La irrupción en nuestra vida del universo tecnológico está literalmente haciendo desaparecer las relaciones directas donde poder sentirse, compartirse y enriquecerse mutuamente. Esto es aún más grave en el mundo infantil. Los parques están quedando vacíos. Ya no vemos niños corriendo, cantando, saltando a la cuerda, subiéndose a los árboles… Están demasiado ocupados en sus escuelas, aprendiendo más y más datos irrelevantes que llenan sus cabezas y corazones de contenidos vacíos. Y cuando salen de allí, tienen que correr a sus múltiples actividades extraescolares en las que también han de ser los mejores, siempre en permanente competición. Después, al llegar a casa, les esperan los deberes, invadiéndoles de datos innecesarios que les van secando el alma, ávida de explorar espacios y compartir los sueños. Y, cuando al fin pueden disfrutar de un tiempo libre, no es compartiendo experiencias y juegos con otros, sino en la soledad de sus juguetes virtuales donde, pasivamente se adentran en espacios muertos.
La naturaleza parece no estar de moda. No queda tiempo para ir a visitarla. Incluso los parques se desvistieron de árboles, arbustos, arena, piedras…, y se llenaron de cemento y de aparatos de plástico de brillantes colores donde llevar a los pequeños a jugar. Ya está todo hecho. No les dejamos improvisar, descubrir, crear, imaginar. Ya no suben a los árboles, ya no fabrican sus propios columpios, ya no crean toboganes tirándose en croqueta por las pendientes como hacíamos antes. La generación a la que pertenezco no amaba demasiado a los niños. Los dejó a su aire y así pudimos tener la libertad de crear nuestras propias diversiones, casi carentes de juguetes prefabricados. Pasábamos horas y horas en los parques donde se escuchaban canciones infantiles acompañadas por el sonido de la cuerda de saltar o de la pelota al botar.
Nuestros niños están dejando de serlo. Son pequeños adultos enganchados como nosotros a la tecnología, a sus móviles que aíslan, sus tabletas, televisores y juegos virtuales. Les vemos caminar pálidos por los centros comerciales adictos al consumo, a buscar en lo externo lo que no están pudiendo desarrollar desde su interior. Hay que volver a sacarles a los parques y rescatar los juegos compartidos. No permitir que sigan aislados en sus casas viviendo en un mundo falso que va devorando su vitalidad y energía. Están llenos de cosas materiales, pero lo que les completa no está, y así se ahogan en ese falso mundo que parece aliviar sus vacíos interiores.
Urge encontrar momentos para salir con ellos al bosque y observar cómo corre un río, cómo resbala por las piedras, puliéndolas y cambiando sus formas. Ver dónde anidan los pájaros, cómo recolectan sus víveres las hormigas, cómo forma esas enormes bolas el escarabajo patatero que carga con extraordinaria y tenaz voluntad. Mirar las nubes y jugar a ver ellas sus cambiantes dibujos. Recuperar el tacto de la hierba, divertirse creando mil historias con los palos, las piñas, las hojas y las piedras.
La naturaleza es nuestra mejor escuela. Ella nos enseña que la vida es un permanente cambio y transformación, que la muerte da paso siempre a la vida, como les ocurre a los árboles en invierno, renaciendo aún más esplendorosos en primavera. Los niños pueden aprender de ella tenacidad, abundancia, riqueza, creatividad, belleza, armonía, comunión, inmensidad, poder, cooperación. Todo está ahí. Es la gran maestra del vivir. Enseñemos a los niños a amarla, a gozarla y a respetarla como la madre que en verdad es de todos nosotros.
La naturaleza parece no estar de moda. No queda tiempo para ir a visitarla. Incluso los parques se desvistieron de árboles, arbustos, arena, piedras…, y se llenaron de cemento y de aparatos de plástico de brillantes colores donde llevar a los pequeños a jugar. Ya está todo hecho. No les dejamos improvisar, descubrir, crear, imaginar. Ya no suben a los árboles, ya no fabrican sus propios columpios, ya no crean toboganes tirándose en croqueta por las pendientes como hacíamos antes. La generación a la que pertenezco no amaba demasiado a los niños. Los dejó a su aire y así pudimos tener la libertad de crear nuestras propias diversiones, casi carentes de juguetes prefabricados. Pasábamos horas y horas en los parques donde se escuchaban canciones infantiles acompañadas por el sonido de la cuerda de saltar o de la pelota al botar.
Nuestros niños están dejando de serlo. Son pequeños adultos enganchados como nosotros a la tecnología, a sus móviles que aíslan, sus tabletas, televisores y juegos virtuales. Les vemos caminar pálidos por los centros comerciales adictos al consumo, a buscar en lo externo lo que no están pudiendo desarrollar desde su interior. Hay que volver a sacarles a los parques y rescatar los juegos compartidos. No permitir que sigan aislados en sus casas viviendo en un mundo falso que va devorando su vitalidad y energía. Están llenos de cosas materiales, pero lo que les completa no está, y así se ahogan en ese falso mundo que parece aliviar sus vacíos interiores.
Urge encontrar momentos para salir con ellos al bosque y observar cómo corre un río, cómo resbala por las piedras, puliéndolas y cambiando sus formas. Ver dónde anidan los pájaros, cómo recolectan sus víveres las hormigas, cómo forma esas enormes bolas el escarabajo patatero que carga con extraordinaria y tenaz voluntad. Mirar las nubes y jugar a ver ellas sus cambiantes dibujos. Recuperar el tacto de la hierba, divertirse creando mil historias con los palos, las piñas, las hojas y las piedras.
La naturaleza es nuestra mejor escuela. Ella nos enseña que la vida es un permanente cambio y transformación, que la muerte da paso siempre a la vida, como les ocurre a los árboles en invierno, renaciendo aún más esplendorosos en primavera. Los niños pueden aprender de ella tenacidad, abundancia, riqueza, creatividad, belleza, armonía, comunión, inmensidad, poder, cooperación. Todo está ahí. Es la gran maestra del vivir. Enseñemos a los niños a amarla, a gozarla y a respetarla como la madre que en verdad es de todos nosotros.