Nos adentramos, en esta ocasión, en el complejo tema de los modelos que hemos interiorizado en el transcurso de nuestra infancia y juventud, producto de una larga siembra que ha ido madurando a lo largo de estos primeros años. Se trata de una cosecha, casi nunca saludable, a la cual hemos de prestar toda nuestra atención con objeto de ir separando el trigo de la paja: es decir, eliminando, a través de un trabajo consciente, todo aquello que implica desarmonía, desequilibrio y que no resuena con nuestra auténtica manera de ser y de estar en el mundo.
Reproducción de la imagen interior de los modelos materno/paterno
De niños aprendemos todo por imitación. Esto nos lleva a copiar y a recrear actitudes y formas de vida. Nuestros padres se convierten en la fuente de nuestro aprendizaje, en nuestros modelos de vida, por lo cual van a marcar significativamente el curso de nuestra historia. Ellos son la referencia de los modelos paterno y materno que van a ir formándose en nuestro interior, así como de la masculinidad y femineidad que representan; todo lo cual irá gestando nuestra personalidad.
De manera inconsciente, adoptaremos uno u otro –normalmente será el que hayamos considerado más superviviente, que suele ser el dominante-, y lo reproduciremos con enorme fidelidad, lo cual significa que nuestra vida, actitudes, formas de pensar y de actuar van a ser copias a menudo perfectas del modelo imitado, ya sea el de la madre o el del padre, y esto nos impedirá que emerja nuestra verdadera identidad.
Además, en todos nosotros conviven los elementos masculino y femenino. El que predomine uno sobre otro no tiene únicamente que ver con nuestro género de nacimiento, sino que también es el resultado de la asunción de los modelos que hayamos interiorizado. Veremos, por ejemplo, a mujeres con características más masculinas gracias a las cuales lograrán abrirse caminos y superar dificultades, así como a varones en los que lo femenino destacará sobre lo masculino, permitiéndoles desarrollar su mundo emocional y sensible, sin que esto tenga incidencia alguna en su inclinación sexual. Sin embargo, esta situación de cambio de roles (la mujer haciendo el papel masculino y el varón el femenino) producirá un importante desequilibrio en la relación de pareja.
La pareja va a ser nuevamente el marco perfecto donde poder observar el emerger de estos modelos y, por tanto, nuestra ausencia en la relación. Lo cual quiere decir que, o bien nos ponemos a trabajar para encontrar lo genuinamente nuestro, o será nuestra madre y/o padre quienes, viviendo en nuestro interior, intentarán llevar las riendas de la relación a golpe de imposición, recriminación y confrontación.
Una mujer, con la que trabajé en mis talleres de pareja, vivía obsesionada con la limpieza y el orden, al igual que siempre le ocurrió a su madre. Su marido, en cambio, portador de un modelo opuesto, era caótico y desordenado en extremo. El hecho de no ser conscientes de que ambos estaban reproduciendo los modelos de los que procedían, es decir, de que sus progenitores eran quienes estaban dirigiendo sus vidas, hizo que encontrasen un perfecto campo de batalla en el que luchar para imponer cada uno su modelo heredado.
Otro ejemplo: Ella era procedente de una familia en la que se producían episodios de cierta violencia doméstica, y con una madre interior cuyo legado consistía en aguantar, callar, soportarlo todo y permitir los abusos. Él, convertido en su padre, copiaba un estilo de comunicación amenazante, violento y agresivo. El resultado era la repetición sistemática de los hechos, la cual reforzaba los problemas de los que provenían, impidiéndoles avanzar hacia nuevos horizontes.
Otro caso interesante era el de una pareja en la que él seguía padeciendo a una madre extraordinariamente controladora, que necesitaba saber en todo momento dónde se encontraba, qué hacía, y que no le dejaba respirar, porque quería tenerle a su lado continuamente. Ella, por el contrario, era una chica que había sido educada en una libertad extrema, con una madre con la que apenas podía contar, ya que esta pasaba su tiempo intentando agradar y contentar a su pareja -un hombre bastante agresivo-, y un padre ausente en su vida, pero al que tenía bastante miedo. La consecuencia era que él hacía lo mismo que su madre y agobiaba a su pareja hasta el punto de exigirla (bajo el criterio del amor) que le llamara continuamente y le mandara mensajes, y hasta fotos de con quien se encontraba en ese preciso instante. ¡Ni un segundo de libre vuelo! Ella, aguantaba la situación, como lo hizo su madre, quejándose, eso sí, pero acatando cada una de las exigencias de su compañero que estaban a punto de destruirla. Y lo hacía creyendo que él la amaba muchísimo, no como su padre a su madre, a la que violentaba, o a ella misma, a la que no prestaba ninguna atención. En cambio, su pareja estaba siempre pendiente de ella y era muy “amoroso”. Ella no estaba siendo consciente de la trampa. La verdad es que simplemente estaba copiando el modelo materno, o, peor aún, dejando que su madre siguiese viva dentro de ella arruinándole su propia vida.
En mis talleres recomiendo que se ayuden entre sí, a través del humor, diciendo por ejemplo, cuando uno de los dos se convierte en alguien que no es y que está creando problemas: ¡Ay, cariño! ¡Dile a tu madre que se vaya, que ahora no me apetece estar con ella! Esto, dicho con gracia y con mucho amor, ayuda enormemente a sacarse esa especie de garrapata chupa vidas propias que a menudo llevamos dentro. Pero nunca puede utilizarse como un arma arrojadiza, ya que entonces, su valor terapéutico, que es hacernos conscientes cada vez que nos vamos de nosotros dejando la casa habitada por otros, y, por tanto, poder volver a ocuparla, no solo desaparece, sino que nos lleva a un mayor grado de desarmonía y lucha. Por ejemplo:
(Ver artículos anteriores: Primera parte y Segunda parte)
Reproducción de la imagen interior de los modelos materno/paterno
De niños aprendemos todo por imitación. Esto nos lleva a copiar y a recrear actitudes y formas de vida. Nuestros padres se convierten en la fuente de nuestro aprendizaje, en nuestros modelos de vida, por lo cual van a marcar significativamente el curso de nuestra historia. Ellos son la referencia de los modelos paterno y materno que van a ir formándose en nuestro interior, así como de la masculinidad y femineidad que representan; todo lo cual irá gestando nuestra personalidad.
De manera inconsciente, adoptaremos uno u otro –normalmente será el que hayamos considerado más superviviente, que suele ser el dominante-, y lo reproduciremos con enorme fidelidad, lo cual significa que nuestra vida, actitudes, formas de pensar y de actuar van a ser copias a menudo perfectas del modelo imitado, ya sea el de la madre o el del padre, y esto nos impedirá que emerja nuestra verdadera identidad.
Además, en todos nosotros conviven los elementos masculino y femenino. El que predomine uno sobre otro no tiene únicamente que ver con nuestro género de nacimiento, sino que también es el resultado de la asunción de los modelos que hayamos interiorizado. Veremos, por ejemplo, a mujeres con características más masculinas gracias a las cuales lograrán abrirse caminos y superar dificultades, así como a varones en los que lo femenino destacará sobre lo masculino, permitiéndoles desarrollar su mundo emocional y sensible, sin que esto tenga incidencia alguna en su inclinación sexual. Sin embargo, esta situación de cambio de roles (la mujer haciendo el papel masculino y el varón el femenino) producirá un importante desequilibrio en la relación de pareja.
La pareja va a ser nuevamente el marco perfecto donde poder observar el emerger de estos modelos y, por tanto, nuestra ausencia en la relación. Lo cual quiere decir que, o bien nos ponemos a trabajar para encontrar lo genuinamente nuestro, o será nuestra madre y/o padre quienes, viviendo en nuestro interior, intentarán llevar las riendas de la relación a golpe de imposición, recriminación y confrontación.
Una mujer, con la que trabajé en mis talleres de pareja, vivía obsesionada con la limpieza y el orden, al igual que siempre le ocurrió a su madre. Su marido, en cambio, portador de un modelo opuesto, era caótico y desordenado en extremo. El hecho de no ser conscientes de que ambos estaban reproduciendo los modelos de los que procedían, es decir, de que sus progenitores eran quienes estaban dirigiendo sus vidas, hizo que encontrasen un perfecto campo de batalla en el que luchar para imponer cada uno su modelo heredado.
Otro ejemplo: Ella era procedente de una familia en la que se producían episodios de cierta violencia doméstica, y con una madre interior cuyo legado consistía en aguantar, callar, soportarlo todo y permitir los abusos. Él, convertido en su padre, copiaba un estilo de comunicación amenazante, violento y agresivo. El resultado era la repetición sistemática de los hechos, la cual reforzaba los problemas de los que provenían, impidiéndoles avanzar hacia nuevos horizontes.
Otro caso interesante era el de una pareja en la que él seguía padeciendo a una madre extraordinariamente controladora, que necesitaba saber en todo momento dónde se encontraba, qué hacía, y que no le dejaba respirar, porque quería tenerle a su lado continuamente. Ella, por el contrario, era una chica que había sido educada en una libertad extrema, con una madre con la que apenas podía contar, ya que esta pasaba su tiempo intentando agradar y contentar a su pareja -un hombre bastante agresivo-, y un padre ausente en su vida, pero al que tenía bastante miedo. La consecuencia era que él hacía lo mismo que su madre y agobiaba a su pareja hasta el punto de exigirla (bajo el criterio del amor) que le llamara continuamente y le mandara mensajes, y hasta fotos de con quien se encontraba en ese preciso instante. ¡Ni un segundo de libre vuelo! Ella, aguantaba la situación, como lo hizo su madre, quejándose, eso sí, pero acatando cada una de las exigencias de su compañero que estaban a punto de destruirla. Y lo hacía creyendo que él la amaba muchísimo, no como su padre a su madre, a la que violentaba, o a ella misma, a la que no prestaba ninguna atención. En cambio, su pareja estaba siempre pendiente de ella y era muy “amoroso”. Ella no estaba siendo consciente de la trampa. La verdad es que simplemente estaba copiando el modelo materno, o, peor aún, dejando que su madre siguiese viva dentro de ella arruinándole su propia vida.
En mis talleres recomiendo que se ayuden entre sí, a través del humor, diciendo por ejemplo, cuando uno de los dos se convierte en alguien que no es y que está creando problemas: ¡Ay, cariño! ¡Dile a tu madre que se vaya, que ahora no me apetece estar con ella! Esto, dicho con gracia y con mucho amor, ayuda enormemente a sacarse esa especie de garrapata chupa vidas propias que a menudo llevamos dentro. Pero nunca puede utilizarse como un arma arrojadiza, ya que entonces, su valor terapéutico, que es hacernos conscientes cada vez que nos vamos de nosotros dejando la casa habitada por otros, y, por tanto, poder volver a ocuparla, no solo desaparece, sino que nos lleva a un mayor grado de desarmonía y lucha. Por ejemplo:
- ¡Ay, cariño! ¡Dile a tu madre que se vaya, que ahora no me apetece estar con ella!
- ¡Mira quién habló! Pues yo estaré siendo mi madre, que lo dudo, pero tú, ¡ya le puedes ir diciendo a tu padre que se largue!
(Ver artículos anteriores: Primera parte y Segunda parte)