
El fenómeno de las redes sociales crece imparable. Millones de personas ¿conectadas?, mostrándose en un escaparate compartido, esperando ser vistas, atentas a que desde fuera se aplaudan sus movimientos, sus creaciones, sus reflexiones… Familiares que utilizan esas ventanas para decirse que se aman, que se admiran; y todo ante la mirada ajena que, por muy amiga (y no siempre lo es, porque al final la red se extiende imparable), no deja de ser espectadora. ¿Acaso tenemos miedo a expresar nuestro amor de manera directa, sin público, en la intimidad de nuestros encuentros? ¿Realmente necesitamos ese aplauso, ese me gusta, y esa afirmación externa de que valemos, de que merecemos la pena? ¿No es más bien la soledad profunda del alma, del niño o niña no suficientemente acogido, querido, reconocido en su diferencia, quien busca ahora ese amor, pero parapetado tras la soledad de una pantalla que no muestra su verdadera imagen?
¡Cuánta soledad en este universo nuestro! ¡Cuántas heridas aún no resueltas! ¡Cuántos niños y niñas buscando que los demás les den el lugar que les corresponde por derecho propio! Ayer, hablando con Roel, un querido amigo, me decía que es importante estar conectado, y algunas de sus reflexiones me parecían convincentes, pero sigo intuyendo que esa conexión, en el fondo, no es tal, porque nunca puede reemplazar al encuentro directo, al sonido de la voz del otro, a su mirada, a la energía que emana su presencia.
No estoy criticando. Yo también utilizo esta herramienta increíble que son las redes. Es solo una reflexión que deseaba compartir. ¿Y por qué el ego? Yo creo que es esa parte que nos habita, también llamada personalidad, quien se muestra mayoritariamente a través de las redes. Una personalidad que ni siquiera es nuestra, ya que es un producto de la educación, del medio, del país, de la cultura y, sobre todo, del desamor o del enfermo amor que muchos recibimos en la infancia. La personalidad, huérfana, asustada y, en cierto modo perdida, se viste de armadura protectora, se cubre con una máscara que impide que el ser verdadero pueda emerger a la superficie y mostrarse tal cual es: espontáneo, natural, amoroso, sincero, valiente, verdadero.
¿Estamos perdiendo el cuerpo a cuerpo, el alma a alma? Me escandaliza vernos siempre agarrados al móvil, pendientes de cualquier movimiento, de cualquier mensaje de último momento, mientras delante nuestra pasa la vida, la real. Sentada en el metro, observo los rostros. Miradas ausentes, dedos inquietos, muchas pantallas, nadie presente ahí, en el propio metro. Y yo, la que escribe, también, y siempre pendiente del sonido de ese pequeño aparato que me reclama, me exige y esclaviza.
¡Ah! ¡La libertad! ¿Nos estamos acercando o alejando más y más de ella?
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¡Cuánta soledad en este universo nuestro! ¡Cuántas heridas aún no resueltas! ¡Cuántos niños y niñas buscando que los demás les den el lugar que les corresponde por derecho propio! Ayer, hablando con Roel, un querido amigo, me decía que es importante estar conectado, y algunas de sus reflexiones me parecían convincentes, pero sigo intuyendo que esa conexión, en el fondo, no es tal, porque nunca puede reemplazar al encuentro directo, al sonido de la voz del otro, a su mirada, a la energía que emana su presencia.
No estoy criticando. Yo también utilizo esta herramienta increíble que son las redes. Es solo una reflexión que deseaba compartir. ¿Y por qué el ego? Yo creo que es esa parte que nos habita, también llamada personalidad, quien se muestra mayoritariamente a través de las redes. Una personalidad que ni siquiera es nuestra, ya que es un producto de la educación, del medio, del país, de la cultura y, sobre todo, del desamor o del enfermo amor que muchos recibimos en la infancia. La personalidad, huérfana, asustada y, en cierto modo perdida, se viste de armadura protectora, se cubre con una máscara que impide que el ser verdadero pueda emerger a la superficie y mostrarse tal cual es: espontáneo, natural, amoroso, sincero, valiente, verdadero.
¿Estamos perdiendo el cuerpo a cuerpo, el alma a alma? Me escandaliza vernos siempre agarrados al móvil, pendientes de cualquier movimiento, de cualquier mensaje de último momento, mientras delante nuestra pasa la vida, la real. Sentada en el metro, observo los rostros. Miradas ausentes, dedos inquietos, muchas pantallas, nadie presente ahí, en el propio metro. Y yo, la que escribe, también, y siempre pendiente del sonido de ese pequeño aparato que me reclama, me exige y esclaviza.
¡Ah! ¡La libertad! ¿Nos estamos acercando o alejando más y más de ella?
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