¿Soy una persona digna de imitar? ¿Cómo vivo? ¿Cuál es mi actitud? ¿Cuáles mis valores? ¿Cómo me siento conmigo mismo? ¿Cómo me relaciono con los demás? ¿Me enfrento a mis retos, a mis miedos? ¿Supero mis dificultades? ¿Amplío mis límites? ¿Respeto otras culturas, otras formas de vida y de pensamiento? ¿Soy una persona que juzga, que critica, que invalida o desprecia?
Son muchas las preguntas que podríamos y deberíamos hacernos. Educar es primero educarse a uno mismo. Un ciego no puede guiar a otro. Una persona que no asume la total responsabilidad por sí misma, que miente y se miente, que esconde y se esconde, que sigue siendo un niño montando rabietas, que no asume la frustración, que no enfrenta los problemas, que elige ser infeliz por miedo a mover una sola pieza del puzle que construyó hace largo tiempo, y que ya no sirve…, no podrá sembrar nada diferente en sus hijos.
Criticamos, juzgamos, regañamos, imponemos, nos enrabietamos… O les dejamos solos, sin marcos de referencia, sin límites protectores, sin señales en el camino. Libres, dicen algunos, pero la libertad solo puede ejercerse cuando todas las herramientas están disponibles, las capacidades personales desplegadas, y despierta la consciencia de uno mismo. Cualquiera de las dos tendencias solo va a mostrar nuestras propias carencias y limitaciones.
Educarse es mirar hacia dentro, hacia las heridas aún no sanadas y las limitaciones que nos están impidiendo ser y manejar libremente nuestra vida. Es, por tanto, enfrentarse a las dificultades y disponernos a mejorar y a seguir creciendo para recuperar la honestidad y el respeto que nos debemos. Esto es lo que nos convierte en una autoridad ante nuestros hijos. Porque autoridad es sinónimo de responsabilidad.
Cuando yo me hago cargo de mi vida y no la dejo en manos de los demás, ni busco que sean otros quienes resuelvan mis problemas y heridas, sino que intento cada día sacar lo mejor de mi interior, estoy mostrando a mis hijos que soy capaz de gestionar mi vida y que la gestiono de la forma más adecuada y ética posible. Me convierto así en un buen modelo a copiar, incluso aunque cometa errores, sobre todo si luego tengo el valor y la humildad de reconocerlo y de pedir disculpas, porque también puedo enseñarles que equivocarse forma parte de todo aprendizaje.
Yo te enseño a ti a partir de mi vida para que tú puedas después hacerte cargo de la tuya.
Si comenzamos a sanarnos, guiar a otros no será tan complicado porque nos daremos cuenta de que, en realidad, educar no es poner cosas en las mochilas de los niños sino dejar que ellos mismos saquen lo que ya traen consigo. Educar es dejar salir, potenciar lo genuino de cada cual, no imponer modelos, no cargar sus mentes con mil cosas que no sirven para nada, ni atosigarles con permanentes enmiendas, regañinas y moralinas que lo único que consiguen es hacerles sentir mal, en inferioridad de condiciones, culpables, confundidos porque no nos entienden, y no dejarles que puedan abrir sus alas para volar en los espacios que ellos elijan.
Para educar no es necesario hablar mucho. Sí, en cambio, escuchar y observar para conocer a quien tenemos delante y así ayudarle a descubrir juntos sus capacidades y la posible dirección de su personal camino. Pero esto no podremos hacerlo a menos que hayamos desarrollado la escucha propia, así como una minuciosa observación de nuestras actitudes, pensamientos y criterios con objeto de sacar de nuestro jardín todas las malas hierbas que no nos pertenecen y que traemos como herencia de un pasado sin resolver.
Tampoco se trata de embarcarse en eternas terapias como niños que buscan buenos padres que les guíen y resuelvan sus dificultades. Basta con detener la carrera destructiva y mecánica en la que estamos enredados y comenzar a sentirnos, a escucharnos y a decidir sacar del interior del corazón todo lo que nos está impidiendo ser los verdaderos seres que genuinamente somos.