
La palabra límites suele despertar una cierta tensión cargada de desconfianza, cuando no un absoluto rechazo. Y no es de extrañar, máxime teniendo en cuenta la historia de la humanidad, permanentemente sometida a apretados corsés que cada vez van asfixiando más las formas de expresión y de creatividad de sus individuos, a los que se les impide desarrollar su propia y auténtica esencia de ser. Pero, nos guste o no, estamos rodeados de límites: nuestro cuerpo, nuestro nombre, nuestro hogar, nuestra cultura… Límites necesarios que nos dan forma, estabilidad, seguridad, identidad, protección. Ahora bien, el tema es definir cuáles son los que favorecen y ayudan, y cuáles los que oprimen o destruyen.
Todos queremos volar con nuestras alas por nuestro particular cielo; o abrir con nuestros pies nuestro camino. Pero, recién llegados, necesitamos que sean otros, quienes nos ayuden a descubrirlos y a ponerlos en movimiento.
Soy absolutamente partidaria de la libertad, pero creo que ésta debe conquistarse paso a paso en la medida en la que crece la responsabilidad que cada uno está preparado para asumir. No puede haber libertad sin responsabilidad, y los niños, por no tener todavía el suficiente bagaje mental, fruto del aprendizaje en base a la experiencia, necesitan que sean los adultos quienes pongan los límites que les permitan crecer en un espacio sano y seguro.
Nuestro papel es acompañarles en el camino hacia su independencia y libertad, a la vez que les vamos guiando y apartando los obstáculos que les impidan crecer, mostrándoles con nuestro ejemplo el camino del respeto, de la no agresión, de la empatía, de la generosidad, y, también, de los propios derechos y del respeto que se deben a sí mismos.
Me parece esencial que les permitamos sentir lo que sientan, da igual si se trata de un monumental enfado, un miedo, o una tristeza. Ante una rabieta, por ejemplo, en lugar de penalizar y limitar la expresión de la emoción que están sintiendo, estaría genial acompañarles, no abandonarles en un momento difícil que todavía son incapaces de gestionar por sí mismos. Pero eso no implica que puedan morder, pegar, agredir, romper objetos, etc. Debemos ayudarles a expresar su emoción sin que resulte un daño para sí mismos ni para otros. Ese sería el límite. Y estar ahí, bien presentes, sin juzgar, acompañando con amor y en silencio, sin quitárnoslos de encima enviándolos a su cuarto, como si de un destierro se tratase, o a la famosa silla de pensar, lo cual es absurdo porque los niños son pura acción.
Los niños no piensan. Los niños imitan. De modo que, ante actitudes que resultan inadecuadas o perjudiciales, en las que es preciso poner límites, también deberíamos preguntarnos qué está pasando con nosotros, qué límites propios estamos rebasando, cuál es nuestro nivel de caprichos, de irresponsabilidades, de faltas de ética o de respeto ajeno.
Límites muy comunes son los relativos a los caprichos de los niños: quiero esto, no quiero lo otro…. Y ahí, de nuevo, hay que revisar nuestro ejemplo. Como dice en el artículo sobre el niño que rechaza una taza porque quiere otra más bonita. Hombre, si es una excepción, pues no hay ningún problema, pero si es una norma, habría que mirar qué es lo que les están mostrando con sus actitudes los adultos que les acompañan. Porque promover en ellos una actitud de permanente capricho satisfecho, no es la mejor forma de ayudarles.
Otro controvertido asunto, muy en relación con los límites, es el tema jerárquico. Muchos padres están desequilibrando sus sistemas familiares al cambiar los roles que les corresponden como responsables y guías de los niños, para devenir sus amigos o sus servidores, generando de este modo confusión e inseguridad en ellos, que no encuentran verdaderos guías para iniciarles en el camino de la vida. Ellos son los recién llegados, los que aún no conocen las normas de convivencia, los que todavía no saben gestionar adecuadamente sus emociones, y se ven inmersos en ellas, ahogándose en ellas, sin que como adultos, sepamos echar una cuerda que les saque del terrible pozo de no saber parar un miedo, un dolor, una frustración, un enfado.
Padres que van pidiendo permiso a sus hijos para todo, que se ponen por debajo, como con miedo, preguntándoles constantemente lo de desean hacer, comer, vivir… Imaginemos un guía de montaña preguntándonos: ¿queréis ir por aquí, o por este otro camino, o por aquél de allá? Nos quedaríamos totalmente confundidos, inseguros, llenos de dudas. Pues esto es lo que les ocurre a los niños ¿Quieres que te ponga la chaqueta azul o la roja, quieres merendar plátano o naranja?.. ¡Caray, decide tú, que para eso eres mi madre! ¡No me hagas pensar todo el rato, que yo tengo un trabajo muy importante, que es jugar, descubrir, experimentar, y no estoy para ir tomando decisiones tan nimias constantemente! Claro, forzados a decidir todo el tiempo, que luego no les vengan a estos niños con un no, porque no lo van a aceptar. Y conviene que vayan sabiendo que en este mundo las cosas no van a ser siempre como ellos quieran, ni van a cumplirse todos y cada uno de sus caprichos. Es importante enseñarles a manejar cierto nivel de frustración. Esas niñas princesas, por ejemplo, cuando descubran que no viene el príncipe a rescatarlas….
El excesivo intervencionismo es otra forma de limitar, esta vez de manera negativa, la libertad de movimiento y el propio desarrollo de los pequeños, haciéndoles débiles, temerosos y dependientes. Deberíamos respetar su autonomía, no forzar el que caminen o gateen antes de tiempo, así como no impedir que se muevan en base a nuestros miedos, sino dejar que ellos vayan descubriendo sus posibilidades, sus fuerzas, y aprendiendo a medirlas al caer, al tropezarse, sin que vayamos corriendo a levantarles, permitiéndoles experimentar, sin tratar de vivir la vida por ellos. Los niños necesitan con urgencia adultos que les dejen espacios para poder crecer despacito, a su propio ritmo, y a descubrir el inmenso potencial de posibilidades que les van a permitir desplegar su autonomía y su libertad.