Sofía Pereira - Terapia y talleres de desarrollo personal
  • Inicio
  • Terapia individual
  • Talleres
  • Publicaciones
  • Blog de reflexiones
  • Contacto

Educar para la libertad

5/24/2015

2 Comments

 
Imagen
El niño es una individualidad con entidad propia que llega a nosotros como un regalo para darle un empujón a nuestra historia. Al hacernos cargo de esta vida vamos a tener que enfrentarnos a nuevas experiencias, con grandes retos y dificultades, invitándonos a transformarnos para poder ejercer de guías que acompañen a este ser mientras va madurando hacia su pleno florecer.  Es vital que nos impliquemos en la educación de nuestros hijos, pues ellos son la humanidad futura, por tanto, el mundo va a ser mejor o peor en función de lo que les hayamos transmitido. Si les hemos ayudado a desplegar su imaginación, su creatividad, sus capacidades, sus dones, y pueden libremente ofrecer todo ese bagaje que han traído y depositarlo como nueva semilla en la tierra, entonces habrán cumplido su misión y nosotros la nuestra: la de ser la puerta de entrada y la guía perfecta para acompañarles hasta que puedan volar con sus propias alas y encontrar libremente su camino.

Un hijo es un regalo mutuo que nos permite crecer a ambos, y que precisa de nosotros un enorme respeto. No se trata de hacer copias exactas o de pretender que encaje en un espacio cerrado de conceptos y formas inamovibles. El niño es pura experimentación, vida que desea expresarse, y lo que necesita es explorar nuevas fronteras para descubrir quién es y cuáles son sus potencialidades.

Se trata de facilitarle el camino que le lleva a su propio encuentro, de enseñarle a pensar, y no pensar por él; a actuar, y no a hacerlo por él, y que así aprenda a resolver sus problemas, a enfrentar sus miedos y a descubrir qué es lo genuino que trae para que pueda desplegarse y ser él mismo.

Los niños aprenden por imitación. No son nuestras palabras, ni nuestras recomendaciones o moralinas las que van a formarles. Ellos solo van a mirarse en nuestro espejo, copiando la forma de vida que en él reflejemos. Por tanto, para educar hemos de auto-educarnos primero. Es fundamental que nos adentremos en un trabajo personal dirigido a sanar nuestras heridas, a manejar nuestro mundo emocional, a revisar nuestros pensamientos, nuestras actitudes y a recuperar valores esenciales basados en la verdad y no en las apariencias.

El respeto es uno de los pilares esenciales en la educación. Respeto significa aceptación de otras formas de vida y de pensamiento, y también de uno mismo. Cuando respetamos, la lucha por la supervivencia desaparece. En este sentido, es importante alejar a los niños de la competitividad: un elemento distorsionante que separa y destruye. Nadie es mejor que otro. Cada ser humano es único, excepcional, poseedor de cualidades y potencialidades con las que contribuye a crear el gigantesco tapiz colectivo de la humanidad. Por tanto, su actuación en el conjunto de la sociedad resulta vital porque él y solo él puede aportar aquello que le es propio, al igual que en una pradera cada flor expresa su esencia, su aroma, su belleza y sus colores. No podemos decir que una margarita sea mejor que una rosa, y jamás la margarita se pregunta por qué no es una rosa, ni al revés. Hemos de evitarles la tortura de competir, de tener que ser los mejores, los primeros y, en cambio, ayudarles a desarrollar la capacidad de colaborar, socializar y empatizar, contribuyendo a formar el gran equipo humano que mejore las situaciones de vida y convierta este mundo en un lugar mejor para todos. 

Si con nuestro propio ejemplo despertamos en el niño su capacidad de solidaridad y de respeto a otros y a sí mismo, lograremos incentivar su autoestima, lo cual redundará en evitar la competitividad, pues cuando uno se compara con otro ya se está evaluando, juzgando y, por tanto, traicionándose. Devenir uno mismo es el objetivo primordial de todo ser. Hagámosle sentir que de él depende sacar todos los dones y toda la belleza que anida en su interior, y despertar sus capacidades para que pueda ponerlas al servicio del mundo.


2 Comments

Navidad. Niños, juegos y juguetes    

12/15/2014

2 Comments

 
Imagen
Un año más y una nueva carta a los Reyes o a Santa Claus para renovar las existencias del ya abultado almacén de juguetes en el que se ha convertido el cuarto de los niños.

Y ellos, contagiados por el virus del consumo, se disponen a acumular más y más trozos de plástico sin alma con los que adormecer el hastío y el aburrimiento que les produce ese objeto que no le deja desplegar su capacidad imaginativa y creadora. 

Y, sin embargo, el niño se alimenta jugando, pues el juego es para él su verdadera herramienta de aprendizaje en la vida. A través del juego va descubriendo e interactuando con el mundo en un proceso de creación permanente donde todo puede transformarse y devenir aquello que su imaginación va plasmando. La imaginación necesita la posibilidad de desarrollarse, y ante el juguete “perfecto”, que lo hace todo, donde el niño ya no puede poner nada de sí mismo, se paraliza. El niño se aburre y abandona al poco tiempo por falta de interés.

Este hiperrealismo con el que estamos agrediendo a nuestros pequeños destruye en ellos no solo la fantasía en el juego, sino más adelante su capacidad imaginativa a la hora de resolver problemas y de vivir con creatividad su existencia. Una imaginación pobre o sin desarrollar genera un modo de pensar rígido, con poca o nula plasticidad interior. La fantasía es creadora, se adapta a los cambios, vive en una continua metamorfosis que agiliza y vuelve flexible nuestro existir.

La intención de un niño no es buscar la practicidad de las cosas, como nos ocurre a los adultos. Ellos se mueven en procesos de construcción-destrucción en esa búsqueda que les incita a descubrir la fluyente y cambiante transformación de los elementos con los que se recrean.

El juguete debería ser ese elemento que le permite y le ayuda a crear, a desplegar toda su fantasía y su capacidad de transformar todo lo que le rodea. Y no tendría tampoco que estar ligado a su valor económico. Un palo encontrado en el campo puede hacer funciones muy diversas en un juego. Por eso, tampoco tiene sentido que el adulto se enfade si el niño se dedica a desmontar por piezas un objeto regalado. Su interés va a ir más allá de la apariencia perfecta y terminada del juguete, a la búsqueda de los secretos que pueda esconder en su interior. 

El interés de los niños también desaparece cuando se ven abrumados por el exceso de juguetes con los que muchos padres intentan tapar su ausencia en la vida de sus hijos. Muchos objetos, colores, formas, volúmenes, son una agresión para ellos. Es demasiada información que no pueden canalizar adecuadamente. Ante tal exceso se produce un bombardeo a sus sentidos que se ven forzados a desplazar la atención de un objeto a otro, sin lograr concentrarse en ninguno. Esto les descentra, les obliga a relacionarse con dichos objetos de una forma muy superficial, lo cual se refleja posteriormente también en un pensamiento caótico, de arenas movedizas, que les lleva a sentir aburrimiento, hastío y falta de vitalidad.

Los niños se aburren. Agonizan enterrados en cosas y más cosas, carentes del juego y la aventura compartidos. Languidecen en un mundo que no les permite ser niños, investigar, conocer por sí mismos, aventurarse, mezclarse, caerse y levantarse… Estamos ahogándoles en datos, en materia, en productos, en exigencias que no pueden digerir. Y, al final, prefieren zambullirse en mundos virtuales que les permitan huir de su propia realidad, o dormitar ante la televisión contemplando cómo viven otros, cómo juegan otros, convirtiéndose así en espectadores de la vida en vez de en protagonistas de la misma.

De su experiencia con el juego, de la libertad que puedan experimentar a través del mismo, de la capacidad que generen para cambiar, transformar, enriquecer y crear, brotarán las semillas que luego se manifestarán como capacidad para cambiar, transformar, enriquecer y crear su propia realidad.


2 Comments

Cadenas de amor

7/22/2014

0 Comments

 
Imagen
Imagen
 

La vida como educadores de las nuevas generaciones exige de nosotros una enorme apertura interior, dosis extraordinarias de paciencia, sentido común y, sobre todo, un intenso trabajo con nosotros mismos. Ya que los niños aprenden fundamentalmente a través de la imitación, lo más adecuado sería que nuestro ejemplo fuese impecable, pero esto no puede ocurrir a menos que nos pongamos a trabajar en la demolición, reajuste, y construcción de nuevos, sanos y equilibrados espacios interiores. El hecho de que este proceso curativo no se esté llevando a cabo, por desconocimiento o por las razones que sean, no implica que los padres no se esfuercen por evitar que sus hijos vivan sus mismas experiencias traumáticas. Y esto es lo que les impulsa a tratar de resolver cada uno de sus problemas, frustraciones y conflictos en la persona de sus hijos, a quienes, de manera inconsciente, van a traspasar el testigo, junto con la carga del mismo. 

La evolución es en realidad una gigantesca cadena de experiencias que va pasando de generación en generación en un permanente intento de resolver los enredos que se han ido formando en el complicado juego de las relaciones humanas, especialmente las que se dan en el seno de la familia. Se trata, por tanto, de una herencia ancestral que recibimos simplemente por el hecho de nacer en una familia determinada. Así, problemas no resueltos por las generaciones anteriores caen sobre los nuevos miembros como una pesada carga que va a condicionar su vida, y requerir impulsos y movimientos nuevos con objeto de sanar y mejorar a todo el sistema. Lamentablemente, lo más frecuente es ver cómo se reproduce una y otra vez el mismo esquema, es decir, la triste repetición de hechos similares producidos, ya no tanto por imitación, que también, sino por no encontrar la forma de romper con la fatídica tendencia (véase, por ejemplo, la secuencia padre maltratador- hijo maltratador; mujer maltratada - hija maltratada; padre alcohólico - hijo alcohólico, etc.), hasta que alguien, fruto de su trabajo interior lograr romper la cadena liberando con ello a todos sus componentes.

Toda unidad familiar se estructura en base a un sistema jerárquico con unos roles bien definidos. La salud y equilibrio del grupo se produce cuando cada miembro se ubica, actúa y toma responsabilidad desde el lugar que le corresponde como padre, madre, hijo, hija, hermano, etc. Sin embargo, este orden se ve alterado en la mayor parte de las ocasiones. Vemos a mujeres encarnando con su pareja el rol de madres, y/o situándose como hijas con sus hijos; a los hijos haciendo de madres-padres-amigos-consejeros…., y sí hasta generar un auténtico desorden jerárquico de graves consecuencias para todo el conjunto.

No obstante, el impulso que se encuentra tras esta alteración resulta del deseo de resolver los conflictos de todo el grupo, pero cuya raíz estriba en la insalubridad de las soluciones aportadas por todos o algunos de los componentes del sistema, que abandonan la posición que les es propia, así como la responsabilidad de la misma, para abordar y hacerse cargo de otra desde la que creen que pueden manejar mejor la problemática.

Un medio semejante, ya alterado y enfermo, con unos padres que no han podido sanar las heridas de sus niños internos, hace que como hijos no podamos crecer y desarrollar todas las potencialidades. Nuestros niños heridos permanecen ocultos y solitarios, acurrucados en una pequeña cueva de miedo y dolor, mientras nos ven avanzar a través de las experiencias que nos facilita el transcurso del tiempo. A veces, estos niños a los que dejamos apartados al borde del camino, tiran de nosotros con tal fuerza que nos obligan a regresar a esa zona de dolor desconocida y, sin embargo, a la que tantas veces acudimos, y que nos induce a pensar que aunque avancemos, siempre estamos en el mismo punto. Y este punto es nuestro niño herido, quien reclama una y otra vez nuestra atención porque necesita ser reconocido, rescatado y sanado.

Lo que es evidente es que todos los problemas no resueltos en los padres van a acabar de forma irremediable en el archivo oculto o menos oculto de los hijos, los cuales tomarán esta carga en el sempiterno impulso de resolver lo que las generaciones precedentes no supieron hacer. Y en este caos, que a menudo es la familia, veremos a muchos niños (niños de los padres y niños propios) peleando entre sí tratando de reclamar lo que les fue negado, así como dándose apoyo y protección. Y si observamos con detenimiento, seremos testigos de una fidelidad al grupo tan intensa que, por ejemplo, muchos hijos sacrificarán su vida y su libertad intentando hacerse cargo de esos niños heridos que perciben en sus padres y que, hasta no ser sanados, les impiden emprender su propio vuelo. En algún lugar de su inconsciente sienten que si sus raíces (sus padres) no están sanas, el árbol que ellos van a devenir no podrá expander todas sus ramas y albergar todos sus frutos. Encadenados ambos (madre-hija o padre-hijo, etc.) en un circuito cerrado, permanecerán atados y bloqueados, sin poder escapar, a menos que alguno de ellos descubra el origen del circuito, lo sane, y se sitúe, haciéndose cargo de su propia vida, en el lugar jerárquico que le corresponde. Lo interesante de todo esto es que, aunque las soluciones encontradas puedan resultar equivocadas y crear enormes sufrimientos, la realidad es que es el amor quien va a propiciar todos los movimientos del sistema familiar.

Es el amor a sus hijos, así como también a sus propios niños agazapados en su interior, que son quienes recibieron el daño que ellos como adultos acarrean, quien lleva a los padres que sufrieron severos límites en su educación, a convertirse en modelos absolutamente permisivos. Lo que les motiva es transformar el método educativo en otro considerado más amoroso, con objeto de sanar todo el dolor del pasado, así como impedir que los hijos (generación futura) no tengan que padecerlo. Pero en este tratar de evitar el sufrimiento no se dan cuenta de que su modelo, ausente de límites, genera caos y descontrol en la vida de sus hijos, los cuales, para crecer de manera sana, segura y equilibrada necesitan pautas que les orienten y guíen.

Aquellos que padecieron severidad y frialdad, pueden convertirse en el prototipo de padres que persiguen a sus hijos para aburrirles con sus interminables muestras de afecto que acaban asfixiando a los pequeños, encerrados en la rosada burbuja limitante del amor brotado del vacío y de la ausencia. El amor es una poderosa energía que libera y expande. Nunca encorseta ni se impone.

Hijos de padres exigentes, poco amistosos y nada respetuosos, pueden, o bien reproducir el modelo (esto en todos los casos), o funcionar justo con el contrario, es decir, siendo más amigos y colegas que progenitores y guías, así como muy condescendientes y con dificultades para aplicar la autoridad que los niños necesitan. Pero los amigos son ellos quienes van a elegirlos y a encontrarlos. Es muy importante que en educación los roles estén muy claros y no lleven a los niños a confusiones desequilibrantes.

Cuando los padres no tuvieron juguetes de niños, por ejemplo, o hubo alguno en especial que deseaban y nunca llegó, colman su vacío llenando las habitaciones de sus hijos como si fuesen auténticos bazares. Lugares que impactan por la multitud de estímulos que generan en ellos desestabilizándoles y llevándoles a estados de apatía en los que, aburridos, acaban sin saber a qué jugar. Eso, además de hacerles creer que el mundo gira a su alrededor listo para satisfacer el más mínimo de sus constantes caprichos generados por una abundancia extrema en la que no pudieron participar.

Si se padeció de algún tipo de desarreglo, como por ejemplo bulimia o anorexia, se pondrá un énfasis excesivo en el tema de la alimentación, preocupándose de manera exagerada en supervisar todo lo que coman o no deban comer. Esto, de un modo sutil, va a contribuir a fomentar en esos niños una relación poco natural con la comida que puede degenerar en trastornos alimenticios.

Problemas de autoestima, de falta de amor podrán llevar a amar de forma desmesurada. Toda la energía, intereses, el tiempo, la propia vida, anulados en pos de los hijos. ¡Les damos todo! ¡No queda nada para nosotros! Esclavos y rendidos a sus pies, les convertimos en pequeños reyes tiranos que acaban maltratándonos. ¿Dónde dejamos el amor que nos debíamos? ¿Dónde el respeto? Pero, nuevamente en el juego de maestría que es la relación familiar, estos hijos, en su maltrato, estarán siendo nuestros mejores  maestros, proyectando en el espejo nuestra deteriorada imagen y ayudándonos así a salir de ese esquema de víctimas que se auto inmolan perdiendo su genuina identidad y dignidad.

¿A quién culpar? ¿Dónde y de qué manera se inició esta interminable cadena?

El tema no es llenar nuestras bolsas con más culpa de la que ya cargamos, sino simplemente invitarnos a volver la mirada en cada ocasión a nuestras acciones, pensamientos, emociones, reacciones y actitudes, con objeto de ir trabajando sobre todas esas historias del pasado que crearon las heridas que aún sangran y que, sin que nos demos cuenta, están influenciando precisamente nuestro modo de vivir y, por tanto, nuestra realidad.

Los hijos están frente a nosotros como espejos mágicos en los que mirarnos. La maravilla es que juntos vamos a realizar el mayor trabajo de nuestra vida, pues ellos, no solo necesitan de nuestra guía y cuidados, sino que están ahí para impulsarnos, para hacernos avanzar, para obligarnos a traspasar todas nuestras limitaciones y parálisis.  Su energía vital, fresca y nueva, será como una nueva savia que va a activar nuestras dormidas y cansadas conciencias.

En este incesante aprendizaje que es el vivir, ¡ellos serán nuestros mejores maestros!

¡Sanemos nuestra vida y permitámosles emprender su propio vuelo!



0 Comments

Los límites en la educación de nuestros hijos

5/16/2014

1 Comment

 
Imagen
En esta sociedad de consumo inmediato, de búsqueda de satisfacciones rápidas que dan la espalda a los procesos, donde todo se confabula para que obtengamos aquello que deseamos de la forma más veloz posible: comida rápida, información y comunicación instantánea, cambios frecuentes de modas..., hablar de límites es encontrar, en la mayor parte de los casos un rechazo frontal. Y, sin embargo, todo en este universo está limitado. De hecho, es gracias a los límites que aparecen las formas. Cada uno de nosotros está contenido en su propia forma, lo cual hace inmensamente variado y rico todo el panorama.  

Desde el instante mismo de la concepción, nos encontramos límites que, a modo de retos, trataremos de expandir en la medida en la que vayamos ampliando nuestro conocimiento y experiencia: el vientre materno, la cuna, la cama, la habitación, la casa, la familia, lo que puedo o no puedo hacer en este momento...



Los límites enmarcan. Son una frontera que nos delimita, separándonos de lo que no somos, y permitiéndonos distinguirnos de todo lo demás. En este sentido, también son un manto protector que nos aporta seguridad y estabilidad. Al contenernos, nos invitan a interiorizarnos y a no perdernos en el afuera. En ausencia de límites todo se desbordaría.

Hay límites sutiles que se manifiestan en la forma de relacionarnos: las conversaciones o los silencios, los deseos de compartir o de aislarnos, las acciones o los momentos de quietud, los movimientos de empatía o los rechazos, hacia dónde nos dirigimos o de dónde nos retiramos…. A través de cada uno de estos movimientos buscamos nuestro equilibrio en una permanente respiración que acepta o rechaza lo que viene de fuera. Tan necesario es que nos auto-limitemos, como que limitemos a los demás cuando pretenden entrar sin ser aceptados en nuestro espacio personal. Ya que mi libertad termina donde empieza la del otro, y viceversa.

Es a través de este doble gesto (dentro-fuera) donde encontramos la estabilidad que nos permite dirigir la propia vida. No es dejándonos llevar por cada uno de nuestros deseos como extendemos nuestros límites, si no que estos se amplían en función del conocimiento y la responsabilidad que vamos adquiriendo, pues, a mayor conocimiento y responsabilidad, mayor libertad en todos los niveles de nuestra vida.

Hay también pensamientos, recuerdos y emociones que nos limitan hasta el punto de no dejarnos expresar todas nuestras potencialidades. Y estos son los que crean los miedos, a veces irracionales, con los que tenemos que lidiar cada día. Y no estamos hablando de ese impulso de lucha o de huída instintivo que subyace a todo momento de peligro y que nos ayuda a sobrevivir, sino a aquellos que nos impiden vivir con plenitud. Son estos miedos con los que hemos de trabajar especialmente para ensanchar nuestras fronteras. De no hacerlo, vamos a contaminar nuestra vida y la de aquellos a los que pretendemos guiar, es decir, a nuestros hijos.

Educar implica un gran trabajo de auto-educación. Y este proceso ha de ir acompañado de una comprensión de los límites en los que hemos de movernos, con objeto de lograr el mayor beneficio para nosotros y para todo el conjunto familiar y social. No deja de ser interesante comprobar que muchos padres que tienen dificultades para poner límites a sus hijos, tampoco pueden soportar el ponérselos a sí mismos ni el recibirlos desde otras fuentes externas. Hay, como mencionamos antes, un considerable rechazo a ser limitados y a limitar.

Las razones las encontramos en los modelos educativos de las generaciones precedentes en las que se vivía con un exceso de límites impuestos de manera arbitraria y autoritaria, donde primaba la falta de respeto al ser del niño, considerado casi como una prolongación del animal que simplemente debía obedecer y acatar las órdenes sin rechistar. Hoy en día, asociamos los límites con un ataque a nuestra libertad, en lugar de con un sistema de protección para nuestra propia supervivencia, por lo cual muchas tendencias se han dedicado a derribarlos. Hay movimientos educativos, por ejemplo, que consideran que no hay que poner límites a los niños en pro de su libertad. Pero a los niños les falta el conocimiento; su mente no está aún formada para descifrar cómo funciona el mundo exterior, no tienen todavía suficientes experiencias como para auto limitarse como ejercicio de simple supervivencia o de respeto hacia los demás.

A raíz del antiguo modelo educativo, muchos padres educan a sus hijos en un paradigma radicalmente opuesto: ausencia casi total de límites que hacen del niño un ser caprichoso, a menudo tirano, que lo quiere todo ya, sin esfuerzo, sin creatividad y sin soportar ni saber gestionar la mínima frustración. La pregunta es cómo va a poder desenvolverse en un mundo plagado de límites cuya ferocidad competitiva y exigente aumenta cada día.

Un elemento que agrava la situación es la jerarquía, que también ha sufrido un duro revés. Tras el despotismo anterior, el modelo actual es la inversión jerárquica. Ahora es el niño quien decide cómo y cuándo, y el adulto el que se sitúa en un rol inferior tratando de negociar con él, de pedirle permiso, de intentar que no monte el escándalo, que no le castigue con sus coléricos caprichos y exigencias. Esta inversión de los roles familiares crea consecuencias graves a la larga, pues produce grandes desequilibrios en todo el grupo familiar y en cada uno de sus componentes; desequilibrios con los que van a contaminar a las nueva familias que vayan creando.

Falta, por tanto, encontrar ese nexo, que muchas veces es el simple sentido común, que nos permita conjugar elementos de ambos extremos, de forma que no confundamos el amor con la permisividad, ni la libertad con el libertinaje. Una pedagogía sana ha de hallar la forma de educar desde el respeto, de limitar desde el amor, y de acompañar desde el conocimiento.

Desde esta perspectiva, podríamos dar un nuevo enfoque a este asunto, considerando los límites que establecemos para los niños como un préstamo sin intereses que les ofrecemos de nuestra propia voluntad. Al estar en periodo de aprendizaje y no tener conciencia de las cosas que pueden perjudicarles, no se encuentran aún capacitados para ejercitarla desde su interior. Nosotros somos sus guías, y tenemos que ayudarles a través de los límites para ir iniciándoles en todo aquello que les redunde en una vida más positiva y feliz. Y, además, les iremos enseñando a superar las frustraciones que puedan provocarles dichos limites, así como a ampliarlos en la medida en la que vayan asumiendo responsabilidades.  

No se trata por tanto de educar en libertad, sino de educar para la libertad. Y la libertad no es dejar que los niños hagan lo que quieran en cada momento. La libertad es un proceso que va acompañado de la responsabilidad que vamos asumiendo. ¿En qué modo me implico en la vida? ¿Cómo vivo mi vida? ¿Cómo interactúo con los demás? ¿Soy consciente de que cada acto, pensamiento, emoción, gesto y actitud míos están generando consecuencias? Una de las mejores herramientas para ayudar a nuestros hijos a comprender e interiorizar los límites son las actividades cotidianas. En la medida de lo posible, y en función de su edad, les iremos introduciendo determinadas tareas de las que puedan ir haciéndose responsables, como ayudar a poner la mesa, a recoger los juguetes, a preparar la ropa del día siguiente, cocinar…. Y siempre enfocándolas como un juego con el que además colaboran al bienestar de toda la familia. En este sentido, es importante tener en cuenta cómo vivencia el niño el paso del tiempo, pues es muy diferente a la manera en la que nos afecta a los adultos, quienes lo vivimos como uno de los límites más severos y estresantes. Para ellos, al no estar su mente tan llena de contenidos, el tiempo es un eterno presente que se estira de forma casi permanente. Esta es una de las razones por las cuales les cuesta tanto dejar de hacer algo que les gusta. ¡Nunca se irían a la cama por iniciativa propia, ni dejarían de comer helado, ni terminarían de jugar, ni…!

​Al aplicarles límites les estamos enseñando que toda acción conlleva unas consecuencias (si no duermo estoy cansado; si doy patadas nadie quiere estar conmigo; si no presto mis juguetes tengo que jugar solo; si como muchos helados me dolerá la tripa…). Esto significa enseñarles la ley de causa y efecto, para que a través de las causas que produzcan puedan recibir los efectos deseados. Semejante actitud les ayudará más adelante a hacerse plenamente responsables por su vida, a no colgarse de manera dependiente, a gestionar sus asuntos y a no culpar a los demás o al universo de los posibles desastres que puedan acontecerles.

Ahora bien, hemos de ser muy creativos. No vale eso de: “porque lo digo yo”, “porque sí”, etc. Que no quieren salir de la bañera…, quitamos con disimulo el tapón y decimos: “Oh, el agua quiso irse con el río”. Gritan porque no quieren irse a dormir…, su osito o muñeca favorita tiene mucho sueño y se va a la camita y nosotros haremos la pequeña ceremonia de buenas noches con ella. No quiere cepillarse los dientes…, “¡¡¡Por favor, límpianos, estamos sucios y no queremos ponernos malitos!!!”. Los “nos” rotundos los dejaremos para ocasiones especiales en las que sean necesarios. Y si nuestras artes dramáticas se agotan y la comunicación no resulta suficiente, no pasa nada por llevar al niño rabioso tranquilamente a su cuarto y decirle que se quede allí hasta que se haya tranquilizado, o bien quedarnos sentados a su lado, sin el menor gesto de enfado o impaciencia mientras le acompañamos, en perfecto silencio, hasta que él mismo acabe con su proceso emocional. Es muy importante que el niño comprenda que no es a él a quien estamos cuestionando o limitando, sino a su actitud concreta que consideramos menos positiva o superviviente.

Ayudemos a nuestros hijos en el aprendizaje de la responsabilidad, el respeto y la ayuda, haciendo que se sientan miembros de pleno derecho en la familia, amados en sus diferencias, apoyados en sus capacidades, limitados en todo lo que les impida desarrollar su potencial creativo y positivo, enseñándoles que no todo les es dado graciosamente, sino que son ellos, con su constancia y esfuerzo los que han de conquistar los logros que dependen de sus actitudes y de sus procesos. En definitiva, enseñarles a dar los pasos hacia el desarrollo de su experiencia de vida, y no a vivirles la suya como si fuera la nuestra. Nunca hemos de evitar que se enfrenten a sus propios retos, porque solo en esa contienda podrán sacar las fuerzas interiores para superarlos y ensanchar de ese modo los límites que les convertirán en adultos sanos, felices y equilibrados. ​

 

Sofía Pereira




z clic aquí para modificar.
1 Comment

La importancia de la educación familiar

3/1/2014

1 Comment

 
Imagen
Aunque la mayoría de los padres se esfuerzan por educar a sus hijos desde el respeto a su individualidad, lo cierto es que aún son muchos los que creen que sus vástagos han de seguir la misma estela, convirtiéndose en copias exactas, fieles a sus teorías, creencias y modos de vida.
 
No es difícil imaginar las graves consecuencias que acarrea este modelo anti-educativo, que lo que pretende es abortar la realidad del nuevo ser para obligarle a entrar en un formato que no le pertenece.

¿Cómo encajar en un mundo que te niega, que te fuerza a adaptarte, a representar un rol determinado, a meterte en la piel y en el ser de otro, negándote tu primer derecho fundamental: el derecho a tu identidad, el derecho a ser tú mismo, que es justamente la cualidad que te diferencia de los demás y que hace que puedas enriquecer el tapiz común creado entre todos?

¡Qué inmensa tragedia la de una forma de vida que no puede expresarse, la de un color que no consigue iluminar, la de una nota musical a la que se le impide sonar! ​ 

Educar no es hacer a los hijos a la propia imagen y semejanza, sino ayudarles a ser quienes verdaderamente son. Es contribuir a que desarrollen todas sus capacidades, todas sus potencialidades, guiándoles hacia sí mismos, en un entorno seguro, aportándoles una base sobre la que puedan crecer firmes y sin temor. Es protegerles, amarles y acompañarles en el despliegue de su individualidad que les convierte en seres únicos, portadores de un proyecto de vida también único. 

Muchos de nosotros, cuando nos convertimos en padres, empapados por esta cultura materialista de posesión, caemos en el error de sentir que nuestros hijos nos pertenecen, y que, quieran o no, van a tener que seguir las pautas que les vayamos marcando puesto que, a partir de nuestra propia experiencia de vida,  son las que nos parecen las más idóneas. Y así, vamos instilando y haciendo valer nuestros puntos de vista sobre temas como los estudios, las profesiones, la religión, la política, las formas de pensar, de valorar el mundo, etc., sin olvidar los aspectos más domésticos o de cultivo de la imagen como: la ropa, el peinado, la alimentación, el cuidado personal, el orden, las amistades, etc.

Es dramático ver esas parejas madre-hija, padre-hija, madre-hijo, padre-hijo, y comprobar hasta qué punto están reproduciendo un modelo único que hacen de ellos la misma persona, siempre reproduciendo, como en un disco rayado, la misma o muy parecida historia. Todos llevan a sus espaldas generaciones enteras de seres a los que no se les permitió expresar su verdadero yo, su individualidad, su esencia. Por ello, hace falta implicarse a fondo y poner toda la energía disponible para poder  liberarse de estas poderosas influencias y desligarse de las cadenas de generaciones con las que intentan retenernos e impedirnos que podamos manifestar quien realmente somos. 

El problema es que por el mero hecho de ser padres nos convertimos en educadores, cuando la mayoría no tenemos ni idea de por dónde empezar, ni de qué hacer, además de contar con todos los lastres que venimos arrastrando de nuestra propia y deficiente educación, y de esa insatisfacción casi general de no saber exactamente quienes somos ni qué es lo que se espera de nosotros. Nadie nos preparó para la tarea más difícil de nuestra vida y esto nos va a obligar a ir improvisando. 

Para complicar aún más la cosa, nuestros hijos, en la primera etapa de su vida, nos van a convertir en su modelo, ya que la imitación va a ser su herramienta de aprendizaje. Su capacidad de cuestionar, de reflexionar y desarrollar sus propio juicio no está aún disponible, por lo que nos va a acoger, sin dudarlo, como sus guías, sus modelos favoritos, con todo lo bueno y lo malo que llevemos dentro. Y aquí aparece ya la primera trampa. La copia puede llegar a ser tan perfecta que al final la individualidad no encuentre resquicios para poder manifestarse. Por tanto, si no estamos atentos cuando llegue el momento de dejarles que desplieguen sus propias alas, y les instamos a seguir reproduciéndonos, ellos habrán perdido su libertad, su mismidad, y lo que es peor, habrán fracasado en su propio proyecto de vida. 

Entonces ¿qué podemos hacer? Quizás simplemente mantener en todo momento el pensamiento:

                        “Ante mí veo un ser en desarrollo que confía en mí,
                        y al que yo quiero llevar de la mano hacia su propio    
                        objetivo”.

De este modo, me convierto en un iniciador ante su iniciado, y la relación alcanza así un nivel muy superior al meramente carnal o material. Yo voy a ser el testigo de su evolución, su ángel guardián, el que llevará siempre presente la imagen de su propio objetivo. Y aunque por momentos se desvíe de su meta, no puedo perder la fe en este nuevo ser que se ha puesto a mi cuidado, pues mi fe en él será como la luz que le guíe en los momentos oscuros de su camino.

Realmente, el mundo está necesitando padres y madres que reúnan los requisitos para convertirse en guías de sus hijos. Los hijos necesitan personas cuerdas, auto-educadas, cuyos valores se encaminen hacia la búsqueda de la verdad, y no de las apariencias; personas honestas, que se respeten y que sepan respetar a los demás, que busquen su libertad y que sean capaces de darla sin reservas; personas, en definitiva, que se trabajen a sí mismas, que no tiren nunca la toalla, que no piensen que por alcanzar una determinada edad ya llegaron al puerto y ahora pueden quedarse sentadas viviendo de las rentas. 

Los seres humanos estamos en permanente evolución, en permanente crecimiento, y esto es lo mejor que podemos ofrecer a nuestros hijos. Podemos no saber, podemos equivocarnos, podemos arrastrar deficiencias, neurosis, problemas, pero si ellos ven que no nos detenemos, que seguimos buscando, que queremos continuar aprendiendo, de ellos incluso, de ellos a veces más que de nadie, puesto que ellos son los motores que nos impulsan hacia delante, quienes nos obligan a no quedarnos dormidos en el sofá de la vida burguesa, entonces ellos creerán en nosotros y creerán en sí mismos, en su propia capacidad para seguir avanzando.  

Luchemos, en primer lugar por nosotros mismos, por alcanzar nuestro propio proyecto de vida. Esta será la mejor herencia que podemos dejarles: nuestro ejemplo de vida. Y, al mismo tiempo, ayudémosles a que encuentren su espacio y sus propios valores que les permitan transformar el mundo en un lugar mejor.

Así pues, ¡ánimo, que queda mucha tarea por delante!






1 Comment
Forward>>

    Autora

    Sofía Pereira

    Categorias

    Todos
    Desarrollo Personal
    Educación
    Relaciones De Pareja

    Fuente RSS

Con tecnología de Crea tu propio sitio web único con plantillas personalizables.