, y permitiéndonos distinguirnos de todo lo demás. En este sentido, también son un manto protector que nos aporta seguridad y estabilidad. Al contenernos, nos invitan a interiorizarnos y a no perdernos en el afuera. En ausencia de límites todo se desbordaría.

Hay límites sutiles que se manifiestan en la forma de relacionarnos: las conversaciones o los silencios, los deseos de compartir o de aislarnos, las acciones o los momentos de quietud, los movimientos de empatía o los rechazos, hacia dónde nos dirigimos o de dónde nos retiramos…. A través de cada uno de estos movimientos buscamos nuestro equilibrio en una permanente respiración que acepta o rechaza lo que viene de fuera. Tan necesario es que nos auto-limitemos, como que limitemos a los demás cuando pretenden entrar sin ser aceptados en nuestro espacio personal. Ya que mi libertad termina donde empieza la del otro, y viceversa.
Es a través de este doble gesto (dentro-fuera) donde encontramos la estabilidad que nos permite dirigir la propia vida. No es dejándonos llevar por cada uno de nuestros deseos como extendemos nuestros límites, si no que estos se amplían en función del conocimiento y la responsabilidad que vamos adquiriendo, pues, a mayor conocimiento y responsabilidad, mayor libertad en todos los niveles de nuestra vida.

Hay también pensamientos, recuerdos y emociones que nos limitan hasta el punto de no dejarnos expresar todas nuestras potencialidades. Y estos son los que crean los miedos, a veces irracionales, con los que tenemos que lidiar cada día. Y no estamos hablando de ese impulso de lucha o de huída instintivo que subyace a todo momento de peligro y que nos ayuda a sobrevivir, sino a aquellos que nos impiden vivir con plenitud. Son estos miedos con los que hemos de trabajar especialmente para ensanchar nuestras fronteras. De no hacerlo, vamos a contaminar nuestra vida y la de aquellos a los que pretendemos guiar, es decir, a nuestros hijos.

Educar implica un gran trabajo de auto-educación. Y este proceso ha de ir acompañado de una comprensión de los límites en los que hemos de movernos, con objeto de lograr el mayor beneficio para nosotros y para todo el conjunto familiar y social. No deja de ser interesante comprobar que muchos padres que tienen dificultades para poner límites a sus hijos, tampoco pueden soportar el ponérselos a sí mismos ni el recibirlos desde otras fuentes externas. Hay, como mencionamos antes, un considerable rechazo a ser limitados y a limitar.

Las razones las encontramos en los modelos educativos de las generaciones precedentes en las que se vivía con un exceso de límites impuestos de manera arbitraria y autoritaria, donde primaba la falta de respeto al ser del niño, considerado casi como una prolongación del animal que simplemente debía obedecer y acatar las órdenes sin rechistar. Hoy en día, asociamos los límites con un ataque a nuestra libertad, en lugar de con un sistema de protección para nuestra propia supervivencia, por lo cual muchas tendencias se han dedicado a derribarlos. Hay movimientos educativos, por ejemplo, que consideran que no hay que poner límites a los niños en pro de su libertad. Pero a los niños les falta el conocimiento; su mente no está aún formada para descifrar cómo funciona el mundo exterior, no tienen todavía suficientes experiencias como para auto limitarse como ejercicio de simple supervivencia o de respeto hacia los demás.

A raíz del antiguo modelo educativo, muchos padres educan a sus hijos en un paradigma radicalmente opuesto: ausencia casi total de límites que hacen del niño un ser caprichoso, a menudo tirano, que lo quiere todo ya, sin esfuerzo, sin creatividad y sin soportar ni saber gestionar la mínima frustración. La pregunta es cómo va a poder desenvolverse en un mundo plagado de límites cuya ferocidad competitiva y exigente aumenta cada día.

Un elemento que agrava la situación es la jerarquía, que también ha sufrido un duro revés. Tras el despotismo anterior, el modelo actual es la inversión jerárquica. Ahora es el niño quien decide cómo y cuándo, y el adulto el que se sitúa en un rol inferior tratando de negociar con él, de pedirle permiso, de intentar que no monte el escándalo, que no le castigue con sus coléricos caprichos y exigencias. Esta inversión de los roles familiares crea consecuencias graves a la larga, pues produce grandes desequilibrios en todo el grupo familiar y en cada uno de sus componentes; desequilibrios con los que van a contaminar a las nueva familias que vayan creando.

Falta, por tanto, encontrar ese nexo, que muchas veces es el simple sentido común, que nos permita conjugar elementos de ambos extremos, de forma que no confundamos el amor con la permisividad, ni la libertad con el libertinaje. Una pedagogía sana ha de hallar la forma de educar desde el respeto, de limitar desde el amor, y de acompañar desde el conocimiento.
Desde esta perspectiva, podríamos dar un nuevo enfoque a este asunto, considerando los límites que establecemos para los niños como un préstamo sin intereses que les ofrecemos de nuestra propia voluntad. Al estar en periodo de aprendizaje y no tener conciencia de las cosas que pueden perjudicarles, no se encuentran aún capacitados para ejercitarla desde su interior. Nosotros somos sus guías, y tenemos que ayudarles a través de los límites para ir iniciándoles en todo aquello que les redunde en una vida más positiva y feliz. Y, además, les iremos enseñando a superar las frustraciones que puedan provocarles dichos limites, así como a ampliarlos en la medida en la que vayan asumiendo responsabilidades.  

No se trata por tanto de educar en libertad, sino de educar para la libertad. Y la libertad no es dejar que los niños hagan lo que quieran en cada momento. La libertad es un proceso que va acompañado de la responsabilidad que vamos asumiendo. ¿En qué modo me implico en la vida? ¿Cómo vivo mi vida? ¿Cómo interactúo con los demás? ¿Soy consciente de que cada acto, pensamiento, emoción, gesto y actitud míos están generando consecuencias? Una de las mejores herramientas para ayudar a nuestros hijos a comprender e interiorizar los límites son las actividades cotidianas. En la medida de lo posible, y en función de su edad, les iremos introduciendo determinadas tareas de las que puedan ir haciéndose responsables, como ayudar a poner la mesa, a recoger los juguetes, a preparar la ropa del día siguiente, cocinar…. Y siempre enfocándolas como un juego con el que además colaboran al bienestar de toda la familia. En este sentido, es importante tener en cuenta cómo vivencia el niño el paso del tiempo, pues es muy diferente a la manera en la que nos afecta a los adultos, quienes lo vivimos como uno de los límites más severos y estresantes. Para ellos, al no estar su mente tan llena de contenidos, el tiempo es un eterno presente que se estira de forma casi permanente. Esta es una de las razones por las cuales les cuesta tanto dejar de hacer algo que les gusta. ¡Nunca se irían a la cama por iniciativa propia, ni dejarían de comer helado, ni terminarían de jugar, ni…!

​Al aplicarles límites les estamos enseñando que toda acción conlleva unas consecuencias (si no duermo estoy cansado; si doy patadas nadie quiere estar conmigo; si no presto mis juguetes tengo que jugar solo; si como muchos helados me dolerá la tripa…). Esto significa enseñarles la ley de causa y efecto, para que a través de las causas que produzcan puedan recibir los efectos deseados. Semejante actitud les ayudará más adelante a hacerse plenamente responsables por su vida, a no colgarse de manera dependiente, a gestionar sus asuntos y a no culpar a los demás o al universo de los posibles desastres que puedan acontecerles.

Ahora bien, hemos de ser muy creativos. No vale eso de: “porque lo digo yo”, “porque sí”, etc. Que no quieren salir de la bañera…, quitamos con disimulo el tapón y decimos: “Oh, el agua quiso irse con el río”. Gritan porque no quieren irse a dormir…, su osito o muñeca favorita tiene mucho sueño y se va a la camita y nosotros haremos la pequeña ceremonia de buenas noches con ella. No quiere cepillarse los dientes…, “¡¡¡Por favor, límpianos, estamos sucios y no queremos ponernos malitos!!!”. Los “nos” rotundos los dejaremos para ocasiones especiales en las que sean necesarios. Y si nuestras artes dramáticas se agotan y la comunicación no resulta suficiente, no pasa nada por llevar al niño rabioso tranquilamente a su cuarto y decirle que se quede allí hasta que se haya tranquilizado, o bien quedarnos sentados a su lado, sin el menor gesto de enfado o impaciencia mientras le acompañamos, en perfecto silencio, hasta que él mismo acabe con su proceso emocional. Es muy importante que el niño comprenda que no es a él a quien estamos cuestionando o limitando, sino a su actitud concreta que consideramos menos positiva o superviviente.
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Ayudemos a nuestros hijos en el aprendizaje de la responsabilidad, el respeto y la ayuda, haciendo que se sientan miembros de pleno derecho en la familia, amados en sus diferencias, apoyados en sus capacidades, limitados en todo lo que les impida desarrollar su potencial creativo y positivo, enseñándoles que no todo les es dado graciosamente, sino que son ellos, con su constancia y esfuerzo los que han de conquistar los logros que dependen de sus actitudes y de sus procesos. En definitiva, enseñarles a dar los pasos hacia el desarrollo de su experiencia de vida, y no a vivirles la suya como si fuera la nuestra. Nunca hemos de evitar que se enfrenten a sus propios retos, porque solo en esa contienda podrán sacar las fuerzas interiores para superarlos y ensanchar de ese modo los límites que les convertirán en adultos sanos, felices y equilibrados. ​

 

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¿Educar o dominar?

10/30/2016

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Dicen que los niños vienen con un pan debajo del brazo, pero con lo que desde luego no nacen es con un manual de instrucciones. Educar es un arte para el que desgraciadamente muchos no suelen prepararse: la mayoría de los padres nos vemos obligados a improvisar sobre la marcha, y o bien reproducimos el modelo anterior o, si hemos salido excesivamente escaldados de tanto autoritarismo, optamos por aplicar justamente lo contrario. Y es curioso que a los seres humanos tan dados a hacer “masters” de cualquier cosa, y a especializarnos hasta la saciedad profesionalmente, no se nos haya ocurrido pensar en la educación de nuestros hijos como una profesión, como un trabajo a tiempo total en el que uno no puede hacer reclamaciones, ni despedirse, ni, en el peor de los casos, tratar de devolver el producto por defectuoso o por no saber manejarlo.
 
Hemos de tomar consciencia de que es preciso prepararse, con tanto o más afán, como lo hacemos para el resto de las profesiones. Nuestros hijos son la simiente del mañana. Todo lo que hoy sembremos en ellos será la nueva dote de la humanidad venidera, y de los valores que sepamos despertar en ellos depende el giro que ésta pueda tomar. De ahí la importancia de desarrollar el arte de educar, que no es otra cosa que guiar al nuevo ser y ayudarle para que pueda desplegar todas sus capacidades y libremente trazar su camino en esta gran aventura que es la vida. Enseñarle a transformar el dolor en felicidad, las guerras en respeto mutuo, las intolerancias y represiones en armonía y creatividad; y lo más importante de todo: ayudarle a ser él mismo, y no una vulgar copia nuestra.
 
En esta ardua tarea que es educar vemos con frecuencia dos modelos contradictorios que son precisamente los que hemos de evitar. Me refiero al tipo de educación que oscila entre la permisividad y la exigencia. Entre estos dos polos el niño se siente perdido, en permanente desequilibrio. Por un lado crece sin límites creyendo que todo es posible, que no tiene más que montar una buena rabieta para que su deseo se realice, y así empuja cada vez más. Quiere saber hasta dónde va a llegar la paciencia de sus progenitores, que siguen cediendo a sus caprichos, y de este modo se va convirtiendo en un pequeño déspota.
 
Pero el golpetazo no se hace esperar. Los padres, navegando en medio del oleaje, de pronto pierden los nervios, y como no están asumiendo su responsabilidad como educadores o guías, aparecen las exigencias, las recriminaciones, los castigos, las bofetadas, los malos modos. Le hacen sentir que es él quien tiene la culpa de todo. Él es el niño malo, al que no pueden querer. Él es quien tiene que cambiar, modificar su conducta, portarse bien, hacer felices a sus padres, etc. Y el pequeño se hunde sin comprender lo que está pasando. Sus padres le miran con rencor, haciéndole el blanco de sus propias frustraciones. Con la disculpa de que el niño ha rebasado todos los límites, le aplican un castigo, generalmente desmedido, y el pequeño se queda asustado y anda por ahí medio encogido, sin hacerse notar, no vaya a ser que las furias se lancen de nuevo en su contra. Sin embargo, en cuanto se calman las aguas, y sin tiempo ni para decir amén, el niño se ve libre del castigo. Y otra vez empieza el vaivén: consentido-exigido, culpado-perdonado.
 
Los niños que tienen que padecer semejante desatino andan tan perdidos que muchos desembocarán en un mundo de incertidumbre y desasosiego que posteriormente puede abocar hacia las drogas, el alcohol o las sectas, en un intento por colmar un vacío interior, por rebelarse ante un mundo que no ha sabido acogerles, que no tiene en cuenta sus necesidades, y en el que no pueden crecer saludablemente, ya que no les brinda las oportunidades para poder desarrollarse en plenitud. Las drogas al menos le proporcionarán una realidad más agradable a corto plazo que la que tienen delante.
 
Ellos necesitan claridad, criterios estables y unos límites claros en los que poder crecer. No puede haber un “no” ahora y dos minutos después un “sí”. Por otro lado, tienen que aprender también a asumir las consecuencias de sus actos, de modo que si han hecho algo que produce un daño en otros, hemos de ayudarles  a repararlo, ya que eso cerrará correctamente un ciclo iniciado negativamente.
 
Es importante tener en cuenta tres reglas fundamentales:
 
·         Si valoramos lo positivo, obtendremos positivo. Esto quiere decir que si somos capaces de destacar e incentivar todo lo bueno y lo positivo que hacen los pequeños, ellos estarán felices, se sentirán aceptados, acogidos, y podrán desarrollar la tan necesaria autoestima, además de mantener su interés en seguir cultivando actitudes positivas.
 
·         Si premiamos lo negativo, obtendremos negativo. Si cada rabieta la premiamos con un caramelo, un programa de TV o cualquier otra cosa que el niño reclame de una forma negativa, no nos extrañemos si dichas actitudes se vuelven crónicas. El niño habrá comprendido perfectamente nuestro punto débil y lo que tiene que hacer para lograr sus caprichos.
 
·         Si penalizamos lo negativo, obtendremos positivo. Se trata de ayudarles a tomar consciencia de “causa y efecto”, es decir, que las acciones que acometemos tienen siempre consecuencias. Esto les ayuda a desarrollar el sentido de la responsabilidad, el respeto mutuo, el derecho a la libertad de los demás. No es, ni mucho menos el castigo “venganza” empleado como un arma de poder con el que atemorizar a los niños para lograr manejarlos, sino un sistema reparador, aplicado con amor, cuyo objetivo es que el niño aprenda a vivir desde una perspectiva positiva, eficaz, creativa y respetuosa, tanto hacia sí mismo como hacia el mundo en el que está incorporándose, y que él mismo va a modificar una vez que haya desplegado cuidadosamente sus propias alas.
 
 

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El egoísmo de los padres

9/14/2016

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¿Egoístas los padres? Si, y aunque me crucifiquen seguiré diciendo: Si!!! No pretendo con esta afirmación culpabilizar ni demonizar, solo invitar a una serena y sincera reflexión. El egoísmo es un impulso natural que, en su afán por protegernos, adopta distintos caminos. Uno de ellos brota del profundo deseo de mantener algo que queremos, que nos llena o que sentimos nos enriquece. Y perder no es fácil, ¡duele! Pero no es solo eso lo que mueve el egoísmo de los padres; es también un escondido deseo de vivir a través de los hijos aquello que no pudimos o no supimos crear para nosotros mismos. Nuestros dolores, frustraciones y vacíos nos impulsan a utilizar esa energía nueva y moldeable que es esa vida que se nos brinda y donde, inconscientemente, como si de un libro en blanco se tratase, intentamos reescribir nuestra historia. Y así, impulsamos sus acciones, influimos en sus creencias, confeccionamos a nuestra medida sus valores, juzgamos y moldeamos sus emociones y, por último, tratamos de dirigir sus destinos profesionales, familiares y sociales.

Este sabotaje a la libertad de nuestros hijos presenta diversas formas muy a menudo tipificadas en dos modelos: el paterno y el materno. El modelo paterno suele ser la voz predominante, el guía incontestable, el que tiene la última e incuestionable palabra. Así, vence al nuevo árbol con su autoridad inquebrantable ante la que el hijo se doblega, se repliega sin poder ya desplegar sus propias ramas. Es la ley del más fuerte, la ley del miedo, de la incomunicación, de la falta absoluta de respeto. Otro modelo, no por ello menos dañino, es el padre ausente, el que no quiere saber nada porque bastantes problemas tiene ya en su trabajo y su hogar es su reducto; un lugar donde todos callan para que él reine a sus anchas desatendiendo las necesidades del resto de su amordazado rebaño. Y un tercero aún más confuso: el padre amable, simpático y aparentemente amoroso, pero que les contempla desde las lejanías de su desinterés, de su ausencia profunda. Se acerca a ellos superficialmente, sin llegar a adentrarse en lo que vive en lo profundo de sus corazones.

El modelo materno es todavía más complejo. Aquí reina el dominio por la voracidad de un amor que ata, que encadena. Un amor que lo da todo pero que reclama su recompensa. Amor que debilita cuando, en su afán por conquistar a la presa, la encierra en mil cuidados y protecciones que la impiden desarrollar sus propias fuerzas. Débiles, incapaces, sometidos y dependientes, los hijos permanecen atados a ese cordón que se hace más fuerte y que deviene yugo que les alimenta de culpa y de reproches si osan intentar romperlo. Madres arañas, que tejen sus mortíferas telas. Madres que no permiten que vueles con tus propias alas, que decidas tu vida, que elijas tus retos, que te equivoques, pruebes, caigas y te eleves. Madres que rivalizan, que no permiten que brilles, ni triunfes porque, rota su autoestima, necesitan estar siempre por encima. Madres, algunas, que te culpan por querer ser quien eres, porque les debes tu vida y no te permiten arrancarte de sus pegajosas redes. Las hay mejores, más honestas, menos dañinas, pero ¡cuánto beben de esas fuentes y cuánto lamentan cuando quedan solas, sin encontrar suficiente aliciente en sus abandonadas vidas que existieron solo para los hijos y que solo de ellos recibieron alimento!

Yo fui una de ellas y el dolor de su pérdida me enseñó a bucear en mis adentros para encontrar los vacíos que me impulsaban a aferrarme a esos salvavidas en mi océano desierto. Según dejaba caer los velos que impedían mi visión, me encontré con todo lo que había detrás de ese amor y esa generosidad de la que tanto alardeaba, para descubrir que damos para recibir, que vampirizamos sus vidas esperando que cumplan nuestras expectativas, nuestros anhelos y, si no lo hacen, nos sentimos defraudados, estafados. Hasta sus éxitos los hacemos nuestros, como si fueran méritos propios. Percibí el egoísmo de los padres, nuestra voracidad por conquistarlos, por convertirlos en preciados objetos que nos pertenecen.

En mis interminables reflexiones me hice consciente de cuánto nos dan los hijos. Me preguntaba quién da la vida a quién. Quizás eran ellos los que llenaban nuestra existencia colmándola de sentido, de savia nueva y, al alejarse, esa savia dejaba de fluir obligándonos a ser nosotros, desde nuestro propio caudal desconocido y dormido, quienes teníamos que crearla.

¡Hasta eso nos regalan! Su marcha nos invita a renovarnos, a reencontrarnos, a sanar las viejas heridas y enfrentar la nueva etapa de nuestras vidas desde nuestras propias fuerzas. Al cortar el cordón que nos unía nos ofrecen la libertad de poder desplegar las alas que nuestros miedos tenían retenidas.

No dudo que habrá padres extraordinarios a los cuales felicito y admiro. No es a ellos a quienes va dirigido este artículo.



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Autoeducación. Aprender imitando

6/4/2016

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Los niños todo lo aprenden por imitación. Y, sin embargo, seguimos insistiendo en buscar recetas, consejos, nuevos métodos que nos ayuden a adentrarnos en ese complicado universo que es guiar y educar a un nuevo ser.  En el recorrido nos olvidamos de qué es lo que estamos proyectando en el espejo en el que nuestros hijos permanentemente nos miran. 

¿Soy una persona digna de imitar? ¿Cómo vivo? ¿Cuál es mi actitud? ¿Cuáles mis valores? ¿Cómo me siento conmigo mismo? ¿Cómo me relaciono con los demás? ¿Me enfrento a mis retos, a mis miedos? ¿Supero mis dificultades? ¿Amplío mis límites? ¿Respeto otras culturas, otras formas de vida y de pensamiento? ¿Soy una persona que juzga, que critica, que invalida o desprecia?

Son muchas las preguntas que podríamos y deberíamos hacernos. Educar es primero educarse a uno mismo. Un ciego no puede guiar a otro. Una persona que no asume la total responsabilidad por sí misma, que miente y se miente, que esconde y se esconde, que sigue siendo un niño montando rabietas, que no asume la frustración, que no enfrenta los problemas, que elige ser infeliz por miedo a mover una sola pieza del puzle que construyó hace largo tiempo, y que ya no sirve…, no podrá sembrar nada diferente en sus hijos.

Criticamos, juzgamos, regañamos, imponemos, nos enrabietamos…  O les dejamos solos, sin marcos de referencia, sin límites protectores, sin señales en el camino. Libres, dicen algunos, pero la libertad solo puede ejercerse cuando todas las herramientas están disponibles, las capacidades personales desplegadas, y  despierta la consciencia de uno mismo. Cualquiera de las dos tendencias solo va a mostrar nuestras propias carencias y limitaciones.

Educarse es mirar hacia dentro, hacia las heridas aún no sanadas y las limitaciones que nos están impidiendo ser y manejar libremente nuestra vida. Es, por tanto, enfrentarse a las dificultades y disponernos a mejorar y a seguir creciendo para recuperar la honestidad y el respeto que nos debemos. Esto es lo que nos convierte en una autoridad ante nuestros hijos. Porque autoridad es sinónimo de responsabilidad.

Cuando yo me hago cargo de mi vida y no la dejo en manos de los demás, ni busco que sean otros quienes resuelvan mis problemas y heridas, sino que intento cada día sacar lo mejor de mi interior, estoy mostrando a mis hijos que soy capaz de gestionar mi vida y que la gestiono de la forma más adecuada y ética posible. Me convierto así en un buen  modelo a copiar, incluso aunque cometa errores, sobre todo si luego tengo el valor y la humildad de reconocerlo y de pedir disculpas, porque también puedo enseñarles que equivocarse forma parte de todo aprendizaje.

Yo te enseño a ti a partir de mi vida para que tú puedas después hacerte cargo de la tuya.

Si comenzamos a sanarnos, guiar a otros no será tan complicado porque nos daremos cuenta de que, en realidad, educar no es poner cosas en las mochilas de los niños sino dejar que ellos mismos saquen lo que ya traen consigo. Educar es dejar salir, potenciar lo genuino de cada cual, no imponer modelos, no cargar sus mentes con mil cosas que no sirven para nada, ni atosigarles con permanentes enmiendas, regañinas y moralinas que lo único que consiguen es hacerles sentir mal, en inferioridad de condiciones, culpables, confundidos porque no nos entienden, y no dejarles que puedan abrir sus alas para volar en los espacios que ellos elijan.

Para educar no es necesario hablar mucho. Sí, en cambio, escuchar y observar para conocer a quien tenemos delante y así ayudarle a descubrir juntos sus capacidades y la posible dirección de su personal camino. Pero esto no podremos hacerlo a menos que hayamos desarrollado la escucha propia, así como una minuciosa observación de nuestras actitudes, pensamientos y criterios con objeto de sacar de nuestro jardín todas las malas hierbas que no nos pertenecen y que traemos como herencia de un pasado sin resolver.

Tampoco se trata de embarcarse en eternas terapias como niños que buscan buenos padres que les guíen y resuelvan sus dificultades. Basta con detener la carrera destructiva y mecánica en la que estamos enredados y comenzar a sentirnos, a escucharnos y a decidir sacar del interior del corazón todo lo que nos está impidiendo ser los verdaderos seres que genuinamente somos.
 



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La Naturaleza: Escuela de Vida

5/12/2016

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La irrupción en nuestra vida del universo tecnológico está literalmente haciendo desaparecer las relaciones directas donde poder sentirse, compartirse y enriquecerse mutuamente. Esto es aún más grave en el mundo infantil. Los parques están quedando vacíos. Ya no vemos niños corriendo, cantando, saltando a la cuerda, subiéndose a los árboles… Están demasiado ocupados en sus escuelas, aprendiendo más y más datos irrelevantes que llenan sus cabezas y corazones de contenidos vacíos. Y cuando salen de allí, tienen que correr a sus múltiples actividades extraescolares en las que también han de ser los mejores, siempre en permanente competición. Después, al llegar a casa, les esperan los deberes, invadiéndoles de datos innecesarios que les van secando el alma, ávida de explorar espacios y compartir los sueños. Y, cuando al fin pueden disfrutar de un tiempo libre, no es compartiendo experiencias y juegos con otros, sino en la soledad de sus juguetes virtuales donde, pasivamente se adentran en espacios muertos.
La naturaleza parece no estar de moda. No queda tiempo para ir a visitarla. Incluso los parques se desvistieron de árboles, arbustos, arena, piedras…, y se llenaron de cemento y de aparatos de plástico de brillantes colores donde llevar a los pequeños a jugar. Ya está todo hecho. No les dejamos improvisar, descubrir, crear, imaginar. Ya no suben a los árboles, ya no fabrican sus propios columpios, ya no crean toboganes tirándose en croqueta por las pendientes como hacíamos antes. La generación a la que pertenezco no amaba demasiado a los niños. Los dejó a su aire y así pudimos tener la libertad de crear nuestras propias diversiones, casi carentes de juguetes prefabricados. Pasábamos horas y horas en los parques donde se escuchaban canciones infantiles acompañadas por el sonido de la cuerda de saltar o de la pelota al botar.
Nuestros niños están dejando de serlo. Son pequeños adultos enganchados como nosotros a la tecnología, a sus móviles que aíslan, sus tabletas, televisores y juegos virtuales. Les vemos caminar pálidos por los centros comerciales adictos al consumo, a buscar en lo externo lo que no están pudiendo desarrollar desde su interior. Hay que volver a sacarles a los parques y rescatar los juegos compartidos. No permitir que sigan aislados en sus casas viviendo en un mundo falso que va devorando su vitalidad y energía. Están llenos de cosas materiales, pero lo que les completa no está, y así se ahogan en ese falso mundo que parece aliviar sus vacíos interiores.
Urge encontrar momentos para salir con ellos al bosque y observar cómo corre un río, cómo resbala por las piedras, puliéndolas y cambiando sus formas.  Ver dónde anidan los pájaros, cómo recolectan sus víveres las hormigas, cómo forma esas enormes bolas el escarabajo patatero que carga con extraordinaria y tenaz voluntad. Mirar las nubes y jugar a ver ellas sus cambiantes dibujos.  Recuperar el tacto de la hierba, divertirse creando mil historias con los palos, las piñas, las hojas y las piedras.
La naturaleza es nuestra mejor escuela. Ella nos enseña que la vida es un permanente cambio y transformación, que la muerte da paso siempre a la vida, como les ocurre a los árboles en invierno, renaciendo aún más esplendorosos en primavera. Los niños pueden aprender de ella tenacidad, abundancia, riqueza, creatividad, belleza, armonía, comunión, inmensidad, poder, cooperación. Todo está ahí. Es la gran maestra del vivir. Enseñemos a los niños a amarla, a gozarla y a respetarla como la madre que en verdad es de todos nosotros.



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La Magia en el mundo del niño

1/5/2016

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Hoy, noche de Reyes, sentada frente a un cálido y hogareño fuego, pienso en la magia. ¿Dónde se esconde y cómo encontrarla? Nuestro mundo materialista, que todo lo devora, intenta también desterrarla de nuestras vidas. Ya no ponemos los zapatos, ni dejamos turrón para los reyes, ni paja para los camellos. La superabundancia ha arrinconado de manera casi definitiva las ilusiones que proyectábamos sobre esa noche increíble en que muchos de nuestros deseos podrían ser cumplidos.

No sé si nos falta magia o si nos faltan deseos, tan llenos como estamos de todo. Tendríamos que recuperar la inocencia, la pureza de creer que todo es posible, que existe el misterio, lo inexpresado, lo mágico. Los niños de hoy, los niños de siempre necesitan guías que les lleven por los pasadizos del milagro. Que les acompañen en la vivencia de que existe un mundo más allá de la realidad acabada y estática; un universo en permanente transformación y cambio. Ellos están muy cercanos al espíritu que alienta la materia, y con la magia lo que se pone de manifiesto es la capacidad del espíritu de crear nuevas realidades, nuevas experiencias. Eliminar esto en la vida de los niños equivale a secarles el alma, que no puede entonces esponjarse en la vivencia de lo invisible, de lo eterno. Y es a partir de esta vivencia, de algo más allá de lo que nuestros ojos y sentidos materiales pueden percibir, como se abren más adelante nuestros sentidos espirituales, a través de los cuales podremos encontrar las respuestas a las preguntas esenciales de nuestra existencia.


Si creemos en la magia, si aún somos capaces de vibrar ante el misterio, ante el aliento que late en todo lo creado, entonces podremos transmitir a los niños este aire renovado lleno de pequeños milagros e infinitas posibilidades. Os animo a crear, junto a vuestros hijos, un universo de magia, donde lo invisible pueda entrar a formar parte de nuestro mundo.



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El rechazo a los límites. Límites que ayudan o aprisionan

7/27/2015

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 A raíz de un artículo que he compartido sobre educación: “Si no quieres hijos malcriados…”, una persona me escribe para decir que no está de acuerdo con esos planteamientos, lo cual me ha invitado a volver sobre este delicado tema para aclarar un poco más mi punto de vista, que ya desarrollé en La importancia de los límites en la educación, publicado en esta misma página.

La palabra límites suele despertar una cierta tensión cargada de desconfianza, cuando no un absoluto rechazo. Y no es de extrañar, máxime teniendo en cuenta la historia de la humanidad, permanentemente sometida a apretados corsés que cada vez van asfixiando más las formas de expresión y de creatividad de sus individuos, a los que se les impide desarrollar su propia y auténtica esencia de ser. Pero, nos  guste o no, estamos rodeados de límites: nuestro cuerpo, nuestro nombre, nuestro hogar, nuestra cultura… Límites necesarios que nos dan forma, estabilidad, seguridad, identidad, protección. Ahora bien, el tema es definir cuáles son los que favorecen y ayudan, y  cuáles los que oprimen o destruyen.

Todos queremos volar con nuestras alas por nuestro particular cielo; o abrir con nuestros pies nuestro camino. Pero, recién llegados, necesitamos que sean otros, quienes nos ayuden a descubrirlos y a ponerlos en movimiento.

Soy absolutamente partidaria de la libertad, pero creo que ésta debe conquistarse paso a paso en la medida en la que crece la responsabilidad que cada uno está preparado para asumir. No puede haber libertad sin responsabilidad, y los niños, por no tener todavía el suficiente bagaje mental, fruto del aprendizaje en base a la experiencia, necesitan que sean los adultos quienes pongan los límites que les permitan crecer en un espacio sano y seguro.

Nuestro papel es acompañarles en el camino hacia su independencia y libertad, a la vez que les vamos guiando y apartando los obstáculos que les impidan crecer, mostrándoles  con nuestro ejemplo el camino del respeto, de la no agresión, de la empatía, de la generosidad, y, también, de los propios derechos y del respeto que se deben a sí mismos.

Me parece esencial que les permitamos sentir lo que sientan, da igual si se trata de un monumental enfado, un miedo, o una tristeza. Ante una rabieta, por ejemplo, en lugar de penalizar y limitar la expresión de la emoción que están sintiendo, estaría genial acompañarles, no abandonarles en un momento difícil que todavía son incapaces de gestionar por sí mismos. Pero eso no implica que puedan morder, pegar, agredir, romper objetos, etc. Debemos ayudarles a expresar su emoción sin que resulte un daño para sí mismos ni para otros. Ese sería el límite. Y estar ahí, bien presentes, sin juzgar, acompañando con amor y en silencio, sin quitárnoslos de encima enviándolos a su cuarto, como si de un destierro se tratase, o a la famosa silla de pensar, lo cual es absurdo porque los niños son pura acción.

Los niños no piensan. Los niños imitan. De modo que, ante actitudes que resultan inadecuadas o perjudiciales, en las que es preciso poner límites, también deberíamos preguntarnos qué está pasando con nosotros, qué límites propios estamos rebasando, cuál es nuestro nivel de caprichos, de irresponsabilidades, de faltas de ética o de respeto ajeno.

Límites muy comunes son los relativos a los caprichos de los niños: quiero esto, no quiero lo otro…. Y ahí, de nuevo, hay que revisar nuestro ejemplo. Como dice en el artículo sobre el niño que rechaza una taza porque quiere otra más bonita. Hombre, si es una excepción, pues no hay ningún problema, pero si es una norma, habría que mirar qué es lo que les están mostrando con sus actitudes los adultos que les acompañan. Porque promover en ellos una actitud de permanente capricho satisfecho, no es la mejor forma de ayudarles.

Otro controvertido asunto, muy en relación con los límites, es el tema jerárquico. Muchos padres están desequilibrando sus sistemas familiares al cambiar los roles que les corresponden como responsables y guías de los niños, para devenir sus amigos o sus servidores, generando de este modo confusión e inseguridad en ellos, que no encuentran verdaderos guías para iniciarles en el camino de la vida. Ellos son los recién llegados, los que aún no conocen las normas de convivencia, los que todavía no saben gestionar adecuadamente sus emociones, y se ven inmersos en ellas, ahogándose en ellas, sin que como adultos, sepamos echar una cuerda que les saque del terrible pozo de no saber parar un miedo, un dolor, una frustración, un enfado.

Padres que van pidiendo permiso a sus hijos para todo, que se ponen por debajo, como con miedo, preguntándoles constantemente lo de desean hacer, comer, vivir… Imaginemos un guía de montaña preguntándonos: ¿queréis ir por aquí, o por este otro camino, o por aquél de allá? Nos quedaríamos totalmente confundidos, inseguros, llenos de dudas. Pues esto es lo que les ocurre a los niños ¿Quieres que te ponga la chaqueta azul o la roja, quieres merendar plátano o naranja?.. ¡Caray, decide tú, que para eso eres mi madre! ¡No me hagas pensar todo el rato, que yo tengo un trabajo muy importante, que es jugar, descubrir, experimentar, y no estoy para ir tomando decisiones tan nimias constantemente! Claro, forzados a decidir todo el tiempo, que luego no les vengan a estos niños con un no, porque no lo van a aceptar. Y conviene que vayan sabiendo que en este mundo las cosas no van a ser siempre como ellos quieran, ni van a cumplirse todos y cada uno de sus caprichos. Es importante enseñarles a manejar cierto nivel de frustración. Esas niñas princesas, por ejemplo, cuando descubran que no viene el príncipe a rescatarlas….

El excesivo intervencionismo es otra forma de limitar, esta vez de manera negativa, la libertad de movimiento y el propio desarrollo de los pequeños, haciéndoles débiles, temerosos y dependientes. Deberíamos respetar su autonomía, no forzar el que caminen  o gateen antes de tiempo, así como no impedir que se muevan en base a nuestros miedos, sino dejar que ellos vayan descubriendo sus posibilidades, sus fuerzas, y aprendiendo a medirlas al caer, al tropezarse, sin que vayamos corriendo a levantarles, permitiéndoles experimentar, sin tratar de vivir la vida por ellos. Los niños necesitan con urgencia adultos que les dejen espacios para poder crecer despacito, a su propio ritmo, y a descubrir el inmenso potencial de posibilidades que les van a permitir desplegar su autonomía y su libertad.

  

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Comentarios a la conferencia de Zaragoza. Mayo 2015

5/28/2015

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La conferencia ha sido como una explosión de energía, buen humor y coraje que nos permite afrontar lo que parecía imposible. Frente al cúmulo de actitudes, hábitos y situaciones heredadas o condicionadas desde niños, cada individuo tiene que liberarse de todas las capas que modulan su manera de ser para sanarse y generar experiencias genuinas. Y una vez abordado el proceso de sanación personal, ya podemos educar al niño.


Me ha gustado mucho el enfoque de la misión educativa a través, primero, de un trabajo personal, y en segundo lugar, dejando mostrar las emociones y los potenciales.

Me ha motivado muchísimo. Gracias a Sofía y a todos los participantes. ¡He aprendido muchísimo!

Me ha resultado muy útil, y anima a trabajar. Luchar por lo que queremos: los niños traen el futuro.

Gracias Sofía por todo lo que has transmitido. No dejes de seguir haciéndolo. Sigue ayudándonos a trabajar siempre al máximo por los niños y todas sus capacidades.

Muy interesante porque el camino interior de uno mismo es el motor del Mundo. Hacer salir lo maravillosos que son, y que los niños sean ellos mismos.

Muchas gracias Sofía, eres una luz. Gracias por iluminar nuestra alma, por recordar lo maravillosos que somos y el trabajo que tenemos que hacer para quitarnos las “capas” y ser luz.

Súper interesante. Debería darse a conocer más y extenderse a la sociedad. Me ha encantado la posibilidad de debate y el intercambio de impresiones. Hay que hacer más propuestas innovadoras de este tipo desde la Facultad de Educación.

Motivador y esperanzador. La educación de los niños necesita un cambio desde la Facultad y desde la escuela.... ¡y está llegando! Que se realicen talleres para padres con información para educar a sus hijos.

Muy motivador; nos provoca a la acción. Simplemente que venga gente tan buena dinamizadora como Sofía Pereira.

Me ha resultado muy vivo. Me quedo con cosas que aplicar y, al mismo tiempo, veo gente con inquietudes respecto a la creatividad, y la educación emocional, lo cual me acompaña mucho.

Me ha gustado y me ha resultado muy interesante como recién graduada en Magisterio. Me parece muy útil que en esta Facultad se den a conocer estas opciones.

Me ha despertado muchas emociones y mucho interés por escuchar a todos los que nos hemos reunido. Me gustaría tener más experiencias como ésta. Me gustaría saber cómo nos podemos conocer mejor a nosotros mismos y ayudar a los demás a conocerse.

Me voy con más ganas de seguir “currando” para conseguir una sociedad mejor. Una charla muy positiva. ¡Gracias! ¿Cómo sanar aquellas cuestiones que cargamos con ellas desde niños?

Sólo dar las gracias por la charla, ha sido muy útil para mirarme hacia dentro. Muy interesante.


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    Autora

    Sofía Pereira

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