El enojo y sus diversos sinónimos: enfado, rabia, ira, odio, es una de las emociones más desprestigiadas, sobre todo en algunos ambientes espirituales, que inciden en el perdón, antes de haber podido liberar esta energía que permanece retenida.
Sin embargo, todas las emociones son perfectas. Ellas son el lenguaje del alma, las que nos permiten saber lo que vive en nuestro interior, aportándonos la consciencia de si lo que estamos atrayendo a nuestra vida nos beneficia o nos daña. Venimos equipados con un maravilloso abanico emocional, un sistema perfecto de supervivencia y autoconocimiento que nos ayuda a superar y traspasar los límites heredados.
Las emociones son energía, y vibran en diferentes frecuencias, de ahí que suelan clasificarse como positivas o negativas según su nivel vibratorio. Pero cada una tiene su razón de ser, y dejándolas expresarse podremos saber cómo nos encontramos en cada momento y qué es lo que podemos hacer para mejorar nuestro estado. Son como estaciones en el camino de la vida, Nos muestran la mejor ruta a seguir para lograr aquello que deseamos.
La tristeza, por ejemplo, nos advierte de algo que nos hace sentir mal, que reduce considerablemente nuestra energía de vida. Suele venir acompañada de pérdidas (personas queridas, situaciones, trabajo, pareja…), pero también puede indicarnos que no nos sentimos bien en la vida que estamos protagonizando: maltratos en la pareja, un trabajo inadecuado, una familia que nos aprisiona… Nos ayuda a entenderlo, liberarlo y cambiarlo.
El miedo nos pone en guardia y nos prepara para huir o para enfrentar un peligro, pero también nos bloquea, cerrándonos a la posibilidad de encontrar salidas a la situación que nos agobia, experimentando una especie de parálisis energética.
El enojo, por el contrario, es una energía muy poderosa. Dispara sus alarmas, como sistema de defensa, provocando un fuego interno que busca quemar y deshacerse del daño que estamos recibiendo y que nos impide avanzar libremente. Gracias a esta afluencia energética, a este gesto que nos separa, podemos situarnos en nuestro centro y rechazar y poner límites a todo aquello que desde fuera pretende dañarnos, reducirnos, invadirnos y, en definitiva, alejarnos de nosotros mismos. Nos marca un camino nuevo y nos provee de las fuerzas precisas para poder iniciarlo.
Todo protocolo de crecimiento y despertar, comienza y termina por amarse a uno mismo. Ese es el objetivo. Pero para poder amarme, necesito hacerme consciente de en qué mundo estoy, con qué energías me relaciono y cómo reacciono ante esas energías. No estoy solo en esa danza. Tengo que ver qué tipo de energía mueven los demás, cómo me llega, cómo me manipula o alimenta, y cómo hace que me expanda y crezca o que me encoja y me pierda el respeto. Perderse el respeto es dejar de amarse. El camino, por tanto, pasa por la consciencia. Soltar mi rabia violentamente hacia el otro, culparle, llenarle de reproches o agredirle, puede servirme un tiempo para descargar esa emoción tan fuerte que me quema por dentro, pero es un arma de doble filo. Cuando me dejo llevar por esa poderosa energía para destruir al otro, ésta se comporta como un bumerán, golpeándome de vuelta aún con mayor fuerza, y así, el objetivo de esa energía que viene como ayuda para que pueda cambiar algo en mí, se vuelve en contra, acabando en una batalla de la que todos salimos heridos.
El camino no es soltar la rabia contra la otra persona. Ese momento me pide pararme, respirar, sentir profundamente el fuego interno y ver qué es lo que ha producido semejante tormenta en mi interior. La forma de liberar ese fuego es escucharlo, vivirlo en toda su intensidad y mirarme después en su espejo para descubrir mi responsabilidad: ¿Qué fue lo que lo provocó? ¿Qué es lo que yo dejé de hacer, de decir, de manifestar? ¿Con qué estuve de acuerdo en unirme y que luego se volvió en mi contra? ¿No fui yo mismo quien lo atrajo a mi vida? ¿Qué es lo que tengo que cambiar?
No soy mejor ni peor cuando siento ira. No soy más espiritual cuando la suprimo y la arrincono sin permitir que se libere, sino todo lo contrario. Lo que hago al rechazarla es acumularla dentro de mi alma y de mi cuerpo creando una inmensa bola que más tarde o más temprano acabará explosionándome dentro y provocándome alguna enfermedad. Sentirla, observarla, ver por dónde camina en mi corazón y en mi cuerpo, hablar con ella, escuchar lo que tiene que comunicarme, agradecerle su presencia y dejar que su verdad me penetre. Entonces se irá, pues habrá cumplido su cometido, y podré sentir paz y ver con claridad qué es lo que tengo que hacer en esa situación concreta que me produjo el enojo. Me daré cuenta de que no se trata de cambiar al otro, sino de cambiar algo en mí mismo, de retomar el control de mi vida y decidir qué quiero que entre en ella como experiencia, y qué es lo que necesito sacar, modificar, cambiar.
Criticar es el resultado de una rabia, de un dolor recibido que no sé identificar ni, por tanto, gestionar. La crítica muestra también mi incapacidad para comunicarme a mí mismo aquello que me daña y que no soy capaz de expresar hacia el sujeto o situación que lo provocó. Al no ser consciente, al no hacerme responsable de todo cuánto me ocurre, producto de las decisiones que voy tomando en el camino de la vida, me es más fácil volcar las culpas en los demás, en aquellos actores que irrumpen en el escenario de mi historia y que actúan como espejos en los que, si miro con atención, puedo ver todas las reformas y cambios que necesita mi guion para ser mejorado. Para que la rabia pueda diluirse, he de asumir aquello que proyecto y que quiero modificar. La crítica brota de mi falta de responsabilidad y amor hacia mí mismo. Es la excusa que utilizo para no cambiar, para no afrontar el problema. Cuando critico, dejo de ser el que dirige mi vida y le doy el poder a los demás. Al hacerles culpables, son ellos quienes crean mi felicidad o sufrimiento. Me sitúo así en una posición de victimismo y de bloqueo que mantendrá viva justamente la situación que rechazo.
Vivir el enojo me conduce a decidir: “ya no acepto esto más”, y a actuar en consecuencia. La mejor opción es comunicarlo. Y si cuando expreso de corazón a alguien, que ciertas cosas que hace o dice no me gustan y me hacen daño, no lo escucha, no lo recibe y su respuesta es negarlo, darle la vuelta y concluir que el problema está en mí…, pues ya puedo saber también qué energía tengo enfrente; una energía que me resulta dañina y de la cual he de defenderme apartándome, para hacerle entender, con otro tipo de lenguaje, que no estoy dispuesto a aceptar ese flujo que viene hacia mí y que considero negativo.
Me hago consciente, por tanto, de las energías con las que me rodeo, porque si acepto aquellas que me dañan, - aunque vengan de manera inconsciente por parte del que las emite -, que van contra mi propia supervivencia, bienestar, felicidad y expansión del alma, entonces el universo me va a traer más y más de lo mismo, no como un castigo, sino como una nueva oportunidad de liberarme. Por eso es tan importante, como primer paso, detectar aquello que me impide ser; y una vez que lo he reconocido, expresado, manifestado y aprendido a poner límites, es cuando me rodeo de amor, porque el amor hay que crearlo.
El amor incondicional es la esencia del ser, nace desde esa fuente, del despertar espiritual, pero no surge desde la mera humanidad. Soy un ser espiritual viviendo una experiencia humana en un universo material, y he venido aquí a aprender justamente, a partir de las emociones, del movimiento de las energías, de los flujos que muevo y los flujos que atraigo, desde la separación de la dualidad hasta llegar nuevamente a la unidad, al amor genuino que soy y siempre fui. Entonces ya no me hará falta el enojo, ni el resto de las emociones, pues viviré centrado en el ser, en la serenidad de la Presencia. Es mejor dejar que el proceso fluya a mi propio ritmo, sin saltar etapas, sin pretender llegar al final del camino sin haberlo siquiera recorrido. Tampoco será necesario el perdón, porque dará paso a la gratitud, fruto de la comprensión de que aquellos que me hicieron daño fueron mis mejores maestros, los que me impulsaron para salir de mis límites y avanzar hacia mi grandeza.
Sin embargo, todas las emociones son perfectas. Ellas son el lenguaje del alma, las que nos permiten saber lo que vive en nuestro interior, aportándonos la consciencia de si lo que estamos atrayendo a nuestra vida nos beneficia o nos daña. Venimos equipados con un maravilloso abanico emocional, un sistema perfecto de supervivencia y autoconocimiento que nos ayuda a superar y traspasar los límites heredados.
Las emociones son energía, y vibran en diferentes frecuencias, de ahí que suelan clasificarse como positivas o negativas según su nivel vibratorio. Pero cada una tiene su razón de ser, y dejándolas expresarse podremos saber cómo nos encontramos en cada momento y qué es lo que podemos hacer para mejorar nuestro estado. Son como estaciones en el camino de la vida, Nos muestran la mejor ruta a seguir para lograr aquello que deseamos.
La tristeza, por ejemplo, nos advierte de algo que nos hace sentir mal, que reduce considerablemente nuestra energía de vida. Suele venir acompañada de pérdidas (personas queridas, situaciones, trabajo, pareja…), pero también puede indicarnos que no nos sentimos bien en la vida que estamos protagonizando: maltratos en la pareja, un trabajo inadecuado, una familia que nos aprisiona… Nos ayuda a entenderlo, liberarlo y cambiarlo.
El miedo nos pone en guardia y nos prepara para huir o para enfrentar un peligro, pero también nos bloquea, cerrándonos a la posibilidad de encontrar salidas a la situación que nos agobia, experimentando una especie de parálisis energética.
El enojo, por el contrario, es una energía muy poderosa. Dispara sus alarmas, como sistema de defensa, provocando un fuego interno que busca quemar y deshacerse del daño que estamos recibiendo y que nos impide avanzar libremente. Gracias a esta afluencia energética, a este gesto que nos separa, podemos situarnos en nuestro centro y rechazar y poner límites a todo aquello que desde fuera pretende dañarnos, reducirnos, invadirnos y, en definitiva, alejarnos de nosotros mismos. Nos marca un camino nuevo y nos provee de las fuerzas precisas para poder iniciarlo.
Todo protocolo de crecimiento y despertar, comienza y termina por amarse a uno mismo. Ese es el objetivo. Pero para poder amarme, necesito hacerme consciente de en qué mundo estoy, con qué energías me relaciono y cómo reacciono ante esas energías. No estoy solo en esa danza. Tengo que ver qué tipo de energía mueven los demás, cómo me llega, cómo me manipula o alimenta, y cómo hace que me expanda y crezca o que me encoja y me pierda el respeto. Perderse el respeto es dejar de amarse. El camino, por tanto, pasa por la consciencia. Soltar mi rabia violentamente hacia el otro, culparle, llenarle de reproches o agredirle, puede servirme un tiempo para descargar esa emoción tan fuerte que me quema por dentro, pero es un arma de doble filo. Cuando me dejo llevar por esa poderosa energía para destruir al otro, ésta se comporta como un bumerán, golpeándome de vuelta aún con mayor fuerza, y así, el objetivo de esa energía que viene como ayuda para que pueda cambiar algo en mí, se vuelve en contra, acabando en una batalla de la que todos salimos heridos.
El camino no es soltar la rabia contra la otra persona. Ese momento me pide pararme, respirar, sentir profundamente el fuego interno y ver qué es lo que ha producido semejante tormenta en mi interior. La forma de liberar ese fuego es escucharlo, vivirlo en toda su intensidad y mirarme después en su espejo para descubrir mi responsabilidad: ¿Qué fue lo que lo provocó? ¿Qué es lo que yo dejé de hacer, de decir, de manifestar? ¿Con qué estuve de acuerdo en unirme y que luego se volvió en mi contra? ¿No fui yo mismo quien lo atrajo a mi vida? ¿Qué es lo que tengo que cambiar?
No soy mejor ni peor cuando siento ira. No soy más espiritual cuando la suprimo y la arrincono sin permitir que se libere, sino todo lo contrario. Lo que hago al rechazarla es acumularla dentro de mi alma y de mi cuerpo creando una inmensa bola que más tarde o más temprano acabará explosionándome dentro y provocándome alguna enfermedad. Sentirla, observarla, ver por dónde camina en mi corazón y en mi cuerpo, hablar con ella, escuchar lo que tiene que comunicarme, agradecerle su presencia y dejar que su verdad me penetre. Entonces se irá, pues habrá cumplido su cometido, y podré sentir paz y ver con claridad qué es lo que tengo que hacer en esa situación concreta que me produjo el enojo. Me daré cuenta de que no se trata de cambiar al otro, sino de cambiar algo en mí mismo, de retomar el control de mi vida y decidir qué quiero que entre en ella como experiencia, y qué es lo que necesito sacar, modificar, cambiar.
Criticar es el resultado de una rabia, de un dolor recibido que no sé identificar ni, por tanto, gestionar. La crítica muestra también mi incapacidad para comunicarme a mí mismo aquello que me daña y que no soy capaz de expresar hacia el sujeto o situación que lo provocó. Al no ser consciente, al no hacerme responsable de todo cuánto me ocurre, producto de las decisiones que voy tomando en el camino de la vida, me es más fácil volcar las culpas en los demás, en aquellos actores que irrumpen en el escenario de mi historia y que actúan como espejos en los que, si miro con atención, puedo ver todas las reformas y cambios que necesita mi guion para ser mejorado. Para que la rabia pueda diluirse, he de asumir aquello que proyecto y que quiero modificar. La crítica brota de mi falta de responsabilidad y amor hacia mí mismo. Es la excusa que utilizo para no cambiar, para no afrontar el problema. Cuando critico, dejo de ser el que dirige mi vida y le doy el poder a los demás. Al hacerles culpables, son ellos quienes crean mi felicidad o sufrimiento. Me sitúo así en una posición de victimismo y de bloqueo que mantendrá viva justamente la situación que rechazo.
Vivir el enojo me conduce a decidir: “ya no acepto esto más”, y a actuar en consecuencia. La mejor opción es comunicarlo. Y si cuando expreso de corazón a alguien, que ciertas cosas que hace o dice no me gustan y me hacen daño, no lo escucha, no lo recibe y su respuesta es negarlo, darle la vuelta y concluir que el problema está en mí…, pues ya puedo saber también qué energía tengo enfrente; una energía que me resulta dañina y de la cual he de defenderme apartándome, para hacerle entender, con otro tipo de lenguaje, que no estoy dispuesto a aceptar ese flujo que viene hacia mí y que considero negativo.
Me hago consciente, por tanto, de las energías con las que me rodeo, porque si acepto aquellas que me dañan, - aunque vengan de manera inconsciente por parte del que las emite -, que van contra mi propia supervivencia, bienestar, felicidad y expansión del alma, entonces el universo me va a traer más y más de lo mismo, no como un castigo, sino como una nueva oportunidad de liberarme. Por eso es tan importante, como primer paso, detectar aquello que me impide ser; y una vez que lo he reconocido, expresado, manifestado y aprendido a poner límites, es cuando me rodeo de amor, porque el amor hay que crearlo.
El amor incondicional es la esencia del ser, nace desde esa fuente, del despertar espiritual, pero no surge desde la mera humanidad. Soy un ser espiritual viviendo una experiencia humana en un universo material, y he venido aquí a aprender justamente, a partir de las emociones, del movimiento de las energías, de los flujos que muevo y los flujos que atraigo, desde la separación de la dualidad hasta llegar nuevamente a la unidad, al amor genuino que soy y siempre fui. Entonces ya no me hará falta el enojo, ni el resto de las emociones, pues viviré centrado en el ser, en la serenidad de la Presencia. Es mejor dejar que el proceso fluya a mi propio ritmo, sin saltar etapas, sin pretender llegar al final del camino sin haberlo siquiera recorrido. Tampoco será necesario el perdón, porque dará paso a la gratitud, fruto de la comprensión de que aquellos que me hicieron daño fueron mis mejores maestros, los que me impulsaron para salir de mis límites y avanzar hacia mi grandeza.