Sofía Pereira - Terapia y talleres de desarrollo personal
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Bendito enojo

5/8/2017

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El enojo y sus diversos sinónimos: enfado, rabia, ira, odio, es una de las emociones más desprestigiadas, sobre todo en algunos ambientes espirituales, que inciden en el perdón, antes de haber podido liberar esta energía que permanece retenida.

Sin embargo, todas las emociones son perfectas. Ellas son el lenguaje del alma, las que nos permiten saber lo que vive en nuestro interior, aportándonos la consciencia de si lo que estamos atrayendo a nuestra vida nos beneficia o nos daña. Venimos equipados con un maravilloso abanico emocional, un sistema perfecto de supervivencia y autoconocimiento que nos ayuda a superar y traspasar los límites heredados.

Las emociones son energía, y vibran en diferentes frecuencias, de ahí que suelan clasificarse como positivas o negativas según su nivel vibratorio. Pero cada una tiene su razón de ser, y dejándolas expresarse podremos saber cómo nos encontramos en cada momento y qué es lo que podemos hacer para mejorar nuestro estado. Son como estaciones en el camino de la vida, Nos muestran la mejor ruta a seguir para lograr aquello que deseamos.

La tristeza, por ejemplo, nos advierte de algo que nos hace sentir mal, que reduce considerablemente nuestra energía de vida. Suele venir acompañada de pérdidas (personas queridas, situaciones, trabajo, pareja…), pero también puede indicarnos que no nos sentimos bien en la vida que estamos protagonizando: maltratos en la pareja, un trabajo inadecuado, una familia que nos aprisiona… Nos ayuda a entenderlo, liberarlo y cambiarlo.

El miedo nos pone en guardia y nos prepara para huir o para enfrentar un peligro, pero también nos bloquea, cerrándonos a la posibilidad de encontrar salidas a la situación que nos agobia, experimentando una especie de parálisis energética.


El enojo, por el contrario, es una energía muy poderosa. Dispara sus alarmas, como sistema de defensa, provocando un fuego interno que busca quemar y deshacerse del daño que estamos recibiendo y que nos impide avanzar libremente. Gracias a esta afluencia energética, a este gesto que nos separa, podemos situarnos en nuestro centro y rechazar y poner límites a todo aquello que desde fuera pretende dañarnos, reducirnos, invadirnos y, en definitiva, alejarnos de nosotros mismos. Nos marca un camino nuevo y nos provee de las fuerzas precisas para poder iniciarlo.

Todo protocolo de crecimiento y despertar, comienza y termina por amarse a uno mismo. Ese es el objetivo. Pero para poder amarme, necesito hacerme consciente de en qué mundo estoy, con qué energías me relaciono y cómo reacciono ante esas energías. No estoy solo en esa danza. Tengo que ver qué tipo de energía mueven los demás, cómo me llega, cómo me manipula o alimenta, y cómo hace que me expanda y crezca o que me encoja y me pierda el respeto. Perderse el respeto es dejar de amarse. El camino, por tanto, pasa por la consciencia. Soltar mi rabia violentamente hacia el otro, culparle, llenarle de reproches o agredirle, puede servirme un tiempo para descargar esa emoción tan fuerte que me quema por dentro, pero es un arma de doble filo. Cuando me dejo llevar por esa poderosa energía para destruir al otro, ésta se comporta como un bumerán, golpeándome de vuelta aún con mayor fuerza, y así, el objetivo de esa energía que viene como ayuda para que pueda cambiar algo en mí, se vuelve en contra, acabando en una batalla de la que todos salimos heridos.

El camino no es soltar la rabia contra la otra persona. Ese momento me pide pararme, respirar, sentir profundamente el fuego interno y ver qué es lo que ha producido semejante tormenta en mi interior. La forma de liberar ese fuego es escucharlo, vivirlo en toda su intensidad y mirarme después en su espejo para descubrir mi responsabilidad: ¿Qué fue lo que lo provocó? ¿Qué es lo que yo dejé de hacer, de decir, de manifestar? ¿Con qué estuve de acuerdo en unirme y que luego se volvió en mi contra? ¿No fui yo mismo quien lo atrajo a mi vida?  ¿Qué es lo que tengo que cambiar?

No soy mejor ni peor cuando siento ira. No soy más espiritual cuando la suprimo y la arrincono sin permitir que se libere, sino todo lo contrario. Lo que hago al rechazarla es acumularla dentro de mi alma y de mi cuerpo creando una inmensa bola que más tarde o más temprano acabará explosionándome dentro y provocándome alguna enfermedad. Sentirla, observarla, ver por dónde camina en mi corazón y en mi cuerpo, hablar con ella, escuchar lo que tiene que comunicarme, agradecerle su presencia y dejar que su verdad me penetre. Entonces se irá, pues habrá cumplido su cometido, y podré sentir paz y ver con claridad qué es lo que tengo que hacer en esa situación concreta que me produjo el enojo. Me daré cuenta de que no se trata de cambiar al otro, sino de cambiar algo en mí mismo, de retomar el control de mi vida y decidir qué quiero que entre en ella como experiencia, y qué es lo que necesito sacar, modificar, cambiar.

Criticar es el resultado de una rabia, de un dolor recibido que no sé identificar ni, por tanto, gestionar. La crítica muestra también mi incapacidad para comunicarme a mí mismo aquello que me daña y que no soy capaz de expresar hacia el sujeto o situación que lo provocó. Al no ser consciente, al no hacerme responsable de todo cuánto me ocurre, producto de las decisiones que voy tomando en el camino de la vida, me es más fácil volcar las culpas en los demás, en aquellos actores que irrumpen en el escenario de mi historia y que actúan como espejos en los que, si miro con atención, puedo ver todas las reformas y cambios que necesita mi guion para ser mejorado. Para que la rabia pueda diluirse, he de asumir aquello que proyecto y que quiero modificar. La crítica brota de mi falta de responsabilidad y amor hacia mí mismo. Es la excusa que utilizo para no cambiar, para no afrontar el problema. Cuando critico, dejo de ser el que dirige mi vida y le doy el poder a los demás. Al hacerles culpables, son ellos quienes crean mi felicidad o sufrimiento. Me sitúo así en una posición de victimismo y de bloqueo que mantendrá viva justamente la situación que rechazo.

Vivir el enojo me conduce a decidir: “ya no acepto esto más”, y a actuar en consecuencia. La mejor opción es comunicarlo. Y si cuando expreso de corazón a alguien, que ciertas cosas que hace o dice no me gustan y me hacen daño, no lo escucha, no lo recibe y su respuesta es negarlo, darle la vuelta y concluir que el problema está en mí…, pues ya puedo saber también qué energía tengo enfrente; una energía que me resulta dañina y de la cual he de defenderme apartándome, para hacerle entender, con otro tipo de lenguaje, que no estoy dispuesto a aceptar ese flujo que viene hacia mí y que considero negativo.


Me hago consciente, por tanto, de las energías con las que me rodeo, porque si acepto aquellas que me dañan, - aunque vengan de manera inconsciente por parte del que las emite -, que van contra mi propia supervivencia, bienestar, felicidad y expansión del alma, entonces el universo me va a traer más y más de lo mismo, no como un castigo, sino como una nueva oportunidad de liberarme. Por eso es tan importante, como primer paso, detectar aquello que me impide ser; y una vez que lo he reconocido, expresado, manifestado y aprendido a poner límites, es cuando me rodeo de amor, porque el amor hay que crearlo.

El amor incondicional es la esencia del ser, nace desde esa fuente, del despertar espiritual, pero no surge desde la mera humanidad. Soy un ser espiritual viviendo una experiencia humana en un universo material, y he venido aquí a aprender justamente, a partir de las emociones, del movimiento de las energías, de los flujos que muevo y los flujos que atraigo, desde la separación de la dualidad hasta llegar nuevamente a la unidad, al amor genuino que soy y siempre fui. Entonces ya no me hará falta el enojo, ni el resto de las emociones, pues viviré centrado en el ser, en la serenidad de la Presencia. Es mejor dejar que el proceso fluya a mi propio ritmo, sin saltar etapas, sin pretender llegar al final del camino sin haberlo siquiera recorrido. Tampoco será necesario el perdón, porque dará paso a la gratitud, fruto de la comprensión de que aquellos que me hicieron daño fueron mis mejores maestros, los que me impulsaron para salir de mis límites y avanzar hacia mi grandeza.
 


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Ego, soledad y redes sociales

3/5/2017

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El fenómeno de las redes sociales crece imparable. Millones de personas ¿conectadas?, mostrándose en un escaparate compartido, esperando ser vistas, atentas a que desde fuera se aplaudan sus movimientos, sus creaciones, sus reflexiones… Familiares que utilizan esas ventanas para decirse que se aman, que se admiran; y todo ante la mirada ajena que, por muy amiga (y no siempre lo es, porque al final la red se extiende imparable), no deja de ser espectadora. ¿Acaso tenemos miedo a expresar nuestro amor de manera directa, sin público, en la intimidad de nuestros encuentros? ¿Realmente necesitamos ese aplauso, ese me gusta, y esa afirmación externa de que valemos, de que merecemos la pena? ¿No es más bien la soledad profunda del alma, del niño o niña no suficientemente acogido, querido, reconocido en su diferencia, quien busca ahora ese amor, pero parapetado tras la soledad de una pantalla que no muestra su verdadera imagen?
¡Cuánta soledad en este universo nuestro! ¡Cuántas heridas aún no resueltas! ¡Cuántos niños y niñas buscando que los demás les den el lugar que les corresponde por derecho propio! Ayer, hablando con Roel, un querido amigo, me decía que es importante estar conectado, y algunas de sus reflexiones me parecían convincentes, pero sigo intuyendo que esa conexión, en el fondo, no es tal, porque nunca puede reemplazar al encuentro directo, al sonido de la voz del otro, a su mirada, a la energía que emana su presencia.
No estoy criticando. Yo también utilizo esta herramienta increíble que son las redes. Es solo una reflexión que deseaba  compartir. ¿Y por qué el ego? Yo creo que es esa parte que nos habita, también llamada personalidad, quien se muestra mayoritariamente a través de las redes. Una personalidad que ni siquiera es nuestra, ya que es un producto de la educación, del medio, del país, de la cultura y, sobre todo, del desamor o del enfermo amor que muchos recibimos en la infancia. La personalidad, huérfana, asustada y, en cierto modo perdida, se viste de armadura protectora, se cubre con una máscara que impide que el ser verdadero pueda emerger a la superficie y mostrarse tal cual es: espontáneo, natural, amoroso, sincero, valiente, verdadero.
¿Estamos perdiendo el cuerpo a cuerpo, el alma a alma? Me escandaliza vernos siempre agarrados al móvil, pendientes de cualquier movimiento, de cualquier mensaje de último momento, mientras delante nuestra pasa la vida, la real. Sentada en el metro, observo los rostros. Miradas ausentes, dedos inquietos, muchas pantallas, nadie presente ahí, en el propio metro. Y yo, la que escribe, también, y siempre pendiente del sonido de ese pequeño aparato que me reclama, me exige y esclaviza.
¡Ah! ¡La libertad! ¿Nos estamos acercando o alejando más y más de ella?

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Morir para vivir

7/6/2016

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No puedes nacer a una nueva experiencia si no estás dispuesto a morir a la anterior. Si te empeñas en seguir siendo quien eras ¿cómo puedes nacer a lo que aún desconoces de ti mismo?

Dejarte morir a viejas relaciones, a amistades que ya no te convienen,  a un trabajo que no te permite plasmar tu huella, esa aportación que solo tú puedes ofrecer desde tu diferencia.  Morir a una relación que te daña,  a ideas que te limitan, a experiencias que no te enriquecen, a actitudes que no te favorecen. 

Hay personas que huyen de los cambios porque temen encontrar en ellos algo que sacuda sus vidas y las descoloque de los estrechos marcos en las que permanecen contenidas. Gente que vive toda su vida en la misma casa, en la misma ciudad, en el mismo trabajo que detesta, que continua con esa pareja con la que no es feliz, que se rodea solo de sus amigos de siempre, aunque ya no encuentren mucho más que decirse. Personas que perpetúan  sus mismos pensamientos, que no abren ni un simple resquicio para que entre aire nuevo. Aferradas a lo que han sido, alimentan un pasado que constantemente activan para convertirlo en un simulado presente que, a su vez, lanzan hacia un futuro que desean inamovible, para que nada cambie, para no sentir miedo.

Ya ni siquiera se permiten soñar, porque hacerlo sería como enfrentarse al vértigo que produce el abismo que se abre cuando decides morir a aquello que ya no te conviene, cuando te atreves a abrir resquicios para descubrir nuevas formas de pensamiento, nuevos horizontes en los que desarrollar tu vida.  

Al parapetarte detrás de tu miedo, te pierdes a ti mismo, porque nunca llegas a encontrar todo lo que late en el trasfondo de tu ser, aquella diferencia y unicidad que te distingue, y a la que no permites que se exprese en el mundo.
¡Gente que muere sin haber vivido!, sin haber conocido la emoción de la aventura, ni experimentado la alegría que amanece cuando superamos un miedo. Sin poder sentirse vivo  en cada instante, enfrentando cada reto y descubriendo las increíbles capacidades que dormían dentro y que, al morir a lo viejo, se despliegan asombrándote y dando pie al amor y a la admiración hacia ti mismo. Buscamos admirar a aquellos con los que convivimos y nos olvidamos de admirarnos a nosotros mismos, pero solo podemos hacerlo cuando realmente desplegamos todo nuestro potencial y lo manifestamos en el mundo superando las pruebas, venciendo los obstáculos. 

Arriesgarse, atravesar el mar de nuestros miedos para llegar a la nueva tierra, a esa nueva tierra que nos espera al otro lado de nuestra vida.

 


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La Culpa

5/27/2016

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 La culpa, esa, a menudo, persistente compañera de camino que te impide respirar, que te aplasta con su pesada carga que te sientes obligado a llevar, y de la que no sabes ni quieres desprenderte porque ya forma parte de tu propia piel.
Pero, ¿qué es en realidad la culpa, de dónde procede y cómo lograr deshacerse de ella?
Puede ser que hayas hecho algo de lo que estés arrepentido y que “merezca” tu culpa, pero ¿para qué te sirve que el remordimiento, la vergüenza y la culpa aniden en ti consumiéndote y dejándote sin energía? ¿Adónde te conduce ese peso en el corazón? ¿Esa culpa que cargas puede acaso hacerte volver atrás y deshacer lo vivido? No. La culpa nunca puede ser la solución porque su peso te deja sin fuerzas, las que necesitas para moverte, asumir los hechos, resolver y reparar con aquellas personas a las que dañaste.
La culpa no te permite avanzar ni perdonarte a ti mismo por los errores cometidos, por eso necesitas dejar caer ese pesado manto y mirar de frente aquello que tanto daño está causando, no solo a la persona hacia la que fue dirigido sino hacia ti mismo, a quien estás castigando con la mayor dureza.
Hay, además, otra culpa, la que no se origina en ti por tus acciones, sino la que otro pone sobre tus hombros generando, a posteriori, una personalidad culpable, es decir, una forma de estar en el mundo en la que te sientes responsable de casi todo lo que ocurre a tu alrededor y que, por lo tanto, reproduces en todas tus relaciones.
Cierra tus ojos. Siente su peso, observa lo que hace contigo y busca quién la puso ahí. Verás que la culpa es una carga, una mochila llena de pensamientos, sentimientos, deseos y criterios de alguien que ni siquiera eres tú. Puede que haga ya mucho tiempo y no lo recuerdes, pero fue otra persona quien, a veces de manera muy sutil, se encargó de colocarte aquello sobre tus hombros; alguien a quien su vida le resultaba difícil de gestionar y que volcó sobre ti lo que por sí misma no era capaz de resolver. Pudo ser, quizás, su soledad, su incapacidad de amar y dar amor, su dogmatismo, su intento de dominar…, todo aquello que simplemente escondía su debilidad, que fue en suma quien la empujó a buscar que otro se hiciese cargo de su vida….
Y así, poco a poco, y sin apenas darte cuenta, empezaste a renunciar a tus propios deseos, pensamientos y criterios para adoptar los suyos. Tu libertad de elección, de decidir cómo y de qué forma querías organizar tu vida, dio paso a la esclavitud de las obligaciones, del permanente tener que…, de las renuncias, los sacrificios y las faltas de respeto hacia ti mismo. Todo ello generando una sensación interna de no valer, de no merecer, de que siempre es el otro más importante y que sus necesidades o sus intereses pasan por encima de los tuyos. Te convencieron y acrecentaste tu culpa.
Empezaste así un camino de tristeza y frustración. Te fuiste encogiendo, escondiéndote de ti mismo, auto-castigándote, y asumiendo cada vez más responsabilidades que no te pertenecían. Te hiciste cargo de su vida, y de muchas más, y abandonaste la tuya. La culpa siguió creciendo.
Entonces, y para librarte del sufrimiento de ese peso, pusiste todo tu empeño en cambiar al otro porque solo así, solo consiguiendo que él cambie, tu situación se normalizaría y podrías al fin liberarte. Pero no te estás dando cuenta de que lo único que persigues es que sea el otro el que te dé permiso para volar. Sigues encadenado, mirando tu vida desde un lugar inadecuado. No es la otra persona quien ha de darte el consentimiento para que seas tú; ¡eres tú mismo quien ha de hacerlo!
Puede que me digas: “Pero hacer siempre lo que quiero es egoísmo. Hay que sacrificarse por los demás”. ¡No! Sacrificarse es morir, dejar de ser quien eres. Hacer lo que sientes es tu verdad y tu único camino. Harás muchas cosas por otros y desearás hacerlas. Eso es amor, no sacrificio. Y las harás porque también te harán feliz, porque el amor que sientes, cuando te permites ser libre, hace que la felicidad de aquél a quien donas sea la tuya propia.
¿Cómo salir de este infernal circuito que mina tu autoestima, y que te va cargando cada vez con más y mayor peso?
Lo primero es detenerte, escucharte, dejarte sentir, quitarte la mochila y mirar lo que hay dentro. ¿Realmente es lo que piensas? ¿Es eso lo que tú deseas? ¿Es a ti a quien esa carga corresponde? Escucharte, comunicar contigo mismo es lo contrario a lo que has estado haciendo hasta ahora: huir de ti, esconder lo que sientes. El camino de la liberación pasa por subir cada uno de los escalones que has ido descendiendo.
Di adiós a lo que el otro puso sobre ti y mira tu vida desde tu propio punto de vista. Hazte responsable de tu vida, de tu felicidad, del cumplimiento de tus sueños. Tendrás que empezar a decir no, a pensar en ti, a respetarte, a enfrentar tus miedos, a devolverle al otro su vida que es a quien pertenece y a ocuparte de la tuya, que es la única que tienes. No le ayudas cuando llevas su carga. Al contrario. Lo que estás haciendo es debilitarle y debilitarte. Nadie gana; ambos os estáis perdiendo. Y por último comunica, dile que se acabó, devuélvele la mochila y libérate. Abandona el sufrimiento de ser, hacer o tener lo que no eres, lo que no deseas hacer y lo que no quieres tener. Tan simple como eso.
¡Tú puedes hacerlo!


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El ego: ese fiel e inseparable compañero de camino

1/10/2016

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Tan maltratado y condenado, el ego, ese fiel compañero de camino, sigue imperturbable a toda crítica su labor de protegernos. Él es esa voz que nos avisa, que nos llena de miedos e inseguridades, pero también la que trata de evitarnos posibles desastres y sufrimientos innecesarios. Muchos quieren destruirle, aunque quizás merezca nuestra gratitud por tantos desvelos, y por su inagotable persistencia y vigilancia. En realidad, el ego es como un perro guardián, siempre pendiente de prevenir desgracias y conflictos, tal y como corresponde a los datos que tiene guardados en sus archivos. No es más que un sofisticado ordenador personal cuyo trabajo consiste en registrar cada uno de los momentos difíciles que hemos ido atravesando a lo largo de nuestra vida, así como las consignas heredadas, también fruto de dolores, frustraciones, abandonos, heridas, humillaciones, fracasos, accidentes… ¿Cómo no va por tanto a estar alerta y a susurrarnos al oído su permanente cantinela de: “ten cuidado”, “no te fíes”, “hay un posible susto al doblar la esquina”, “esta persona puede abandonarte, mejor no empieces la relación”, etc. Por eso, por ser como la niñera que vela por nuestro bienestar, es por lo que hay que agradecerle su presencia, su memoria y sus cuidados.

Visto así, ¿cuál es el problema para que tantos y tantos deseen liquidarlo definitivamente? Pues simplemente que él es quien se cree el protagonista, el jefe, el verdadero yo. Y lo cree tan firmemente que ha llegado a convencernos de que él es yo, y viceversa. Creemos que somos esa falsa personalidad basada en el miedo, en el mío y en el de todos. Son tantos los años de convivencia y tanto su susurrar, que ya no oímos nuestra verdadera voz, sino siempre la suya atemorizándonos, cortándonos las alas para que no podamos volar libres, no permitiéndonos abrir nuevos caminos. Y, todo ello, con la mejor de las intenciones: la de protegernos.
Es importante que en ese diálogo interno en el que entablamos largas conversaciones con ese otro yo que sentimos dentro, sepamos reconocer quién es quién, y dar a cada uno el lugar que le corresponde. Agradecer al ego sus servicios, su fabulosa memoria que nunca se agota ni envejece es de obligado cumplimiento. No así permitirle erigirse en el yo que solo a cada uno corresponde ser. Saberse el observador, el que escucha las voces, el que puede cambiar las sintonías o apagarlas, el que toma las decisiones cada día no basadas en el miedo, sino en el entusiasmo, en el deseo de experimentar, de vivir, de crecer. Ese es el verdadero. Y ese es quien puede mantener la calma, incluso en medio de una tormenta. Porque el ser sabe, tiene claves que el ego desconoce. El ego tiene un tiempo limitado. El ser es eterno.
El ego es también el portador de las sombras. A él pertenecen las emociones de baja calidad, como el rencor, la soberbia, la ira, el desprecio, el egoísmo (perfecta palabra que lo define). Y esas sombras que arrastra tienen justificación, puesto que nacen de su miedo al rechazo y al fracaso, por eso debería inspirarnos ternura en lugar de desprecio. Él también puede ser educado o mejor aún, iluminado, transformado o transmutado. Es preciso acompañarle en la experiencia de que las cosas pueden hacerse de formas muy diferentes.
Hay que estar muy atentos para no dejarnos desplazar ni tampoco confundir al otro yo con su ego, pues el ego tiene la cualidad de despertar a sus homónimos con los que entablar sus batallas mientras los seres, arrinconados, enmudecen. Necesitamos poder reconocer, desde la neutralidad, quiénes somos y, a partir de ahí, recuperar el poder de dirigir nuestra vida. Y saber que siempre podemos formatear, limpiar, reconstruir archivos y borrar lo que ya no nos resulte de utilidad.
Este pequeño ente que nos habita tiene tanto miedo a ser humillado, a no ser amado, que se erige siempre en el portador de la verdad absoluta, y con ello, se convierte en el que juzga y condena, en el altivo soberbio que impone sus reglas. La soberbia es otro rostro del miedo, la otra cara de la humildad. El ego soberbio esconde su miedo a no ser suficiente, mientras que el humilde no necesita luchar para ser porque ya es. No necesita convencer a nadie porque comprende que cada uno llega a sí mismo por diferentes rutas y en diferentes momentos. La humildad no es ese valor que nos vendieron maquillado de renuncias, de pobreza de espíritu o de servilismo. La humildad es un alto estado de ser; es la inocencia, la pureza genuina del que se sabe completo en el amor a la diversidad, a la diferencia y al respeto.
La ira, otra emoción perteneciente al ego, se enciende cada vez que algo no sale como quiere, cuando alguien doblega sus intereses. A través de la ira trata de ocultar su inseguridad, su temor a ser vencido, por eso entabla cruentas batallas con otros egos por conquistar un poder que no le es inherente. Incapaz de crear, sometido como está a su mecanismo de reacción, necesita buscar aliados en los que apoyarse, otros egos que le den la razón y con los que establecer sus dogmas, sus “ismos”.
El yo verdadero no teme. Observa, mira, ve y entiende que el ataque recibido no le pertenece y, por tanto, deja que aquello pase y siga su camino sin que ni siquiera le toque. El ser tiene tal certeza de quien es, de cuál es su lugar, de cuáles sus responsabilidades y cuáles sus creaciones, que no necesita luchar para mostrarse, incluso prefiere no estar demasiado expuesto ante las opiniones, decisiones o emociones ajenas. El ser vive en su silencio interior, en el simple gozo de ser, de experimentar, de vivir. Consciente de sí mismo y consciente de su entorno ve lo que tiene delante y no pretende jamás modificarlo, ni pedir que le ofrezcan aquello de lo que el otro carece. No desea tampoco convencer ni forzar a cambiar a nadie. Enraizado en sí mismo, contempla, observa y ama.


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Los caminos del dolor

5/3/2015

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Le tenemos miedo al dolor, y por eso huimos. Cuando sentimos que irrumpe en nuestras vidas, cuando nos parece que ya nada es igual, que no estamos bien, es cuando buscamos ayuda, ya sea a través de libros, amigos, consejos, terapias, o pastillas que anestesien un dolor que no queremos experimentar. Y, sin embargo, es precisamente ese dolor quien, como el mejor de los maestros, llega en el momento preciso para empujarnos fuera de la zona de comodidad en la que nos habíamos instalado o, también, para sacarnos de esa caja cerrada y limitada en la que nos fueron metiendo nuestros padres, la educación recibida, la escuela, la cultura, las modas, las ideas imperantes…., etc.

Instalados en el centro del huracán, lo que queremos a toda costa es recuperar el estado que teníamos antes de este malestar que ahora nos ahoga. Pero, volver al punto anterior es impedir nuestro avance, porque el dolor llegó para indicarnos que estábamos transitando por lugares que ya no nos correspondían, y así, impulsarnos a buscar otros caminos. El dolor es como la fiebre: quema todo aquello que entró en el alma y que la está dañando. El sentimiento de estar perdidos es precisamente el que nos permite adentrarnos en esa situación para ver cuál es el cambio que nos está reclamando.

Estamos mal cuando tenemos que seguir el camino que otros han trazado para nosotros y que, al no ser el nuestro, nos produce un gran sufrimiento, pues es una especie de cárcel en la que quedamos atrapados sin apenas darnos cuenta, pero que poco a poco va minando nuestra energía vital, llevándonos a una suerte de apatía sin horizonte.

Somos seres creativos. Ello implica que tenemos que abrir nuestra propia senda, para lo cual, hemos de alejarnos de las historias de nuestros antepasados,  y sanar las heridas que, por ignorancia, nos han infligido. La familia es un foco de enfermedad o de salud. Si está enferma, contagia a todo el conjunto, transmitiendo su enfermedad que viene dada por unas determinadas formas de pensar, actuar y gestionar la vida. Algunos de sus miembros, que tienen una personalidad más fuerte, consiguen enfrentarse y superarla, pero otros más sensibles, si no encuentran la terapia o el terapeuta adecuado, pueden sucumbir. En cualquier caso, es gracias a la terapia, a un trabajo de consciencia o trabajo personal, que conseguimos modificar nuestra conducta y nuestra forma de enfocar la vida para poder acceder a ella desde un lugar mucho más genuino, más nuestro y, por tanto, más creativo.

La vida es como una gran función de teatro en la que cada cual es el protagonista. Y todos aquellos que confluyen en nuestra obra son personajes que vienen a plantearnos nuevos retos, nuevas formas de relación, de encuentro, de solucionar los problemas; por lo tanto, deberían ser bienvenidos. Las personas que más nos enseñan son, generalmente, las que más nos hacen sufrir, pues gracias a ellas vamos a sacar de los desvanes más ocultos de nuestro ser aquellas cualidades y capacidades que por desconocidas, dormían bajo el polvo del olvido.

El dolor es un gran aliado de nuestra sanación. Él es quien va a transformarnos, a sacudirnos sin compasión hasta que nos atrevamos a mirar dentro y a enfrentar todo eso que no somos. Nos invita a despojarnos de las vestiduras que no nos pertenecen, de las corazas y de las armaduras con las que tratamos de protegernos. Para salir de una situación de mucho sufrimiento hace falta valor, hace falta mirar el dolor, no evadirse, no tomar pastillas que nos adormezcan, ni pretender regresar al punto de partida porque eso es volver a unas actitudes que no son las que necesitamos en este momento. La vida nos va poniendo distintos retos según las capacidades que vamos adquiriendo, siempre con el objetivo de ayudarnos a seguir creciendo.

En vez de huir, podemos detenernos y ahondar en nuestras emociones. Ellas son el termómetro del alma, las que nos indican el camino. La tristeza quiere que miremos aquello que acogemos y que nos perjudica; el miedo lo que nos encoge, y nos insta a traspasarlo para encontrarnos con nuestro valor, con nuestra grandeza; el enojo nos permite enfrentarnos a lo que desde fuera nos daña para que con su potente energía, podamos alejarlo de nuestra vida. Ellas son quienes nos ayudan a modificar nuestro punto de vista, a cambiar el lugar desde el que nos ubicamos para vivir nuestra historia. Hemos de retomar la responsabilidad por nosotros mismos y no dejar nuestra vida en manos de otros. Nuestra vida es lo único que tenemos, lo más valioso. No podemos permitir que sean otros los que la dirijan, la pisoteen, o la dañen.

Avanzar implica también no embarrarnos buscando culpables. Nos han enseñado un mundo de víctimas y verdugos, pero los únicos verdugos somos nosotros mismos. ¿Dónde buscar el origen? Nuestros padres lo hicieron como pudieron. Seguramente los suyos lo gestionaron todavía peor, y así tendríamos que remontarnos a una infinita cadena de errores. No hay culpables. Solo existen seres que sufren por falta de amor, por ignorancia, venganza, miedo, incomprensión. Y cuando esta verdad se enciende en el corazón, cuando comprendemos que son precisamente esas personas que nos hicieron sufrir las que más nos han ayudado a descubrir nuestros valores, nuestras capacidades, nuestros talentos…, entonces la comprensión dará paso al agradecimiento, a la aceptación  y al amor.

AGRADECER todo lo que la vida nos brinda, todas las experiencias, el dolor que nos ayuda a crecer.

ACEPTAR lo que llega a nosotros, sin cuestionarlo, sabiendo que es precisamente eso lo que ahora necesitamos. Pretendemos controlar todo en nuestra vida. No queremos que nada se mueva, que no nos falle la pareja, ni el trabajo, ni los amigos, ni el dinero… Pero la vida es puro descontrol: vientos que arrasan, tormentas, fríos invernales, intensos calores, tsunamis, volcanes…, elementos que nos hacen movernos, que nos fuerzan a transformarnos. Morir para vivir. Si no morimos a lo viejo, nunca podremos alcanzar lo nuevo. Esta es la gran riqueza de la vida.

AMAR. El amor es lo contrario del miedo. El miedo nos bloquea, nos paraliza y nos impide ser quien verdaderamente somos. El amor es el que nos hace confiar y abrirnos,  el que nos mueve a buscarnos para encontrarnos, para descubrir quiénes somos. El amor une. El miedo separa. El amor es la medicina del alma, el que sana todas las heridas.

Buscamos el amor fuera, en los demás, cuando la única forma de sanarnos es amarnos a nosotros mismos. Y solo podemos hacerlo si nos aceptamos, si nos permitimos ser quienes somos, con nuestras grandezas y nuestras miserias. Somos únicos, irrepetibles e irremplazables. No podemos poner nuestra valoración en manos ajenas. Amarnos es sernos fieles, no traicionarnos metiéndonos en situaciones que nos dañan. Hay que dejar atrás a las personas que nos contaminan. Ahora tenemos la oportunidad de sanar las heridas y de crear nuestra propia historia a partir de nosotros mismos, y no de las herencias recibidas. La sanación consiste en romper la cadena de errores, en detenernos y ver que somos diferentes, que tenemos el poder de cambiar, de transmutar nuestro pasado, sin necesidad de repetir los modelos heredados.  Cortar la cadena es liberarnos y liberar al mismo tiempo a quienes nos sujetaron a ella, porque si no lo hacemos, enfermaremos también a nuestros hijos, ya que es como una terrible epidemia cuya única salvación está en el amor. Un amor que, ahora, solo cada uno puede darse a sí mismo.

Cuando empezamos a amarnos, cuando nos valoramos y dejamos de juzgar y de juzgarnos, podemos sentir la liberación que nos concede el perdón, porque el perdón aparece cuando comprendemos que todos aquellos que nos hicieron daño, han sido nuestros maestros, pues nos ayudaron a encontrar las fuerzas interiores para cortar con esas situaciones y poner los límites adecuados que nos permitieron recuperar la dignidad y el respeto que merecemos.

La vida es una aventura, y si caminamos por el sendero del amor, la gratitud y la aceptación, cada nueva prueba, cada nuevo dolor los miraremos de manera diferente porque sabremos que vienen para enseñarnos algo que nos permita quitarnos un velo más de los que aún ocultan muestro verdadero rostro. Es entonces cuando una felicidad serena se instalará dentro, porque la lucha por tener habrá dado paso al gozo de ser.

No vale con sentarnos a ver en la tele cómo viven otros, o a sumergirnos en realidades virtuales en lugar de permanecer en nuestra realidad y descubrir de qué somos capaces. Enfrentarnos a todos los retos, ampliar nuestras limitaciones, buscar dentro de nosotros todas las posibilidades que siempre han estado ahí,  y que solo pudimos encontrar gracias a las situaciones difíciles que fuimos capaces de atravesar. Hemos vivido enfundados, auto protegiéndonos, pero la vida nos pide salir a pecho abierto y descubrir, por el simple hecho de vivirla, que estamos llenos de tesoros escondidos.



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Navidad: luces y sombras

12/19/2014

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Imperturbable al desánimo y al rechazo de muchos, la navidad irrumpe de nuevo en las calles, supermercados y comercios para terminar exhausta en los hogares, vencida por el peso y el desánimo de aquellos que hace tiempo perdieron la frescura de la niñez.  

Todo su contenido profundo, su simbología y su aporte a nuestro devenir rítmico, acorde con la naturaleza, quedó desplazado a un último plano y erradicado de las mentes y corazones. 



Desprovista de su sentido esotérico, la navidad nos obliga a encajar en rituales vacíos, a aparentar felicidad cuando el alma se siente a menudo aislada e incomprendida, y a falsear la realidad haciendo que “todo está bien” en el seno de la familia, donde rencores, no aceptaciones y diferencias de puntos de vista permanecen creando separaciones que parecen irreconciliables.

Al desaparecer la magia, todo queda reducido al desbordante consumo: compras excesivas, gastos por encima de nuestras posibilidades, holocausto de animales criados solo para ser engullidos, comidas interminables, cuerpos maltratados por el abuso, regalos que no necesitamos, basuras con las que contribuimos a dañar nuestro ya agotado planeta….. Y al final, el vacío, el hastío, el deseo de que todo esto pase pronto y liberarnos de un teatro que no deseamos, pero que nos vemos obligados a interpretar.

Y, sin embargo, todo está ahí. Solo es preciso observar, contemplar y conectar con su famoso espíritu para poder captar el significado de cada rito.  

Diciembre es el encargado de cerrar un ciclo. El frío y la oscuridad se instalan a sus anchas despojando de vida a los árboles y plantas. Parece que todo murió, que el hielo consiguió acabar con la riqueza que embellecía nuestros campos. La noche acude temprana invitándonos a entrar en los reinos interiores, al calor del hogar, que no es otro que el corazón en el que experimentamos la vida. Y ahí, en el desolado paisaje sin hojas y sin frutos, somos nosotros quienes adornamos el Árbol de la Vida, de nuestra vida, llenándolo de luces y brillantes bolas que son los frutos interiores que hemos ido cosechando a lo largo del año en sus vivientes ciclos. Somos naturaleza, pero naturaleza libre y consciente y, por ello, tenemos el poder de crear luz en la sombra, brillo en la oscuridad,  calor en el frío, amor en la soledad.

Y bajo ese mismo árbol de nuestra cosecha, colocamos los regalos con los que obsequiamos a nuestros seres queridos como símbolo de ese amor que deseamos entregarles, y que representan también las riquezas que hemos generado a lo largo de todo ese proceso que ahora culmina. Estamos ofreciendo sabiduría, comprensión, perdón, apertura, amor…

Nuestro árbol florece en medio de un paisaje vacío y silencioso. Porque solo en el vacío y en el silencio puede brotar lo nuevo.

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El nacimiento es otro de los grandes símbolos de la navidad. Nos recuerda nuestro origen y nuestro destino.

Un niño nace en una cueva, en la oscuridad de la noche, y la ilumina con su luz. Es la misma luz interior que llena de vida el árbol a pesar de la muerte aparente que reina en lo exterior. La cueva, como el gran útero cósmico en el que todos hemos sido gestados y cuyo umbral hemos de pasar para adentrarnos en la experiencia terrenal. A su lado, un hombre y una mujer (lo masculino y femenino) unidos para dar a luz a este nuevo ser que ya trae en sí mismo plenamente desarrollados los dos principios en su esencia. Esto significa el fin de la polaridad, de la lucha de géneros, del matrimonio cósmico en el que cada ser está completo en sí mismo.

El niño es nuestra verdadera esencia de absoluta pureza, creatividad, potencialidad y consciencia. Un niño que duerme en lo profundo y que ha de “nacer” en nosotros, al que hemos de despertar de su largo sueño para poder recuperar nuestra grandeza y poder creador olvidado a lo largo de nuestro discurrir terrestre. Un nacimiento que invita al renacer de la conciencia y luz interior opacada por las dificultades con las que hemos tenido que enfrentarnos, y que ahora triunfa en medio de la noche más profunda, irradiando tanto destello que otros seres vienen a visitarnos para compartir lo creado. Pastores y reyes, universos polares unificados ante aquel que disuelve los contrarios porque representa el origen, la fuente, la unidad.

Es hora de compartir con los demás lo que hemos generado: los logros, los retos vencidos, los miedos superados, los egos acallados y sublimados. Y también de que cada uno muestre su luz para que podamos disfrutar de la belleza que nos es propia. Estos son los verdaderos regalos. No es tiempo de disputas. La navidad nos ofrece una nueva oportunidad de resolver esos conflictos que pertenecen al ego. Así, nos invita a ponernos nuestras mejores galas para ir al encuentro de los niños de luz, de inocencia y de pura potencialidad que viven en cada ser. Es el momento de dejar el ego, de terminar su eterna lucha de competitividad, y de tratar de encontrarse desde el corazón en todo aquello que nos une. Él es quien nos separa, nos distancia y establece los juicios, las diferencias, los rechazos y las condenas.

Venimos todos de la misma fuente pero vestimos ropajes diferentes. Y eso es lo que crea la belleza, el tapiz cósmico, la sinfonía de la vida.

Al igual que se reúnen los reyes y los pastores alrededor del niño, así nosotros nos encontramos para que cada uno pueda conectarse, dar a luz y expresar ese niño divino que lleva dentro, apaciguando, calmando y transmutando las vivencias del ego, para lograr esa unidad que somos y que hemos olvidado con el discurrir de los dolores y las heridas recibidas en el camino.

“Si no sois como niños, no podréis entrar en el Reino de los Cielos”.




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Saliendo de la cárcel de mis creencias

6/10/2014

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Venimos a este mundo plenos de inocencia, de maravillosa y total apertura basada en la confianza y el amor, con multitud de talentos e infinitas posibilidades, dispuestos a crear, a  transformar y poner en movimiento la energía de vida que somos y que quiere expresarse para seguir mejorando este espacio de experiencia que es la tierra. Sin embargo, la pureza genuina se ve pronto eclipsada por un espeso velo, hecho de viejos elementos, tras el que la auténtica identidad va desapareciendo. 

Sin apenas darnos cuenta, empezamos a cargar sobre nuestras espaldas una pesada mochila que va llenándose de contenidos que ni siquiera nos pertenecen: ideas que provienen de nuestra cultura, educación, cadena de antepasados, etc. En ella acarreamos también la visión de la propia personalidad, ese formato final elaborado a partir de múltiples elementos (muchos de ellos provenientes de evaluaciones que nuestros padres o maestros hicieron de nosotros) con el que nos identificamos hasta el punto de creer que eso es lo que somos, y en el que nos sentimos finalmente individualizados y, por tanto, separados del resto. Esta falsa idea es otra cárcel más que nos aleja de manera dramática de nuestra verdadera y genuina esencia, limitando así las propias potencialidades.

Con el discurrir del tiempo, ese velo, que ya es casi una potente coraza, guarda y protege todas las viejas ideas que hemos ido almacenando, y que ahora consideramos “nuestras creencias”, las cuales van a condicionar los actos, decisiones, juicios, formas de pensar, de percibir el mundo, a los demás y a nosotros mismos. Este “programa” nos sitúa muy lejos de la libertad que ansiamos, ya que nos hace ir en la dirección equivocada. La energía viva y fluyente que somos queda oculta tras las densas capas que nos impiden extraer de nuestra fuente aquellos talentos que han ido quedando enterrados en la misma medida en la que fueron solidificándose las creencias que ahora no nos permiten manifestarnos como quien verdaderamente somos.

El peso y el engaño son tan grandes, que empezamos a sentir que no valemos, que no somos capaces. Tememos no poder superar los retos del camino y, cansados por la carga que arrastramos, nos hacemos a un lado mirando con envidia a aquellos que nos van adelantando y a los que consideramos mejores. El miedo, instalado como un nuevo motor, dirige nuestra existencia. A él nos aferramos como si fuese el bastón en el que apoyarnos, el muro tras el que ocultarnos, sin ser conscientes de que es justamente el propio miedo quien nos corta las alas y nos impide volar.

Y ese miedo a mirar hacia dentro, a traspasar los vacíos, los límites, las heridas, la fragilidad que presentimos, es quien nos lleva en pos de los “ismos” buscando en ellos un refugio donde sentirnos seguros. Así, éstos se convierten en banderas que, alguien a quien otorgamos poder, ondea en el viento marcando nuestros pasos. Cualquier sistema de creencias es una jaula tras cuyos barrotes anulamos la libertad. El poder personal, que solo a cada uno pertenece, lo entregamos gustosos al jefe, al gurú, al sacerdote, al líder que enarbola y adoctrina. De cada uno de estos sistemas, todos ellos excluyentes y considerados los únicos y verdaderos, surgen las guerras, los desencuentros, los odios, los rechazos, las imposiciones, la violencia y el desamor.

Creemos superar el miedo al cobijarnos en un determinado sistema de pensamiento en el que encontramos los datos estables que alejan nuestras incertidumbres, procurándonos una cierta tranquilidad, a pesar de condicionar y controlar nuestra existencia. El miedo a lo desconocido, a no saber, el miedo a la apertura del corazón, a dejar que la vida fluya ante mí e irme acoplando en ella en lugar de ponerme yo por delante intentando que las piezas encajen según el sistema. En base a este miedo, nos vamos encerrando, encadenando y separando unos de otros haciendo nuestra particular apología sin darnos cuenta de estar atrapados en la cárcel en la que voluntariamente nos hemos instalado.

El amor une, abre, expande. El miedo separa, cierra, contrae, asfixia. La apertura de pensamiento, la apertura del corazón une, liga, empatiza, se compadece. El cierre de la capacidad de pensar que se deja contener en un solo sistema, en un único modo de enfocar la vida, es una fuente de permanente separación y discordia. 

Entonces, ¿cuál es la salida? ¿Cómo hacer para reencontrarnos?

Tendremos que adentrarnos en nuestras profundidades y buscar todo aquello que nos es ajeno, y que, si lo dejamos expresarse, nos dirá que no nos pertenece, pues forma parte de las herencias antiguas de ese pasado que pretende dominar y aplastar nuestro presente.

Podemos tomar una a una las creencias que hasta hoy nos han condicionado, y volver a mirarlas bajo el tamiz de una gran profundización meditativa. Y con cada uno de esos principios que afirmamos con fuerza ante otros como siendo nuestros, preguntarnos: ¿Esto resuena en mí? ¿A dónde me conduce esta idea? ¿Me lleva en la dirección que deseo? ¿Me hace sentir bien? ¿Me produce felicidad? ¿Me ayuda a entenderme mejor con mis compañeros de camino?

La libertad del corazón es el preciado resultado de un trabajo que puede ser largo o no, dependiendo de la coraza que cada uno lleve puesta, y del aplastamiento que haya vivido cargando con todo ese peso, pero la libertad es la luz al final de un camino que merece la pena recorrer. Entonces podremos descubrir el presente, el instante mágico en el que verdaderamente existimos, y donde ocurre el milagro. Todo lo demás son películas acumuladas en nuestra mente que nos llegan del pasado, condicionando nuestro futuro. Ahí no estamos viviendo. Sólo nos hemos puesto de forma pasiva a mirar esas imágenes que ya fueron, que ya no tienen vida. Ser libres es dejarse guiar por el corazón, por la intuición, y estar bien despiertos y presentes en cada instante. Es el punto en el que podemos conectar con nuestro ser verdadero y dejar, en un poderoso espacio de silencio, que él nos lleve de la mano.

Y a partir de ese momento, en un abandono absoluto de lucha, rescataremos el valor de abrirnos al vacío, a la nada, dejándonos fluir permanentemente en los brazos de la vida, disfrutando cada instante y confiando desde lo más profundo en nuestro guía interno, quien siempre nos conduce hacia las experiencias que nos van enriqueciendo. Entonces, en ese estado de abandono y confianza, iremos explorando y sacando a la luz aquellos dones que trajimos con nosotros y con los que podremos colorear y transformar nuestra experiencia personal, así como al mundo que conforma nuestro universo. ¡Esa será nuestra preciosa herencia!

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La aventura de vivir

3/8/2011

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Vivir no siempre es fácil. De hecho, casi nunca lo es. Apenas salimos de los vapores de la inocencia esencial, ya nos vemos inmersos en un mundo hostil, competitivo, en el que no nos sentimos acogidos, protegidos y amados por lo que somos, sino en el que tenemos que luchar para hacernos un hueco, para demostrar nuestra valía, siempre puesta en cuestión.

Nuestros padres forman un eslabón más de una larga cadena de generaciones en la que todos han intentado sobrevivir, a pesar de las dificultades, y no siempre de la mejor manera. Este movimiento de nuestras raíces repercute en nosotros y se graba como una profunda huella en nuestras células. Así, el miedo empieza a gestarse en cada corazón, y la armadura a forjarse y a hacerse más y más sólida y gruesa para sentirnos protegidos en su interior. Lo que no vemos es que ese escudo es una ilusión puesto que a quien más daña es a aquél que vive aprisionado dentro, en una oscuridad que se hace mayor cada día. 

La aspiración de todo ser humano es ser amado. Y ser amado es simplemente saberse acogido, aceptado, valorado y querido precisamente por todo aquello que le hace diferente de los demás, y, por tanto, único. Obviamente, salvo en maravillosas excepciones, esto no es lo más corriente, y por ello, ya desde pequeños nos vemos obligados a luchar por ser más y mejor que los demás y así ganarnos el aprecio y la admiración de todos. Pronto, nos damos cuenta que ese es el juego que está montado en la tierra y que para triunfar en ella hay que ser un jugador no sólo bueno sino excelente. 

Y en medio de esta encrucijada, tendremos que optar, en función de las dificultades que encontremos,  por diversos caminos.

El más común, y aparentemente sencillo de recorrer, es aquel que nos invita a adaptarnos, a amoldarnos a los patrones sociales, culturales y familiares con el fin de no morir en el intento de la aventura que es vivir. Al elegir esta alternativa, aceptaremos, casi sin rechistar, las consignas del entorno que iremos haciendo nuestras, sin cuestionarnos si este es en verdad nuestro camino, acaso el único, o simplemente sólo la mejor opción. Y en el podemos llegar a triunfar, aún a costa de no lograr conciliar el sueño, o de perder uno a uno los ideales de juventud (si es que los tuvimos). Puede que por entonces, un cierto cinismo, fruto de la desazón interior, del eco de un dolor desconocido, nos lleve a pensar que aquellos no eran más que estúpido romanticismo y que la realidad es otra, que el mundo es así y, por tanto, lo que hay que hacer es luchar con sus mismas armas. Este camino puede proporcionar éxito, dinero, posición social, etc., pero en su recorrido la persona se ha ido perdiendo a sí misma sin ni siquiera ser consciente de ello. A fin de cuentas, tiene otras armas químicas que le ayudan cuando la ansiedad aprieta y no la deja conciliar el sueño. Con las pastillas parece que su agitado mar consigue calmarse.

Otro camino, también muy transitado, y en los que las depresiones crecen de manera exponencial como una gigantesca plaga, se viste de desamparo, miedo, desesperanza y pérdida de confianza. La persona, cargada con una pesada mochila, avanza lentamente mientras se lamenta de su mala fortuna. Es la senda de las víctimas, de aquellos que no asumen su propia responsabilidad y van echando las culpas de sus fracasos al mundo exterior, al trabajo, a los demás. Sus sueños se desvanecen, y así, las ganas de tirar la toalla y de renunciar a quien genuinamente son, no se hacen esperar. Y es que realmente, cuando se llega a ese estadio, uno ya no sabe quién verdaderamente es. Más bien siente el fracaso de no haber sabido amoldarse, de no haber logrado, en la feroz batalla de la competición, el anhelado triunfo.

Muchos son los vericuetos que el río de nuestra vida puede adoptar en su recorrido hacia el mar, y éstos dependerán de las experiencias pasadas, de las heridas no curadas, y de lo lejos que nos hallemos de nosotros mismos: único hogar en el que podemos sentirnos verdaderamente en paz y armonía.


Si gracias a algún escollo demasiado complicado nos paramos un momento a descansar para recobrar el aliento, y aprovechamos para mirar muy atentamente, podremos ver que entre el laberinto que forman todas las posibilidades, todos los brazos del río, hay uno que no invita demasiado porque parece muy estrecho y sinuoso. Es aquél por entre cuyas espinas y recovecos se adentran los valientes, los que no renuncian a su esencia; aquellos que desean librarse de sus henchidas mochilas llenas de piedras que no les corresponden y que están dispuestos a deshacerse de los miles de nudos en los que se han ido enredando; los que deciden curar sus heridas y adentrarse en el viaje hacia el descubrimiento de su verdadera esencia. Lo suelen llamar camino de autodesarrollo. Yo prefiero definirlo como auto descubrimiento. Porque en realidad, no hay nada que desarrollar, nada que aprender. En nuestra esencia somos sencillamente perfectos. Es nuestra mente quien nos tejió la vestidura que llevamos (la personalidad o el ego), pero eso no es lo que en verdad somos. Por eso es más bien un camino en el que hay que ir soltando el lastre, despojándose de vestiduras que no nos corresponden. En su recorrido podemos desaprender  lo incorrectamente aprendido. Y aunque al principio asusta, luego es hermoso de recorrer porque según avanzamos nos vamos sintiendo más ligeros, recuperando la energía genuina que fuimos desperdigando en nuestra andadura según nos íbamos alejando más y más de nuestro centro.  

Y por fin la liberación, la plenitud, la felicidad de saberse en casa, acogido, protegido, acompañado y amado por la persona que más puede hacer por nosotros: Uno mismo. 















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    Autora

    Sofía Pereira

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    Relaciones De Pareja

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