La vida como educadores de las nuevas generaciones exige de nosotros una enorme apertura interior, dosis extraordinarias de paciencia, sentido común y, sobre todo, un intenso trabajo con nosotros mismos. Ya que los niños aprenden fundamentalmente a través de la imitación, lo más adecuado sería que nuestro ejemplo fuese impecable, pero esto no puede ocurrir a menos que nos pongamos a trabajar en la demolición, reajuste, y construcción de nuevos, sanos y equilibrados espacios interiores. El hecho de que este proceso curativo no se esté llevando a cabo, por desconocimiento o por las razones que sean, no implica que los padres no se esfuercen por evitar que sus hijos vivan sus mismas experiencias traumáticas. Y esto es lo que les impulsa a tratar de resolver cada uno de sus problemas, frustraciones y conflictos en la persona de sus hijos, a quienes, de manera inconsciente, van a traspasar el testigo, junto con la carga del mismo.
La evolución es en realidad una gigantesca cadena de experiencias que va pasando de generación en generación en un permanente intento de resolver los enredos que se han ido formando en el complicado juego de las relaciones humanas, especialmente las que se dan en el seno de la familia. Se trata, por tanto, de una herencia ancestral que recibimos simplemente por el hecho de nacer en una familia determinada. Así, problemas no resueltos por las generaciones anteriores caen sobre los nuevos miembros como una pesada carga que va a condicionar su vida, y requerir impulsos y movimientos nuevos con objeto de sanar y mejorar a todo el sistema. Lamentablemente, lo más frecuente es ver cómo se reproduce una y otra vez el mismo esquema, es decir, la triste repetición de hechos similares producidos, ya no tanto por imitación, que también, sino por no encontrar la forma de romper con la fatídica tendencia (véase, por ejemplo, la secuencia padre maltratador- hijo maltratador; mujer maltratada - hija maltratada; padre alcohólico - hijo alcohólico, etc.), hasta que alguien, fruto de su trabajo interior lograr romper la cadena liberando con ello a todos sus componentes.
Toda unidad familiar se estructura en base a un sistema jerárquico con unos roles bien definidos. La salud y equilibrio del grupo se produce cuando cada miembro se ubica, actúa y toma responsabilidad desde el lugar que le corresponde como padre, madre, hijo, hija, hermano, etc. Sin embargo, este orden se ve alterado en la mayor parte de las ocasiones. Vemos a mujeres encarnando con su pareja el rol de madres, y/o situándose como hijas con sus hijos; a los hijos haciendo de madres-padres-amigos-consejeros…., y sí hasta generar un auténtico desorden jerárquico de graves consecuencias para todo el conjunto.
No obstante, el impulso que se encuentra tras esta alteración resulta del deseo de resolver los conflictos de todo el grupo, pero cuya raíz estriba en la insalubridad de las soluciones aportadas por todos o algunos de los componentes del sistema, que abandonan la posición que les es propia, así como la responsabilidad de la misma, para abordar y hacerse cargo de otra desde la que creen que pueden manejar mejor la problemática.
Un medio semejante, ya alterado y enfermo, con unos padres que no han podido sanar las heridas de sus niños internos, hace que como hijos no podamos crecer y desarrollar todas las potencialidades. Nuestros niños heridos permanecen ocultos y solitarios, acurrucados en una pequeña cueva de miedo y dolor, mientras nos ven avanzar a través de las experiencias que nos facilita el transcurso del tiempo. A veces, estos niños a los que dejamos apartados al borde del camino, tiran de nosotros con tal fuerza que nos obligan a regresar a esa zona de dolor desconocida y, sin embargo, a la que tantas veces acudimos, y que nos induce a pensar que aunque avancemos, siempre estamos en el mismo punto. Y este punto es nuestro niño herido, quien reclama una y otra vez nuestra atención porque necesita ser reconocido, rescatado y sanado.
Lo que es evidente es que todos los problemas no resueltos en los padres van a acabar de forma irremediable en el archivo oculto o menos oculto de los hijos, los cuales tomarán esta carga en el sempiterno impulso de resolver lo que las generaciones precedentes no supieron hacer. Y en este caos, que a menudo es la familia, veremos a muchos niños (niños de los padres y niños propios) peleando entre sí tratando de reclamar lo que les fue negado, así como dándose apoyo y protección. Y si observamos con detenimiento, seremos testigos de una fidelidad al grupo tan intensa que, por ejemplo, muchos hijos sacrificarán su vida y su libertad intentando hacerse cargo de esos niños heridos que perciben en sus padres y que, hasta no ser sanados, les impiden emprender su propio vuelo. En algún lugar de su inconsciente sienten que si sus raíces (sus padres) no están sanas, el árbol que ellos van a devenir no podrá expander todas sus ramas y albergar todos sus frutos. Encadenados ambos (madre-hija o padre-hijo, etc.) en un circuito cerrado, permanecerán atados y bloqueados, sin poder escapar, a menos que alguno de ellos descubra el origen del circuito, lo sane, y se sitúe, haciéndose cargo de su propia vida, en el lugar jerárquico que le corresponde. Lo interesante de todo esto es que, aunque las soluciones encontradas puedan resultar equivocadas y crear enormes sufrimientos, la realidad es que es el amor quien va a propiciar todos los movimientos del sistema familiar.
Es el amor a sus hijos, así como también a sus propios niños agazapados en su interior, que son quienes recibieron el daño que ellos como adultos acarrean, quien lleva a los padres que sufrieron severos límites en su educación, a convertirse en modelos absolutamente permisivos. Lo que les motiva es transformar el método educativo en otro considerado más amoroso, con objeto de sanar todo el dolor del pasado, así como impedir que los hijos (generación futura) no tengan que padecerlo. Pero en este tratar de evitar el sufrimiento no se dan cuenta de que su modelo, ausente de límites, genera caos y descontrol en la vida de sus hijos, los cuales, para crecer de manera sana, segura y equilibrada necesitan pautas que les orienten y guíen.
Aquellos que padecieron severidad y frialdad, pueden convertirse en el prototipo de padres que persiguen a sus hijos para aburrirles con sus interminables muestras de afecto que acaban asfixiando a los pequeños, encerrados en la rosada burbuja limitante del amor brotado del vacío y de la ausencia. El amor es una poderosa energía que libera y expande. Nunca encorseta ni se impone.
Hijos de padres exigentes, poco amistosos y nada respetuosos, pueden, o bien reproducir el modelo (esto en todos los casos), o funcionar justo con el contrario, es decir, siendo más amigos y colegas que progenitores y guías, así como muy condescendientes y con dificultades para aplicar la autoridad que los niños necesitan. Pero los amigos son ellos quienes van a elegirlos y a encontrarlos. Es muy importante que en educación los roles estén muy claros y no lleven a los niños a confusiones desequilibrantes.
Cuando los padres no tuvieron juguetes de niños, por ejemplo, o hubo alguno en especial que deseaban y nunca llegó, colman su vacío llenando las habitaciones de sus hijos como si fuesen auténticos bazares. Lugares que impactan por la multitud de estímulos que generan en ellos desestabilizándoles y llevándoles a estados de apatía en los que, aburridos, acaban sin saber a qué jugar. Eso, además de hacerles creer que el mundo gira a su alrededor listo para satisfacer el más mínimo de sus constantes caprichos generados por una abundancia extrema en la que no pudieron participar.
Si se padeció de algún tipo de desarreglo, como por ejemplo bulimia o anorexia, se pondrá un énfasis excesivo en el tema de la alimentación, preocupándose de manera exagerada en supervisar todo lo que coman o no deban comer. Esto, de un modo sutil, va a contribuir a fomentar en esos niños una relación poco natural con la comida que puede degenerar en trastornos alimenticios.
Problemas de autoestima, de falta de amor podrán llevar a amar de forma desmesurada. Toda la energía, intereses, el tiempo, la propia vida, anulados en pos de los hijos. ¡Les damos todo! ¡No queda nada para nosotros! Esclavos y rendidos a sus pies, les convertimos en pequeños reyes tiranos que acaban maltratándonos. ¿Dónde dejamos el amor que nos debíamos? ¿Dónde el respeto? Pero, nuevamente en el juego de maestría que es la relación familiar, estos hijos, en su maltrato, estarán siendo nuestros mejores maestros, proyectando en el espejo nuestra deteriorada imagen y ayudándonos así a salir de ese esquema de víctimas que se auto inmolan perdiendo su genuina identidad y dignidad.
¿A quién culpar? ¿Dónde y de qué manera se inició esta interminable cadena?
El tema no es llenar nuestras bolsas con más culpa de la que ya cargamos, sino simplemente invitarnos a volver la mirada en cada ocasión a nuestras acciones, pensamientos, emociones, reacciones y actitudes, con objeto de ir trabajando sobre todas esas historias del pasado que crearon las heridas que aún sangran y que, sin que nos demos cuenta, están influenciando precisamente nuestro modo de vivir y, por tanto, nuestra realidad.
Los hijos están frente a nosotros como espejos mágicos en los que mirarnos. La maravilla es que juntos vamos a realizar el mayor trabajo de nuestra vida, pues ellos, no solo necesitan de nuestra guía y cuidados, sino que están ahí para impulsarnos, para hacernos avanzar, para obligarnos a traspasar todas nuestras limitaciones y parálisis. Su energía vital, fresca y nueva, será como una nueva savia que va a activar nuestras dormidas y cansadas conciencias.
En este incesante aprendizaje que es el vivir, ¡ellos serán nuestros mejores maestros!
¡Sanemos nuestra vida y permitámosles emprender su propio vuelo!