¿Egoístas los padres? Si, y aunque me crucifiquen seguiré diciendo: Si!!! No pretendo con esta afirmación culpabilizar ni demonizar, solo invitar a una serena y sincera reflexión. El egoísmo es un impulso natural que, en su afán por protegernos, adopta distintos caminos. Uno de ellos brota del profundo deseo de mantener algo que queremos, que nos llena o que sentimos nos enriquece. Y perder no es fácil, ¡duele! Pero no es solo eso lo que mueve el egoísmo de los padres; es también un escondido deseo de vivir a través de los hijos aquello que no pudimos o no supimos crear para nosotros mismos. Nuestros dolores, frustraciones y vacíos nos impulsan a utilizar esa energía nueva y moldeable que es esa vida que se nos brinda y donde, inconscientemente, como si de un libro en blanco se tratase, intentamos reescribir nuestra historia. Y así, impulsamos sus acciones, influimos en sus creencias, confeccionamos a nuestra medida sus valores, juzgamos y moldeamos sus emociones y, por último, tratamos de dirigir sus destinos profesionales, familiares y sociales.
Este sabotaje a la libertad de nuestros hijos presenta diversas formas muy a menudo tipificadas en dos modelos: el paterno y el materno. El modelo paterno suele ser la voz predominante, el guía incontestable, el que tiene la última e incuestionable palabra. Así, vence al nuevo árbol con su autoridad inquebrantable ante la que el hijo se doblega, se repliega sin poder ya desplegar sus propias ramas. Es la ley del más fuerte, la ley del miedo, de la incomunicación, de la falta absoluta de respeto. Otro modelo, no por ello menos dañino, es el padre ausente, el que no quiere saber nada porque bastantes problemas tiene ya en su trabajo y su hogar es su reducto; un lugar donde todos callan para que él reine a sus anchas desatendiendo las necesidades del resto de su amordazado rebaño. Y un tercero aún más confuso: el padre amable, simpático y aparentemente amoroso, pero que les contempla desde las lejanías de su desinterés, de su ausencia profunda. Se acerca a ellos superficialmente, sin llegar a adentrarse en lo que vive en lo profundo de sus corazones.
El modelo materno es todavía más complejo. Aquí reina el dominio por la voracidad de un amor que ata, que encadena. Un amor que lo da todo pero que reclama su recompensa. Amor que debilita cuando, en su afán por conquistar a la presa, la encierra en mil cuidados y protecciones que la impiden desarrollar sus propias fuerzas. Débiles, incapaces, sometidos y dependientes, los hijos permanecen atados a ese cordón que se hace más fuerte y que deviene yugo que les alimenta de culpa y de reproches si osan intentar romperlo. Madres arañas, que tejen sus mortíferas telas. Madres que no permiten que vueles con tus propias alas, que decidas tu vida, que elijas tus retos, que te equivoques, pruebes, caigas y te eleves. Madres que rivalizan, que no permiten que brilles, ni triunfes porque, rota su autoestima, necesitan estar siempre por encima. Madres, algunas, que te culpan por querer ser quien eres, porque les debes tu vida y no te permiten arrancarte de sus pegajosas redes. Las hay mejores, más honestas, menos dañinas, pero ¡cuánto beben de esas fuentes y cuánto lamentan cuando quedan solas, sin encontrar suficiente aliciente en sus abandonadas vidas que existieron solo para los hijos y que solo de ellos recibieron alimento!
Yo fui una de ellas y el dolor de su pérdida me enseñó a bucear en mis adentros para encontrar los vacíos que me impulsaban a aferrarme a esos salvavidas en mi océano desierto. Según dejaba caer los velos que impedían mi visión, me encontré con todo lo que había detrás de ese amor y esa generosidad de la que tanto alardeaba, para descubrir que damos para recibir, que vampirizamos sus vidas esperando que cumplan nuestras expectativas, nuestros anhelos y, si no lo hacen, nos sentimos defraudados, estafados. Hasta sus éxitos los hacemos nuestros, como si fueran méritos propios. Percibí el egoísmo de los padres, nuestra voracidad por conquistarlos, por convertirlos en preciados objetos que nos pertenecen.
En mis interminables reflexiones me hice consciente de cuánto nos dan los hijos. Me preguntaba quién da la vida a quién. Quizás eran ellos los que llenaban nuestra existencia colmándola de sentido, de savia nueva y, al alejarse, esa savia dejaba de fluir obligándonos a ser nosotros, desde nuestro propio caudal desconocido y dormido, quienes teníamos que crearla.
¡Hasta eso nos regalan! Su marcha nos invita a renovarnos, a reencontrarnos, a sanar las viejas heridas y enfrentar la nueva etapa de nuestras vidas desde nuestras propias fuerzas. Al cortar el cordón que nos unía nos ofrecen la libertad de poder desplegar las alas que nuestros miedos tenían retenidas.
No dudo que habrá padres extraordinarios a los cuales felicito y admiro. No es a ellos a quienes va dirigido este artículo.
Este sabotaje a la libertad de nuestros hijos presenta diversas formas muy a menudo tipificadas en dos modelos: el paterno y el materno. El modelo paterno suele ser la voz predominante, el guía incontestable, el que tiene la última e incuestionable palabra. Así, vence al nuevo árbol con su autoridad inquebrantable ante la que el hijo se doblega, se repliega sin poder ya desplegar sus propias ramas. Es la ley del más fuerte, la ley del miedo, de la incomunicación, de la falta absoluta de respeto. Otro modelo, no por ello menos dañino, es el padre ausente, el que no quiere saber nada porque bastantes problemas tiene ya en su trabajo y su hogar es su reducto; un lugar donde todos callan para que él reine a sus anchas desatendiendo las necesidades del resto de su amordazado rebaño. Y un tercero aún más confuso: el padre amable, simpático y aparentemente amoroso, pero que les contempla desde las lejanías de su desinterés, de su ausencia profunda. Se acerca a ellos superficialmente, sin llegar a adentrarse en lo que vive en lo profundo de sus corazones.
El modelo materno es todavía más complejo. Aquí reina el dominio por la voracidad de un amor que ata, que encadena. Un amor que lo da todo pero que reclama su recompensa. Amor que debilita cuando, en su afán por conquistar a la presa, la encierra en mil cuidados y protecciones que la impiden desarrollar sus propias fuerzas. Débiles, incapaces, sometidos y dependientes, los hijos permanecen atados a ese cordón que se hace más fuerte y que deviene yugo que les alimenta de culpa y de reproches si osan intentar romperlo. Madres arañas, que tejen sus mortíferas telas. Madres que no permiten que vueles con tus propias alas, que decidas tu vida, que elijas tus retos, que te equivoques, pruebes, caigas y te eleves. Madres que rivalizan, que no permiten que brilles, ni triunfes porque, rota su autoestima, necesitan estar siempre por encima. Madres, algunas, que te culpan por querer ser quien eres, porque les debes tu vida y no te permiten arrancarte de sus pegajosas redes. Las hay mejores, más honestas, menos dañinas, pero ¡cuánto beben de esas fuentes y cuánto lamentan cuando quedan solas, sin encontrar suficiente aliciente en sus abandonadas vidas que existieron solo para los hijos y que solo de ellos recibieron alimento!
Yo fui una de ellas y el dolor de su pérdida me enseñó a bucear en mis adentros para encontrar los vacíos que me impulsaban a aferrarme a esos salvavidas en mi océano desierto. Según dejaba caer los velos que impedían mi visión, me encontré con todo lo que había detrás de ese amor y esa generosidad de la que tanto alardeaba, para descubrir que damos para recibir, que vampirizamos sus vidas esperando que cumplan nuestras expectativas, nuestros anhelos y, si no lo hacen, nos sentimos defraudados, estafados. Hasta sus éxitos los hacemos nuestros, como si fueran méritos propios. Percibí el egoísmo de los padres, nuestra voracidad por conquistarlos, por convertirlos en preciados objetos que nos pertenecen.
En mis interminables reflexiones me hice consciente de cuánto nos dan los hijos. Me preguntaba quién da la vida a quién. Quizás eran ellos los que llenaban nuestra existencia colmándola de sentido, de savia nueva y, al alejarse, esa savia dejaba de fluir obligándonos a ser nosotros, desde nuestro propio caudal desconocido y dormido, quienes teníamos que crearla.
¡Hasta eso nos regalan! Su marcha nos invita a renovarnos, a reencontrarnos, a sanar las viejas heridas y enfrentar la nueva etapa de nuestras vidas desde nuestras propias fuerzas. Al cortar el cordón que nos unía nos ofrecen la libertad de poder desplegar las alas que nuestros miedos tenían retenidas.
No dudo que habrá padres extraordinarios a los cuales felicito y admiro. No es a ellos a quienes va dirigido este artículo.