
Dicen que los niños vienen con un pan debajo del brazo, pero con lo que desde luego no nacen es con un manual de instrucciones. Educar es un arte para el que desgraciadamente muchos no suelen prepararse: la mayoría de los padres nos vemos obligados a improvisar sobre la marcha, y o bien reproducimos el modelo anterior o, si hemos salido excesivamente escaldados de tanto autoritarismo, optamos por aplicar justamente lo contrario. Y es curioso que a los seres humanos tan dados a hacer “masters” de cualquier cosa, y a especializarnos hasta la saciedad profesionalmente, no se nos haya ocurrido pensar en la educación de nuestros hijos como una profesión, como un trabajo a tiempo total en el que uno no puede hacer reclamaciones, ni despedirse, ni, en el peor de los casos, tratar de devolver el producto por defectuoso o por no saber manejarlo.
Hemos de tomar consciencia de que es preciso prepararse, con tanto o más afán, como lo hacemos para el resto de las profesiones. Nuestros hijos son la simiente del mañana. Todo lo que hoy sembremos en ellos será la nueva dote de la humanidad venidera, y de los valores que sepamos despertar en ellos depende el giro que ésta pueda tomar. De ahí la importancia de desarrollar el arte de educar, que no es otra cosa que guiar al nuevo ser y ayudarle para que pueda desplegar todas sus capacidades y libremente trazar su camino en esta gran aventura que es la vida. Enseñarle a transformar el dolor en felicidad, las guerras en respeto mutuo, las intolerancias y represiones en armonía y creatividad; y lo más importante de todo: ayudarle a ser él mismo, y no una vulgar copia nuestra.
En esta ardua tarea que es educar vemos con frecuencia dos modelos contradictorios que son precisamente los que hemos de evitar. Me refiero al tipo de educación que oscila entre la permisividad y la exigencia. Entre estos dos polos el niño se siente perdido, en permanente desequilibrio. Por un lado crece sin límites creyendo que todo es posible, que no tiene más que montar una buena rabieta para que su deseo se realice, y así empuja cada vez más. Quiere saber hasta dónde va a llegar la paciencia de sus progenitores, que siguen cediendo a sus caprichos, y de este modo se va convirtiendo en un pequeño déspota.
Pero el golpetazo no se hace esperar. Los padres, navegando en medio del oleaje, de pronto pierden los nervios, y como no están asumiendo su responsabilidad como educadores o guías, aparecen las exigencias, las recriminaciones, los castigos, las bofetadas, los malos modos. Le hacen sentir que es él quien tiene la culpa de todo. Él es el niño malo, al que no pueden querer. Él es quien tiene que cambiar, modificar su conducta, portarse bien, hacer felices a sus padres, etc. Y el pequeño se hunde sin comprender lo que está pasando. Sus padres le miran con rencor, haciéndole el blanco de sus propias frustraciones. Con la disculpa de que el niño ha rebasado todos los límites, le aplican un castigo, generalmente desmedido, y el pequeño se queda asustado y anda por ahí medio encogido, sin hacerse notar, no vaya a ser que las furias se lancen de nuevo en su contra. Sin embargo, en cuanto se calman las aguas, y sin tiempo ni para decir amén, el niño se ve libre del castigo. Y otra vez empieza el vaivén: consentido-exigido, culpado-perdonado.
Los niños que tienen que padecer semejante desatino andan tan perdidos que muchos desembocarán en un mundo de incertidumbre y desasosiego que posteriormente puede abocar hacia las drogas, el alcohol o las sectas, en un intento por colmar un vacío interior, por rebelarse ante un mundo que no ha sabido acogerles, que no tiene en cuenta sus necesidades, y en el que no pueden crecer saludablemente, ya que no les brinda las oportunidades para poder desarrollarse en plenitud. Las drogas al menos le proporcionarán una realidad más agradable a corto plazo que la que tienen delante.
Ellos necesitan claridad, criterios estables y unos límites claros en los que poder crecer. No puede haber un “no” ahora y dos minutos después un “sí”. Por otro lado, tienen que aprender también a asumir las consecuencias de sus actos, de modo que si han hecho algo que produce un daño en otros, hemos de ayudarles a repararlo, ya que eso cerrará correctamente un ciclo iniciado negativamente.
Es importante tener en cuenta tres reglas fundamentales:
· Si valoramos lo positivo, obtendremos positivo. Esto quiere decir que si somos capaces de destacar e incentivar todo lo bueno y lo positivo que hacen los pequeños, ellos estarán felices, se sentirán aceptados, acogidos, y podrán desarrollar la tan necesaria autoestima, además de mantener su interés en seguir cultivando actitudes positivas.
· Si premiamos lo negativo, obtendremos negativo. Si cada rabieta la premiamos con un caramelo, un programa de TV o cualquier otra cosa que el niño reclame de una forma negativa, no nos extrañemos si dichas actitudes se vuelven crónicas. El niño habrá comprendido perfectamente nuestro punto débil y lo que tiene que hacer para lograr sus caprichos.
· Si penalizamos lo negativo, obtendremos positivo. Se trata de ayudarles a tomar consciencia de “causa y efecto”, es decir, que las acciones que acometemos tienen siempre consecuencias. Esto les ayuda a desarrollar el sentido de la responsabilidad, el respeto mutuo, el derecho a la libertad de los demás. No es, ni mucho menos el castigo “venganza” empleado como un arma de poder con el que atemorizar a los niños para lograr manejarlos, sino un sistema reparador, aplicado con amor, cuyo objetivo es que el niño aprenda a vivir desde una perspectiva positiva, eficaz, creativa y respetuosa, tanto hacia sí mismo como hacia el mundo en el que está incorporándose, y que él mismo va a modificar una vez que haya desplegado cuidadosamente sus propias alas.
Hemos de tomar consciencia de que es preciso prepararse, con tanto o más afán, como lo hacemos para el resto de las profesiones. Nuestros hijos son la simiente del mañana. Todo lo que hoy sembremos en ellos será la nueva dote de la humanidad venidera, y de los valores que sepamos despertar en ellos depende el giro que ésta pueda tomar. De ahí la importancia de desarrollar el arte de educar, que no es otra cosa que guiar al nuevo ser y ayudarle para que pueda desplegar todas sus capacidades y libremente trazar su camino en esta gran aventura que es la vida. Enseñarle a transformar el dolor en felicidad, las guerras en respeto mutuo, las intolerancias y represiones en armonía y creatividad; y lo más importante de todo: ayudarle a ser él mismo, y no una vulgar copia nuestra.
En esta ardua tarea que es educar vemos con frecuencia dos modelos contradictorios que son precisamente los que hemos de evitar. Me refiero al tipo de educación que oscila entre la permisividad y la exigencia. Entre estos dos polos el niño se siente perdido, en permanente desequilibrio. Por un lado crece sin límites creyendo que todo es posible, que no tiene más que montar una buena rabieta para que su deseo se realice, y así empuja cada vez más. Quiere saber hasta dónde va a llegar la paciencia de sus progenitores, que siguen cediendo a sus caprichos, y de este modo se va convirtiendo en un pequeño déspota.
Pero el golpetazo no se hace esperar. Los padres, navegando en medio del oleaje, de pronto pierden los nervios, y como no están asumiendo su responsabilidad como educadores o guías, aparecen las exigencias, las recriminaciones, los castigos, las bofetadas, los malos modos. Le hacen sentir que es él quien tiene la culpa de todo. Él es el niño malo, al que no pueden querer. Él es quien tiene que cambiar, modificar su conducta, portarse bien, hacer felices a sus padres, etc. Y el pequeño se hunde sin comprender lo que está pasando. Sus padres le miran con rencor, haciéndole el blanco de sus propias frustraciones. Con la disculpa de que el niño ha rebasado todos los límites, le aplican un castigo, generalmente desmedido, y el pequeño se queda asustado y anda por ahí medio encogido, sin hacerse notar, no vaya a ser que las furias se lancen de nuevo en su contra. Sin embargo, en cuanto se calman las aguas, y sin tiempo ni para decir amén, el niño se ve libre del castigo. Y otra vez empieza el vaivén: consentido-exigido, culpado-perdonado.
Los niños que tienen que padecer semejante desatino andan tan perdidos que muchos desembocarán en un mundo de incertidumbre y desasosiego que posteriormente puede abocar hacia las drogas, el alcohol o las sectas, en un intento por colmar un vacío interior, por rebelarse ante un mundo que no ha sabido acogerles, que no tiene en cuenta sus necesidades, y en el que no pueden crecer saludablemente, ya que no les brinda las oportunidades para poder desarrollarse en plenitud. Las drogas al menos le proporcionarán una realidad más agradable a corto plazo que la que tienen delante.
Ellos necesitan claridad, criterios estables y unos límites claros en los que poder crecer. No puede haber un “no” ahora y dos minutos después un “sí”. Por otro lado, tienen que aprender también a asumir las consecuencias de sus actos, de modo que si han hecho algo que produce un daño en otros, hemos de ayudarles a repararlo, ya que eso cerrará correctamente un ciclo iniciado negativamente.
Es importante tener en cuenta tres reglas fundamentales:
· Si valoramos lo positivo, obtendremos positivo. Esto quiere decir que si somos capaces de destacar e incentivar todo lo bueno y lo positivo que hacen los pequeños, ellos estarán felices, se sentirán aceptados, acogidos, y podrán desarrollar la tan necesaria autoestima, además de mantener su interés en seguir cultivando actitudes positivas.
· Si premiamos lo negativo, obtendremos negativo. Si cada rabieta la premiamos con un caramelo, un programa de TV o cualquier otra cosa que el niño reclame de una forma negativa, no nos extrañemos si dichas actitudes se vuelven crónicas. El niño habrá comprendido perfectamente nuestro punto débil y lo que tiene que hacer para lograr sus caprichos.
· Si penalizamos lo negativo, obtendremos positivo. Se trata de ayudarles a tomar consciencia de “causa y efecto”, es decir, que las acciones que acometemos tienen siempre consecuencias. Esto les ayuda a desarrollar el sentido de la responsabilidad, el respeto mutuo, el derecho a la libertad de los demás. No es, ni mucho menos el castigo “venganza” empleado como un arma de poder con el que atemorizar a los niños para lograr manejarlos, sino un sistema reparador, aplicado con amor, cuyo objetivo es que el niño aprenda a vivir desde una perspectiva positiva, eficaz, creativa y respetuosa, tanto hacia sí mismo como hacia el mundo en el que está incorporándose, y que él mismo va a modificar una vez que haya desplegado cuidadosamente sus propias alas.