Un año más y una nueva carta a los Reyes o a Santa Claus para renovar las existencias del ya abultado almacén de juguetes en el que se ha convertido el cuarto de los niños.
Y ellos, contagiados por el virus del consumo, se disponen a acumular más y más trozos de plástico sin alma con los que adormecer el hastío y el aburrimiento que les produce ese objeto que no le deja desplegar su capacidad imaginativa y creadora.
Y, sin embargo, el niño se alimenta jugando, pues el juego es para él su verdadera herramienta de aprendizaje en la vida. A través del juego va descubriendo e interactuando con el mundo en un proceso de creación permanente donde todo puede transformarse y devenir aquello que su imaginación va plasmando. La imaginación necesita la posibilidad de desarrollarse, y ante el juguete “perfecto”, que lo hace todo, donde el niño ya no puede poner nada de sí mismo, se paraliza. El niño se aburre y abandona al poco tiempo por falta de interés.
Este hiperrealismo con el que estamos agrediendo a nuestros pequeños destruye en ellos no solo la fantasía en el juego, sino más adelante su capacidad imaginativa a la hora de resolver problemas y de vivir con creatividad su existencia. Una imaginación pobre o sin desarrollar genera un modo de pensar rígido, con poca o nula plasticidad interior. La fantasía es creadora, se adapta a los cambios, vive en una continua metamorfosis que agiliza y vuelve flexible nuestro existir.
La intención de un niño no es buscar la practicidad de las cosas, como nos ocurre a los adultos. Ellos se mueven en procesos de construcción-destrucción en esa búsqueda que les incita a descubrir la fluyente y cambiante transformación de los elementos con los que se recrean.
El juguete debería ser ese elemento que le permite y le ayuda a crear, a desplegar toda su fantasía y su capacidad de transformar todo lo que le rodea. Y no tendría tampoco que estar ligado a su valor económico. Un palo encontrado en el campo puede hacer funciones muy diversas en un juego. Por eso, tampoco tiene sentido que el adulto se enfade si el niño se dedica a desmontar por piezas un objeto regalado. Su interés va a ir más allá de la apariencia perfecta y terminada del juguete, a la búsqueda de los secretos que pueda esconder en su interior.
El interés de los niños también desaparece cuando se ven abrumados por el exceso de juguetes con los que muchos padres intentan tapar su ausencia en la vida de sus hijos. Muchos objetos, colores, formas, volúmenes, son una agresión para ellos. Es demasiada información que no pueden canalizar adecuadamente. Ante tal exceso se produce un bombardeo a sus sentidos que se ven forzados a desplazar la atención de un objeto a otro, sin lograr concentrarse en ninguno. Esto les descentra, les obliga a relacionarse con dichos objetos de una forma muy superficial, lo cual se refleja posteriormente también en un pensamiento caótico, de arenas movedizas, que les lleva a sentir aburrimiento, hastío y falta de vitalidad.
Los niños se aburren. Agonizan enterrados en cosas y más cosas, carentes del juego y la aventura compartidos. Languidecen en un mundo que no les permite ser niños, investigar, conocer por sí mismos, aventurarse, mezclarse, caerse y levantarse… Estamos ahogándoles en datos, en materia, en productos, en exigencias que no pueden digerir. Y, al final, prefieren zambullirse en mundos virtuales que les permitan huir de su propia realidad, o dormitar ante la televisión contemplando cómo viven otros, cómo juegan otros, convirtiéndose así en espectadores de la vida en vez de en protagonistas de la misma.
De su experiencia con el juego, de la libertad que puedan experimentar a través del mismo, de la capacidad que generen para cambiar, transformar, enriquecer y crear, brotarán las semillas que luego se manifestarán como capacidad para cambiar, transformar, enriquecer y crear su propia realidad.
Y ellos, contagiados por el virus del consumo, se disponen a acumular más y más trozos de plástico sin alma con los que adormecer el hastío y el aburrimiento que les produce ese objeto que no le deja desplegar su capacidad imaginativa y creadora.
Y, sin embargo, el niño se alimenta jugando, pues el juego es para él su verdadera herramienta de aprendizaje en la vida. A través del juego va descubriendo e interactuando con el mundo en un proceso de creación permanente donde todo puede transformarse y devenir aquello que su imaginación va plasmando. La imaginación necesita la posibilidad de desarrollarse, y ante el juguete “perfecto”, que lo hace todo, donde el niño ya no puede poner nada de sí mismo, se paraliza. El niño se aburre y abandona al poco tiempo por falta de interés.
Este hiperrealismo con el que estamos agrediendo a nuestros pequeños destruye en ellos no solo la fantasía en el juego, sino más adelante su capacidad imaginativa a la hora de resolver problemas y de vivir con creatividad su existencia. Una imaginación pobre o sin desarrollar genera un modo de pensar rígido, con poca o nula plasticidad interior. La fantasía es creadora, se adapta a los cambios, vive en una continua metamorfosis que agiliza y vuelve flexible nuestro existir.
La intención de un niño no es buscar la practicidad de las cosas, como nos ocurre a los adultos. Ellos se mueven en procesos de construcción-destrucción en esa búsqueda que les incita a descubrir la fluyente y cambiante transformación de los elementos con los que se recrean.
El juguete debería ser ese elemento que le permite y le ayuda a crear, a desplegar toda su fantasía y su capacidad de transformar todo lo que le rodea. Y no tendría tampoco que estar ligado a su valor económico. Un palo encontrado en el campo puede hacer funciones muy diversas en un juego. Por eso, tampoco tiene sentido que el adulto se enfade si el niño se dedica a desmontar por piezas un objeto regalado. Su interés va a ir más allá de la apariencia perfecta y terminada del juguete, a la búsqueda de los secretos que pueda esconder en su interior.
El interés de los niños también desaparece cuando se ven abrumados por el exceso de juguetes con los que muchos padres intentan tapar su ausencia en la vida de sus hijos. Muchos objetos, colores, formas, volúmenes, son una agresión para ellos. Es demasiada información que no pueden canalizar adecuadamente. Ante tal exceso se produce un bombardeo a sus sentidos que se ven forzados a desplazar la atención de un objeto a otro, sin lograr concentrarse en ninguno. Esto les descentra, les obliga a relacionarse con dichos objetos de una forma muy superficial, lo cual se refleja posteriormente también en un pensamiento caótico, de arenas movedizas, que les lleva a sentir aburrimiento, hastío y falta de vitalidad.
Los niños se aburren. Agonizan enterrados en cosas y más cosas, carentes del juego y la aventura compartidos. Languidecen en un mundo que no les permite ser niños, investigar, conocer por sí mismos, aventurarse, mezclarse, caerse y levantarse… Estamos ahogándoles en datos, en materia, en productos, en exigencias que no pueden digerir. Y, al final, prefieren zambullirse en mundos virtuales que les permitan huir de su propia realidad, o dormitar ante la televisión contemplando cómo viven otros, cómo juegan otros, convirtiéndose así en espectadores de la vida en vez de en protagonistas de la misma.
De su experiencia con el juego, de la libertad que puedan experimentar a través del mismo, de la capacidad que generen para cambiar, transformar, enriquecer y crear, brotarán las semillas que luego se manifestarán como capacidad para cambiar, transformar, enriquecer y crear su propia realidad.