Imperturbable al desánimo y al rechazo de muchos, la navidad irrumpe de nuevo en las calles, supermercados y comercios para terminar exhausta en los hogares, vencida por el peso y el desánimo de aquellos que hace tiempo perdieron la frescura de la niñez.
Todo su contenido profundo, su simbología y su aporte a nuestro devenir rítmico, acorde con la naturaleza, quedó desplazado a un último plano y erradicado de las mentes y corazones.
Desprovista de su sentido esotérico, la navidad nos obliga a encajar en rituales vacíos, a aparentar felicidad cuando el alma se siente a menudo aislada e incomprendida, y a falsear la realidad haciendo que “todo está bien” en el seno de la familia, donde rencores, no aceptaciones y diferencias de puntos de vista permanecen creando separaciones que parecen irreconciliables.
Al desaparecer la magia, todo queda reducido al desbordante consumo: compras excesivas, gastos por encima de nuestras posibilidades, holocausto de animales criados solo para ser engullidos, comidas interminables, cuerpos maltratados por el abuso, regalos que no necesitamos, basuras con las que contribuimos a dañar nuestro ya agotado planeta….. Y al final, el vacío, el hastío, el deseo de que todo esto pase pronto y liberarnos de un teatro que no deseamos, pero que nos vemos obligados a interpretar.
Y, sin embargo, todo está ahí. Solo es preciso observar, contemplar y conectar con su famoso espíritu para poder captar el significado de cada rito.
Diciembre es el encargado de cerrar un ciclo. El frío y la oscuridad se instalan a sus anchas despojando de vida a los árboles y plantas. Parece que todo murió, que el hielo consiguió acabar con la riqueza que embellecía nuestros campos. La noche acude temprana invitándonos a entrar en los reinos interiores, al calor del hogar, que no es otro que el corazón en el que experimentamos la vida. Y ahí, en el desolado paisaje sin hojas y sin frutos, somos nosotros quienes adornamos el Árbol de la Vida, de nuestra vida, llenándolo de luces y brillantes bolas que son los frutos interiores que hemos ido cosechando a lo largo del año en sus vivientes ciclos. Somos naturaleza, pero naturaleza libre y consciente y, por ello, tenemos el poder de crear luz en la sombra, brillo en la oscuridad, calor en el frío, amor en la soledad.
Y bajo ese mismo árbol de nuestra cosecha, colocamos los regalos con los que obsequiamos a nuestros seres queridos como símbolo de ese amor que deseamos entregarles, y que representan también las riquezas que hemos generado a lo largo de todo ese proceso que ahora culmina. Estamos ofreciendo sabiduría, comprensión, perdón, apertura, amor…
Nuestro árbol florece en medio de un paisaje vacío y silencioso. Porque solo en el vacío y en el silencio puede brotar lo nuevo.
Un niño nace en una cueva, en la oscuridad de la noche, y la ilumina con su luz. Es la misma luz interior que llena de vida el árbol a pesar de la muerte aparente que reina en lo exterior. La cueva, como el gran útero cósmico en el que todos hemos sido gestados y cuyo umbral hemos de pasar para adentrarnos en la experiencia terrenal. A su lado, un hombre y una mujer (lo masculino y femenino) unidos para dar a luz a este nuevo ser que ya trae en sí mismo plenamente desarrollados los dos principios en su esencia. Esto significa el fin de la polaridad, de la lucha de géneros, del matrimonio cósmico en el que cada ser está completo en sí mismo.
El niño es nuestra verdadera esencia de absoluta pureza, creatividad, potencialidad y consciencia. Un niño que duerme en lo profundo y que ha de “nacer” en nosotros, al que hemos de despertar de su largo sueño para poder recuperar nuestra grandeza y poder creador olvidado a lo largo de nuestro discurrir terrestre. Un nacimiento que invita al renacer de la conciencia y luz interior opacada por las dificultades con las que hemos tenido que enfrentarnos, y que ahora triunfa en medio de la noche más profunda, irradiando tanto destello que otros seres vienen a visitarnos para compartir lo creado. Pastores y reyes, universos polares unificados ante aquel que disuelve los contrarios porque representa el origen, la fuente, la unidad.
Es hora de compartir con los demás lo que hemos generado: los logros, los retos vencidos, los miedos superados, los egos acallados y sublimados. Y también de que cada uno muestre su luz para que podamos disfrutar de la belleza que nos es propia. Estos son los verdaderos regalos. No es tiempo de disputas. La navidad nos ofrece una nueva oportunidad de resolver esos conflictos que pertenecen al ego. Así, nos invita a ponernos nuestras mejores galas para ir al encuentro de los niños de luz, de inocencia y de pura potencialidad que viven en cada ser. Es el momento de dejar el ego, de terminar su eterna lucha de competitividad, y de tratar de encontrarse desde el corazón en todo aquello que nos une. Él es quien nos separa, nos distancia y establece los juicios, las diferencias, los rechazos y las condenas.
Venimos todos de la misma fuente pero vestimos ropajes diferentes. Y eso es lo que crea la belleza, el tapiz cósmico, la sinfonía de la vida.
Al igual que se reúnen los reyes y los pastores alrededor del niño, así nosotros nos encontramos para que cada uno pueda conectarse, dar a luz y expresar ese niño divino que lleva dentro, apaciguando, calmando y transmutando las vivencias del ego, para lograr esa unidad que somos y que hemos olvidado con el discurrir de los dolores y las heridas recibidas en el camino.
“Si no sois como niños, no podréis entrar en el Reino de los Cielos”.