
Nuestros padres forman un eslabón más de una larga cadena de generaciones en la que todos han intentado sobrevivir, a pesar de las dificultades, y no siempre de la mejor manera. Este movimiento de nuestras raíces repercute en nosotros y se graba como una profunda huella en nuestras células. Así, el miedo empieza a gestarse en cada corazón, y la armadura a forjarse y a hacerse más y más sólida y gruesa para sentirnos protegidos en su interior. Lo que no vemos es que ese escudo es una ilusión puesto que a quien más daña es a aquél que vive aprisionado dentro, en una oscuridad que se hace mayor cada día.
La aspiración de todo ser humano es ser amado. Y ser amado es simplemente saberse acogido, aceptado, valorado y querido precisamente por todo aquello que le hace diferente de los demás, y, por tanto, único. Obviamente, salvo en maravillosas excepciones, esto no es lo más corriente, y por ello, ya desde pequeños nos vemos obligados a luchar por ser más y mejor que los demás y así ganarnos el aprecio y la admiración de todos. Pronto, nos damos cuenta que ese es el juego que está montado en la tierra y que para triunfar en ella hay que ser un jugador no sólo bueno sino excelente.
Y en medio de esta encrucijada, tendremos que optar, en función de las dificultades que encontremos, por diversos caminos.
El más común, y aparentemente sencillo de recorrer, es aquel que nos invita a adaptarnos, a amoldarnos a los patrones sociales, culturales y familiares con el fin de no morir en el intento de la aventura que es vivir. Al elegir esta alternativa, aceptaremos, casi sin rechistar, las consignas del entorno que iremos haciendo nuestras, sin cuestionarnos si este es en verdad nuestro camino, acaso el único, o simplemente sólo la mejor opción. Y en el podemos llegar a triunfar, aún a costa de no lograr conciliar el sueño, o de perder uno a uno los ideales de juventud (si es que los tuvimos). Puede que por entonces, un cierto cinismo, fruto de la desazón interior, del eco de un dolor desconocido, nos lleve a pensar que aquellos no eran más que estúpido romanticismo y que la realidad es otra, que el mundo es así y, por tanto, lo que hay que hacer es luchar con sus mismas armas. Este camino puede proporcionar éxito, dinero, posición social, etc., pero en su recorrido la persona se ha ido perdiendo a sí misma sin ni siquiera ser consciente de ello. A fin de cuentas, tiene otras armas químicas que le ayudan cuando la ansiedad aprieta y no la deja conciliar el sueño. Con las pastillas parece que su agitado mar consigue calmarse.
Otro camino, también muy transitado, y en los que las depresiones crecen de manera exponencial como una gigantesca plaga, se viste de desamparo, miedo, desesperanza y pérdida de confianza. La persona, cargada con una pesada mochila, avanza lentamente mientras se lamenta de su mala fortuna. Es la senda de las víctimas, de aquellos que no asumen su propia responsabilidad y van echando las culpas de sus fracasos al mundo exterior, al trabajo, a los demás. Sus sueños se desvanecen, y así, las ganas de tirar la toalla y de renunciar a quien genuinamente son, no se hacen esperar. Y es que realmente, cuando se llega a ese estadio, uno ya no sabe quién verdaderamente es. Más bien siente el fracaso de no haber sabido amoldarse, de no haber logrado, en la feroz batalla de la competición, el anhelado triunfo.
Muchos son los vericuetos que el río de nuestra vida puede adoptar en su recorrido hacia el mar, y éstos dependerán de las experiencias pasadas, de las heridas no curadas, y de lo lejos que nos hallemos de nosotros mismos: único hogar en el que podemos sentirnos verdaderamente en paz y armonía.
Si gracias a algún escollo demasiado complicado nos paramos un momento a descansar para recobrar el aliento, y aprovechamos para mirar muy atentamente, podremos ver que entre el laberinto que forman todas las posibilidades, todos los brazos del río, hay uno que no invita demasiado porque parece muy estrecho y sinuoso. Es aquél por entre cuyas espinas y recovecos se adentran los valientes, los que no renuncian a su esencia; aquellos que desean librarse de sus henchidas mochilas llenas de piedras que no les corresponden y que están dispuestos a deshacerse de los miles de nudos en los que se han ido enredando; los que deciden curar sus heridas y adentrarse en el viaje hacia el descubrimiento de su verdadera esencia. Lo suelen llamar camino de autodesarrollo. Yo prefiero definirlo como auto descubrimiento. Porque en realidad, no hay nada que desarrollar, nada que aprender. En nuestra esencia somos sencillamente perfectos. Es nuestra mente quien nos tejió la vestidura que llevamos (la personalidad o el ego), pero eso no es lo que en verdad somos. Por eso es más bien un camino en el que hay que ir soltando el lastre, despojándose de vestiduras que no nos corresponden. En su recorrido podemos desaprender lo incorrectamente aprendido. Y aunque al principio asusta, luego es hermoso de recorrer porque según avanzamos nos vamos sintiendo más ligeros, recuperando la energía genuina que fuimos desperdigando en nuestra andadura según nos íbamos alejando más y más de nuestro centro.
Y por fin la liberación, la plenitud, la felicidad de saberse en casa, acogido, protegido, acompañado y amado por la persona que más puede hacer por nosotros: Uno mismo.