Y llegamos al punto final de esta serie de artículos sobre las relaciones de pareja:
El otro como espejo.
Decíamos en anteriores artículos que la pareja es un auténtica escuela de crecimiento personal, en la que muchos de nuestros aspectos, modelos, actitudes, pensamientos y formas de vida van a tener que moverse del estancamiento para acceder a liberarnos de todo lo que nos aprisiona y nos impide ser nosotros mismos.
Todas las relaciones que mantenemos se convierten en un espejo en el que poder mirar los aspectos que rechazamos en nosotros y que, precisamente por eso, reflejamos fuera, proyectándolos en los demás. Si observamos con atención, nos daremos cuenta de que las simpatías y antipatías las establecemos en base a lo que amamos o rechazamos, que no deja de ser, concretamente, lo que amamos y rechazamos en nosotros mismos. Y es que, la relación más importante en la que estamos permanentemente embarcados es la que mantenemos con nosotros mismos a través de los demás, de las experiencias que los actores que comparten nuestra obra de teatro nos brindan.
El problema es que nos cuesta trabajo ver, que cada vez que alguien nos muestra algo que nos desagrada, es porque eso mismo vive en nosotros, aunque sea con un ropaje o una intensidad diferente. Por eso nos ponemos beligerantes y, en vez de mirarnos, tratamos de romper el espejo.
A menudo cuento en mis talleres cómo descubrí este hecho con una persona con la que llevaba años manteniendo una relación absolutamente conflictiva, desequilibrada y de permanente batalla. Yo me amparaba, como autodefensa, en las diferencias abismales que nos separaban. Me parecía imposible que la otra persona me estuviese reflejando. Así que un día me senté con un cuaderno y un bolígrafo, dispuesta a encontrar las similitudes… ¡y vaya si las encontré! Descubrí que las energías que estábamos poniendo en marcha eran prácticamente las mismas, solo que discurrían por senderos opuestos y estilos muy diferentes, pero la base era idéntica: sentimiento de estar en lo correcto, juicio condenatorio, imposición, rigidez de conceptos, ausencia de respeto hacia la opinión o la vivencia del contrario…. Y así podría seguir enumerando actitudes internas que eran precisamente las que tenía que descubrir para poder resolver esa situación, fundamentalmente en mí misma. El milagro fue, que una vez que me enfrenté a mis propias limitaciones, rigideces y dogmatismos, pude ir cambiando esos aspectos de manera casi exponencial. Y lo mejor: la persona en cuestión, sin mediar una simple palabra, recibió el trabajo, y la relación mejoró de una manera casi mágica.
De todos los espejos que la Vida va poniendo delante nuestra, el mejor lo encontraremos en el marco de la pareja, con el agravante de que en ella, precisamente por el nivel de confianza que se establece con el paso del tiempo, lo que reflejamos suele ser lo peor de nosotros, aquello que aborrecemos, que no queremos reconocer, y que endosamos en el haber del otro, quien se ve obligado a cargar con el peso, además de tener que recibir nuestra crítica y condena más despiadada.
Y así, nos embarcamos en discusiones interminables -pretendiendo siempre tener la razón y negándosela al otro-, en diálogos de sordos, de personajes encerrados en un exclusivo punto de vista que no admite la menor variación, sin darnos cuenta de que en esta batalla perdemos ambos.
De poco nos va a valer romper el espejo o cambiarlo por otro. Lo que nos permitirá crecer y descubrir quiénes somos y hacia dónde queremos dirigirnos va a ser, precisamente, el detenernos a contemplarnos en ese espejo mágico que está ahí colocado como una ayuda maravillosa y no como un castigo. Pero nos cuesta ser responsables de todo lo que vamos causando en la vida. Hacemos la vista gorda a lo que producimos, y nos quedamos únicamente en los efectos. Esto nos coloca en una situación de victimismo a la vez que nos hace girar en redondo, dando vueltas y vueltas sin llegar a encontrar la salida de la jaula en la que nosotros mismos nos hemos instalado.
Mirarnos, descubrirnos, desenmascarar nuestras sombras, sanarnos, liberarnos de viejas heridas y de ropajes innecesarios que nos pesan y nos impiden avanzar, hacernos responsables de nuestra vida y de la dirección hacia la que queremos dirigirla y, una vez completos, decidir con quién queremos compartirla. La unión con la pareja ya no se basará en un intento de llenar los vacíos, sino por el contrario, de aportar nuestras plenitudes y compartirnos con el otro respetando nuestras diferencias, ofreciendo cada uno lo mejor de sí mismo para crear una relación que ya no va a basarse en la lucha y la competencia, sino en el amor: amor a sí mismo y amor al otro.
El otro como espejo.
Decíamos en anteriores artículos que la pareja es un auténtica escuela de crecimiento personal, en la que muchos de nuestros aspectos, modelos, actitudes, pensamientos y formas de vida van a tener que moverse del estancamiento para acceder a liberarnos de todo lo que nos aprisiona y nos impide ser nosotros mismos.
Todas las relaciones que mantenemos se convierten en un espejo en el que poder mirar los aspectos que rechazamos en nosotros y que, precisamente por eso, reflejamos fuera, proyectándolos en los demás. Si observamos con atención, nos daremos cuenta de que las simpatías y antipatías las establecemos en base a lo que amamos o rechazamos, que no deja de ser, concretamente, lo que amamos y rechazamos en nosotros mismos. Y es que, la relación más importante en la que estamos permanentemente embarcados es la que mantenemos con nosotros mismos a través de los demás, de las experiencias que los actores que comparten nuestra obra de teatro nos brindan.
El problema es que nos cuesta trabajo ver, que cada vez que alguien nos muestra algo que nos desagrada, es porque eso mismo vive en nosotros, aunque sea con un ropaje o una intensidad diferente. Por eso nos ponemos beligerantes y, en vez de mirarnos, tratamos de romper el espejo.
A menudo cuento en mis talleres cómo descubrí este hecho con una persona con la que llevaba años manteniendo una relación absolutamente conflictiva, desequilibrada y de permanente batalla. Yo me amparaba, como autodefensa, en las diferencias abismales que nos separaban. Me parecía imposible que la otra persona me estuviese reflejando. Así que un día me senté con un cuaderno y un bolígrafo, dispuesta a encontrar las similitudes… ¡y vaya si las encontré! Descubrí que las energías que estábamos poniendo en marcha eran prácticamente las mismas, solo que discurrían por senderos opuestos y estilos muy diferentes, pero la base era idéntica: sentimiento de estar en lo correcto, juicio condenatorio, imposición, rigidez de conceptos, ausencia de respeto hacia la opinión o la vivencia del contrario…. Y así podría seguir enumerando actitudes internas que eran precisamente las que tenía que descubrir para poder resolver esa situación, fundamentalmente en mí misma. El milagro fue, que una vez que me enfrenté a mis propias limitaciones, rigideces y dogmatismos, pude ir cambiando esos aspectos de manera casi exponencial. Y lo mejor: la persona en cuestión, sin mediar una simple palabra, recibió el trabajo, y la relación mejoró de una manera casi mágica.
De todos los espejos que la Vida va poniendo delante nuestra, el mejor lo encontraremos en el marco de la pareja, con el agravante de que en ella, precisamente por el nivel de confianza que se establece con el paso del tiempo, lo que reflejamos suele ser lo peor de nosotros, aquello que aborrecemos, que no queremos reconocer, y que endosamos en el haber del otro, quien se ve obligado a cargar con el peso, además de tener que recibir nuestra crítica y condena más despiadada.
Y así, nos embarcamos en discusiones interminables -pretendiendo siempre tener la razón y negándosela al otro-, en diálogos de sordos, de personajes encerrados en un exclusivo punto de vista que no admite la menor variación, sin darnos cuenta de que en esta batalla perdemos ambos.
De poco nos va a valer romper el espejo o cambiarlo por otro. Lo que nos permitirá crecer y descubrir quiénes somos y hacia dónde queremos dirigirnos va a ser, precisamente, el detenernos a contemplarnos en ese espejo mágico que está ahí colocado como una ayuda maravillosa y no como un castigo. Pero nos cuesta ser responsables de todo lo que vamos causando en la vida. Hacemos la vista gorda a lo que producimos, y nos quedamos únicamente en los efectos. Esto nos coloca en una situación de victimismo a la vez que nos hace girar en redondo, dando vueltas y vueltas sin llegar a encontrar la salida de la jaula en la que nosotros mismos nos hemos instalado.
Mirarnos, descubrirnos, desenmascarar nuestras sombras, sanarnos, liberarnos de viejas heridas y de ropajes innecesarios que nos pesan y nos impiden avanzar, hacernos responsables de nuestra vida y de la dirección hacia la que queremos dirigirla y, una vez completos, decidir con quién queremos compartirla. La unión con la pareja ya no se basará en un intento de llenar los vacíos, sino por el contrario, de aportar nuestras plenitudes y compartirnos con el otro respetando nuestras diferencias, ofreciendo cada uno lo mejor de sí mismo para crear una relación que ya no va a basarse en la lucha y la competencia, sino en el amor: amor a sí mismo y amor al otro.