Sofía Pereira - Terapia y talleres de desarrollo personal
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Bendito enojo

5/8/2017

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El enojo y sus diversos sinónimos: enfado, rabia, ira, odio, es una de las emociones más desprestigiadas, sobre todo en algunos ambientes espirituales, que inciden en el perdón, antes de haber podido liberar esta energía que permanece retenida.

Sin embargo, todas las emociones son perfectas. Ellas son el lenguaje del alma, las que nos permiten saber lo que vive en nuestro interior, aportándonos la consciencia de si lo que estamos atrayendo a nuestra vida nos beneficia o nos daña. Venimos equipados con un maravilloso abanico emocional, un sistema perfecto de supervivencia y autoconocimiento que nos ayuda a superar y traspasar los límites heredados.

Las emociones son energía, y vibran en diferentes frecuencias, de ahí que suelan clasificarse como positivas o negativas según su nivel vibratorio. Pero cada una tiene su razón de ser, y dejándolas expresarse podremos saber cómo nos encontramos en cada momento y qué es lo que podemos hacer para mejorar nuestro estado. Son como estaciones en el camino de la vida, Nos muestran la mejor ruta a seguir para lograr aquello que deseamos.

La tristeza, por ejemplo, nos advierte de algo que nos hace sentir mal, que reduce considerablemente nuestra energía de vida. Suele venir acompañada de pérdidas (personas queridas, situaciones, trabajo, pareja…), pero también puede indicarnos que no nos sentimos bien en la vida que estamos protagonizando: maltratos en la pareja, un trabajo inadecuado, una familia que nos aprisiona… Nos ayuda a entenderlo, liberarlo y cambiarlo.

El miedo nos pone en guardia y nos prepara para huir o para enfrentar un peligro, pero también nos bloquea, cerrándonos a la posibilidad de encontrar salidas a la situación que nos agobia, experimentando una especie de parálisis energética.


El enojo, por el contrario, es una energía muy poderosa. Dispara sus alarmas, como sistema de defensa, provocando un fuego interno que busca quemar y deshacerse del daño que estamos recibiendo y que nos impide avanzar libremente. Gracias a esta afluencia energética, a este gesto que nos separa, podemos situarnos en nuestro centro y rechazar y poner límites a todo aquello que desde fuera pretende dañarnos, reducirnos, invadirnos y, en definitiva, alejarnos de nosotros mismos. Nos marca un camino nuevo y nos provee de las fuerzas precisas para poder iniciarlo.

Todo protocolo de crecimiento y despertar, comienza y termina por amarse a uno mismo. Ese es el objetivo. Pero para poder amarme, necesito hacerme consciente de en qué mundo estoy, con qué energías me relaciono y cómo reacciono ante esas energías. No estoy solo en esa danza. Tengo que ver qué tipo de energía mueven los demás, cómo me llega, cómo me manipula o alimenta, y cómo hace que me expanda y crezca o que me encoja y me pierda el respeto. Perderse el respeto es dejar de amarse. El camino, por tanto, pasa por la consciencia. Soltar mi rabia violentamente hacia el otro, culparle, llenarle de reproches o agredirle, puede servirme un tiempo para descargar esa emoción tan fuerte que me quema por dentro, pero es un arma de doble filo. Cuando me dejo llevar por esa poderosa energía para destruir al otro, ésta se comporta como un bumerán, golpeándome de vuelta aún con mayor fuerza, y así, el objetivo de esa energía que viene como ayuda para que pueda cambiar algo en mí, se vuelve en contra, acabando en una batalla de la que todos salimos heridos.

El camino no es soltar la rabia contra la otra persona. Ese momento me pide pararme, respirar, sentir profundamente el fuego interno y ver qué es lo que ha producido semejante tormenta en mi interior. La forma de liberar ese fuego es escucharlo, vivirlo en toda su intensidad y mirarme después en su espejo para descubrir mi responsabilidad: ¿Qué fue lo que lo provocó? ¿Qué es lo que yo dejé de hacer, de decir, de manifestar? ¿Con qué estuve de acuerdo en unirme y que luego se volvió en mi contra? ¿No fui yo mismo quien lo atrajo a mi vida?  ¿Qué es lo que tengo que cambiar?

No soy mejor ni peor cuando siento ira. No soy más espiritual cuando la suprimo y la arrincono sin permitir que se libere, sino todo lo contrario. Lo que hago al rechazarla es acumularla dentro de mi alma y de mi cuerpo creando una inmensa bola que más tarde o más temprano acabará explosionándome dentro y provocándome alguna enfermedad. Sentirla, observarla, ver por dónde camina en mi corazón y en mi cuerpo, hablar con ella, escuchar lo que tiene que comunicarme, agradecerle su presencia y dejar que su verdad me penetre. Entonces se irá, pues habrá cumplido su cometido, y podré sentir paz y ver con claridad qué es lo que tengo que hacer en esa situación concreta que me produjo el enojo. Me daré cuenta de que no se trata de cambiar al otro, sino de cambiar algo en mí mismo, de retomar el control de mi vida y decidir qué quiero que entre en ella como experiencia, y qué es lo que necesito sacar, modificar, cambiar.

Criticar es el resultado de una rabia, de un dolor recibido que no sé identificar ni, por tanto, gestionar. La crítica muestra también mi incapacidad para comunicarme a mí mismo aquello que me daña y que no soy capaz de expresar hacia el sujeto o situación que lo provocó. Al no ser consciente, al no hacerme responsable de todo cuánto me ocurre, producto de las decisiones que voy tomando en el camino de la vida, me es más fácil volcar las culpas en los demás, en aquellos actores que irrumpen en el escenario de mi historia y que actúan como espejos en los que, si miro con atención, puedo ver todas las reformas y cambios que necesita mi guion para ser mejorado. Para que la rabia pueda diluirse, he de asumir aquello que proyecto y que quiero modificar. La crítica brota de mi falta de responsabilidad y amor hacia mí mismo. Es la excusa que utilizo para no cambiar, para no afrontar el problema. Cuando critico, dejo de ser el que dirige mi vida y le doy el poder a los demás. Al hacerles culpables, son ellos quienes crean mi felicidad o sufrimiento. Me sitúo así en una posición de victimismo y de bloqueo que mantendrá viva justamente la situación que rechazo.

Vivir el enojo me conduce a decidir: “ya no acepto esto más”, y a actuar en consecuencia. La mejor opción es comunicarlo. Y si cuando expreso de corazón a alguien, que ciertas cosas que hace o dice no me gustan y me hacen daño, no lo escucha, no lo recibe y su respuesta es negarlo, darle la vuelta y concluir que el problema está en mí…, pues ya puedo saber también qué energía tengo enfrente; una energía que me resulta dañina y de la cual he de defenderme apartándome, para hacerle entender, con otro tipo de lenguaje, que no estoy dispuesto a aceptar ese flujo que viene hacia mí y que considero negativo.


Me hago consciente, por tanto, de las energías con las que me rodeo, porque si acepto aquellas que me dañan, - aunque vengan de manera inconsciente por parte del que las emite -, que van contra mi propia supervivencia, bienestar, felicidad y expansión del alma, entonces el universo me va a traer más y más de lo mismo, no como un castigo, sino como una nueva oportunidad de liberarme. Por eso es tan importante, como primer paso, detectar aquello que me impide ser; y una vez que lo he reconocido, expresado, manifestado y aprendido a poner límites, es cuando me rodeo de amor, porque el amor hay que crearlo.

El amor incondicional es la esencia del ser, nace desde esa fuente, del despertar espiritual, pero no surge desde la mera humanidad. Soy un ser espiritual viviendo una experiencia humana en un universo material, y he venido aquí a aprender justamente, a partir de las emociones, del movimiento de las energías, de los flujos que muevo y los flujos que atraigo, desde la separación de la dualidad hasta llegar nuevamente a la unidad, al amor genuino que soy y siempre fui. Entonces ya no me hará falta el enojo, ni el resto de las emociones, pues viviré centrado en el ser, en la serenidad de la Presencia. Es mejor dejar que el proceso fluya a mi propio ritmo, sin saltar etapas, sin pretender llegar al final del camino sin haberlo siquiera recorrido. Tampoco será necesario el perdón, porque dará paso a la gratitud, fruto de la comprensión de que aquellos que me hicieron daño fueron mis mejores maestros, los que me impulsaron para salir de mis límites y avanzar hacia mi grandeza.
 


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March 22nd, 2017

3/22/2017

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Valorando lo positivo y reconduciendo lo negativo

3/17/2017

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Cuando hablamos de castigar a los niños, siempre hay división de opiniones. Unos se muestran débiles, inseguros y compasivos, negándose con ahínco a cualquier tipo de penalización. Otros, en cambio, son extremadamente estrictos, y no dudan en aplicar sistemas de control, a veces enormemente severos o incluso crueles. Sin necesidad de caer en ninguno de estos extremos, es fundamental tomar riendas en el asunto, y no dejar pasar por alto los actos, digamos “inadecuados”, de nuestros hijos.
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A poco observadores que seamos, descubriremos una ley infalible según la cual si premiamos los actos incorrectos, obtendremos más actos incorrectos. Si el niño monta una rabieta y para que se calle le damos un caramelo, se aprenderá el truco, y muy pronto entenderá que sólo tiene que armarla para recibir ciertas recompensas. Pero si premiamos lo positivo, este reconocimiento le servirá de incentivo para seguir creciendo en esa línea. Los niños siempre quieren ir hacia arriba, superarse a sí mismos. Les encantan los retos, y reciben con enorme satisfacción las valoraciones a sus logros. Ahora bien, si castigamos lo bueno, lo que nos vendrá de vuelta será, indiscutiblemente, malo. Veamos un ejemplo: Sara ha pasado la tarde haciendo sus tareas escolares y ahora quiere charlar un rato con nosotros o simplemente enseñarnos un cuaderno que le ha quedado precioso. Anda hija, no seas pesada, déjame tranquila y vete a jugar a tu cuarto. Esta actitud, más frecuente de lo que somos capaces de reconocer, es una enorme penalización hacia todas las conductas positivas que está mostrando esa hija, y que, de ser repetida, podrá derivar en que ella se desanime, pierda interés por sus tareas y comience a trabajar de forma chapucera, puesto que no encuentra a nadie que valore sus esfuerzos. Además, lo que conseguiremos con este rechazo será que la comunicación se corte y que ya no quiera hacernos partícipes de su mundo interior.

Otro ejemplo: Tenemos a la misma niña muy aplicada trabajando en su cuarto. El hermano pequeño entra y en un descuido le pinta un garabato en el cuaderno. Envuelta en lágrimas va hacia su madre a enseñarle el desastre, pero ésta se enfada con ella, le dice que es una exagerada, que no es para tanto y que lo haga de nuevo. Sin más, coge al pequeño y se lo lleva en brazos a la cocina para darle una galleta. Acaba de violar magistralmente la ley premiando el acto incorrecto y castigando el positivo. ¡Que luego no se extrañe de los resultados! En relación con esto, conviene estar muy atentos a no premiarles cuando están enfermos trayéndoles juguetes, dulces, o regalos de ningún tipo. Simplemente hemos de darles lo que necesitan para ponerse bien, pero si premiamos la enfermedad, obtendremos más enfermedades como forma de llamar nuestra atención y obtener cosas a cambio.


El castigo nunca va dirigido al niño como ser espiritual, sino a sus comportamientos reactivos. El premio en cambio sí es para él. Esta distinción es de gran importancia. Al premiar al genuino ser que es, le ayudamos a crecer como él mismo, mientras que si penalizamos sus actitudes negativas, éstas irán disminuyendo, para dejar finalmente que sea el propio ser del niño quien brille como protagonista de su vida. Por otro lado, este criterio nos ayuda a nosotros a no caer bajo el influjo de nuestra propia mente reactiva, la cual nos llevaría a enfadarnos con el niño hasta hacerle sentir que no le queremos, y ese sí es un castigo que no puede soportar.

La familia es algo más que la suma de varias personas compartiendo un mismo techo. Es un ser en sí mismo, cuyo objetivo es lograr la supervivencia como totalidad. Se trata pues de un grupo trabajando unido en pro de la máxima realización de cada uno de sus miembros. Sólo cuando todos funcionan de manera óptima es cuando podemos hablar de una familia feliz viviendo en armonía. Cuando alguien está operando desde su esencia positiva, está ayudando a los demás, pero cuando actúa de manera reactiva, disminuye o interrumpe la producción del grupo. Imagina que estás hablando por teléfono de un tema de trabajo y tu hija se lanza a montar una rabieta para llamar tu atención. Esto afecta a la supervivencia de todo el conjunto. O si estás preparando la comida, algo que beneficia a todos, y descubres que te falta un ingrediente esencial, que tu hijo se ofrece a ir a comprar. Él está colaborando al bienestar común. 

Un sistema para ayudar a nuestros hijos en esta dirección es realizar una forma de toma de consciencia de actitudes, a través de un cuadro o una pizarra colocados en un lugar estratégico. Pondremos allí los nombres de los niños que componen el grupo familiar, y encima dos casillas con los títulos: “Actos que ayudan”, y “Actos que dañan”, (es una idea) en las que anotaremos las marcas correspondientes. Esto, además de ser muy gráfico, y permitir que el propio niño lleve la cuenta de su estadística, nos evita las broncas, los gritos y las regañinas. Simplemente anotamos sin más en el lado correspondiente toda acción destructiva, como provocar peleas, llantinas para obtener beneficios, engaños, faltas en sus responsabilidades, violaciones de las reglas de la casa, o cualquier tipo de conducta reactiva. En el lado positivo, las marcas indicarán conductas favorables, como ayudar espontáneamente, adquirir una nueva habilidad, sobreponerse a un problema, a un enfado, hacer algo muy bien, ser amables, estar dispuestos a echar una mano a alguien de la familia, prestar algo, tener ideas creativas, y cualquier otro acto que contribuya al placer y bienestar de todo el conjunto. Obviamente, esto deberá ir cambiando según la edad de los niños. Para empezar, debe resultar un juego, y nunca un gráfico que sirva de juicio condenatorio. Cuando son pequeñitos, lo mejor será hacerlo a base de dibujos, por ejemplo titulando la casilla positiva con un sol y la negativa con una nube, o con una cara feliz y otra triste. Las anotaciones en el lado positivo podrían ser estrellas, y rayos en el negativo. Lo fundamental, al aplicar este sistema, es no acompañarlo de ningún comentario evaluativo. El gráfico ya es una imagen lo suficientemente representativa, y es justo lo que nos permite abandonar la destructiva crítica, o la ineficaz bronca.


Al final de cada semana se dibuja el balance (pueden ser soles en el total positivo y nubes en el negativo), y se premia o penaliza el resultado. Por ejemplo: “¡Qué maravilla! ¡Esta semana tenemos dos soles! ¿Qué os parece si nos vamos a merendar por ahí para celebrarlo? Ni siquiera es necesario mencionar la palabra “premio”. El premio parece que conlleva su expresión final en algo material y, en este caso, se trata más de la valoración de las actitudes positivas de nuestros hijos. ¿Y cuál entonces el castigo? Pues sin duda las nubes, porque si son las nubes las que imperan, entonces no hay esa salida especial a merendar. Aparentemente, esto puede crear el conflicto de que unos niños siempre obtengan soles y otros nubes, pero generalmente, ellos mismos se esforzarán por sacar más estrellas que se conviertan en soles. ¿Afán competitivo? Es posible, pero también podemos enfocarlo como el intento del ser genuino por lograr acceder a estados más alegres y positivos.
El castigo nunca debería llevar la connotación de fastidiar al niño y hacerle que pague por sus actos, sino más bien ser mostrado como una consecuencia inevitable de una creación suya que tiene sus resultados. ¡Qué pena! Como no terminaste tus tareas ya no hay tiempo para que veas los dibujos. Tardaste tanto en lavarte los dientes que ya no podemos leer el cuento. Son ideas. Lo que quiero transmitir es el enfoque. No se trata de yo, Dios del universo, poseedor de las llaves del reino, te castigo porque te portaste mal. Es cambiar el sujeto. Tú, al no cumplir con lo que te correspondía, ahora perdiste la posibilidad de tener, hacer, etc. Hay castigos desproporcionados, que son verdaderas venganzas de padres hartos de repetir y repetir las mismas consignas. En la forma que propongo, es un acompañamiento al niño en un momento en el que tiene que asumir la frustración de recibir un efecto creado por él mismo. Esto le enseña la ley de causa y efecto y le permite aprender a ser más responsable de sus propias vivencias.

Antes de iniciar este sistema es imprescindible hablar con los niños y explicarles lo que vamos a hacer y lo que se espera de ellos. Jamás les castigaremos por violar normas que no hayan sido previamente definidas con absoluta claridad, o que nosotros cambiamos a nuestro libre albedrío. Hemos de ser muy disciplinados y honestos para no fallar y traicionar su confianza. Todo tiene que estar claro, y si alguna vez entendemos que algo debe ser cambiado por el bien de todos, es preciso advertirlo con suficiente antelación. Es conveniente leerles las normas varios días seguidos, además de anotarlas en algún lugar visible, que les sirva de recordatorio. El ideal es pedirles que ellos mismos se pongan las marcas, tanto positivas como negativas, lo cual les mantendrá más interesados en el proceso. También es necesario ser flexibles y no tomar en cuenta cosas sin demasiada importancia, pues nosotros somos los primeros en fallar.

En cuanto a las tareas que tienen que asumir en la casa, lo mejor es hacer una reunión, poner sobre la mesa las acciones a realizar y permitirles que elijan. Por ejemplo: sacar la basura, recoger la mesa, poner el lavaplatos, dar de cenar al gato…. Y claro está que han de ser revisadas periódicamente para darles la oportunidad de cambiarlas. Dichas responsabilidades tendrán que adecuarse a la edad de los niños. Empezarán por realizar pequeñas cosas, según sus capacidades. Esto les ayudará a fortalecer su voluntad, e irá creando las bases de su futura auto disciplina. Además de ponerles sus estrellas, es bueno agradecérselo y demostrarles que se les valora por ello. Los niños buscan la satisfacción íntima de sentir que ya son capaces de ayudar. Es importante resaltar que el volumen de sus tareas no supere nunca, ni sus capacidades, ni el tiempo del que disponen. Su responsabilidad básica estriba en sus estudios y, por supuesto, en disfrutar su tiempo libre, no en ser permanentes ayudantes de las tareas domésticas. Y si digo esto es porque hay madres que sobrepasan largamente estos límites. Madres que creen que una de las principales obligaciones de sus hijos es ayudarlas en todo momento y, es más, incluso adivinar por anticipado aquello que, según ellas, requiere ser hecho.

Aunque normalmente, los niños suelen acoger este sistema con mucho alborozo, máxime si hacemos algo creativo y bonito y les dejamos participar en el proceso de confeccionar el gráfico, también es posible que se resistan y se enfaden con nosotros, y hasta con la pizarra (conozco un caso en que rompieron el papel donde estaba el cuadro). Esto suele pasar con niños muy mimados y consentidos, que de pronto sienten que el poder que habían conquistado en esa casa está amenazado. Es fundamental no perder en ese momento los papeles. Intentarán luchar para desbancar el método, y si dejamos la menor fisura, nos habrán ganado la batalla, probablemente para siempre. Así pues, abróchense los cinturones que la cosa se puede poner al rojo vivo. Si surge la crítica, no discuta, no se justifique, no trate de hacerles “razonar”. Recordemos que la mente reactiva no razona, y cuando se ponen así ya sabemos desde dónde nos están hablando. De manera que, ante la crítica, marca negativa; ante la justificación (“se me olvidó”), rayo fulminante; ante, “esto no es justo”: “anótate otra cruz”. No haga ningún comentario, sólo anotar las marcas con la mayor sangre fría posible y sin que le tiemblen las piernas. Ya sé que se sentirá fatal (a todos nos ha pasado al principio), pero esto se supera muy rápido, y finalmente los niños estarán encantados, buscando la forma de conseguir más estrellitas.

Para que esto funcione es muy importante que busquemos lo positivo que el niño haya hecho. Sólo así lograremos que se interese en el proceso. Si únicamente ve marcas negativas, se abrumará y caerá a apatía con el tema, o con suerte se cogerá una buena rabieta. En cualquier caso, dejará de prestarle atención y pasará olímpicamente de cruces y rayos. Pero si ve que puede conseguir positivos, y si los positivos se traducen al final en algo especial, como un paseo por el campo, una rica merienda o cualquier cosa que le proporcione alegría, entonces se pondrá manos a la obra, y en poco tiempo podremos percibir grandes cambios. Tenemos que ser inflexibles con lo negativo, pero hay que buscar (y siempre vamos a encontrar) algo positivo. Puede ser, por ejemplo, un besito que nos ha dado porque nos dolía la cabeza. Entonces podemos decirle: Voy a ponerte una estrella por ser amoroso conmigo. O bien: Ya sé que no te gustan las zanahorias, y veo que has hecho un esfuerzo por comerlas. Ponte una estrella. O: Has hecho un dibujo precioso y mereces una bonita estrella. O, aún más importante, ese día todo fluyó de maravilla. Se levantó cuando le dijimos, llevaba bien preparada su cartera a la escuela, etc…. Esta atención a todo lo positivo es además un aprendizaje para la vida. Nos ayuda a ver todas las cosas estupendas que ocurren a nuestro alrededor, en vez de estar siempre con la atención puesta en lo malo.

El propósito final de este sistema es lograr que el niño conquiste más habilidades, que supere límites, sea más superviviente, más positivo, y que ya, desde pequeño, aprenda a controlar y a manejar a su mente reactiva. De manera que, si al cabo del tiempo, los rayos siguen superando a las estrellas, lo primero que hemos de analizar es, qué estamos haciendo nosotros. ¿Estamos atentos a sus actitudes positivas? ¿Les valoramos y potenciamos en todo aquello que simplemente funciona bien? ¿Utilizamos este sistema como una forma de recalcar sus errores y mostrar nuestra superioridad ante ellos? ¿Somos nosotros los que anotamos las cruces negativas, o es nuestra parte reactiva la que encuentra mil defectos y goza con el castigo? Sepamos que si nuestra atención se queda fijada en lo negativo, es evidente que como recompensa obtendremos aún más de lo mismo, y esto no sólo en este asunto, sino en todas las áreas de nuestra vida.

No deja de ser sorprendente la manera que tienen muchos adultos de amonestar a sus hijos. Dijimos que el ejemplo es el único camino válido como modelo para ellos. De hecho, eso que hagamos o valoremos se constituirá en su credo. Así pues, tratar de reconducir una conducta negativa de forma negativa (gritos, enfados, malos modos), es una verdadera incongruencia y fuente de mucha confusión para ellos, lo que deriva en absoluta desconfianza e inversión de los valores. Hace falta mucha honestidad, mucha presencia por nuestra parte, para llevar adelante un programa como este. Y no solo presencia que observa, que está atenta y se da cuenta, sino también constancia. A una mujer que me consultó sobre los problemas de disciplina que tenía con un hijo, le recomendé este método. Me llamó sorprendida del entusiasmo con el que su hijo lo acogió. Probablemente era la primera vez que se sintió atendido, escuchado y tenido en cuenta. No duró mucho la cosa. Volvió a consultarme sobre nuevos problemas, y cuando le pregunté por el gráfico me contestó que ya no lo hacía porque era un rollo y le cansaba estar tan pendiente.

Otra de las grandes ventajas de este método, aparte de evitar las regañinas innecesarias y nuestro propio enganche con la ira, el m
al humor o la amargura impotente de no saber qué hacer con los actos incorrectos de nuestros hijos, es el abolir la perniciosa culpabilidad con la que solemos castigarles cuando todos los largos y aburridos razonamientos, que por otro lado nadie escucha, han resultado inútiles. La culpabilidad es un recurso muy destructivo que tiende a manipular los comportamientos de los demás, en este caso de los niños, y que se queda grabada de tal manera, que más tarde nos costará sangre librarnos de esa sensación cada vez que algo ande mal. Ella es la que nos hace sentirnos inseguros y en permanente deuda con el mundo, así como en el punto de mira de la crítica ajena.

 Y lo mejor de todo. Nuestros hijos irán adquiriendo cada vez más responsabilidad por sus propias acciones, además de ir aprendiendo a controlar sus emociones, frustraciones, perezas o desidias. Ser responsables por la propia vida es el camino hacia la verdadera libertad. Cuantas más cosas les enseñemos a hacer, cuanto más aprendan a contribuir al bienestar de toda la familia, y cuanto más pronto aprendan a cuidar de sí mismos, a sobrepasar sus límites y a manejar las frustraciones, más confianza y seguridad en sus capacidades irán ganando. Es infinitamente más razonable permitir que se mojen cuando llueve por no haberse llevado el paraguas, que darles la paliza cada día con nuestras eternas cantinelas, o dejarles que pasen frío si no salen bien abrigados. Si estamos continuamente detrás suyo, no les dejaremos aprender y tomar responsabilidad por sí mismos. Recordemos que el lema de toda educación es ayudarles a que lleguen a ser los directores de su vida, sobre la que han de escribir su propio guión.

No pongo en duda que puedan existir otros métodos para lograr ayudar a nuestros hijos a desarrollar sus cualidades positivas y a reconducir las negativas. Pero, ya sea que apliquemos un método u otro, creo que lo prioritario es que los padres pasemos por un proceso de auto educación. No olvidemos que la educación se apoya en una herramienta fundamental: la imitación. ¿Cómo lograr que nuestros hijos no monten rabietas, no se enfaden violentamente, mientan, peguen o griten cuando nosotros tratamos de reprimir dichas conductas con las mismas armas? Educar no es reprimir, no es castrar, sino ayudar a ser la mejor versión de cada uno. Por tanto, es requisito imprescindible que los padres muestren una ética sin fisuras, que transmita a los niños un sistema de valores que no varíe según el aire que sopla, sino que sea estructura firme en la sustentar la dirección de los pequeños. 

 
 


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Ego, soledad y redes sociales

3/5/2017

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El fenómeno de las redes sociales crece imparable. Millones de personas ¿conectadas?, mostrándose en un escaparate compartido, esperando ser vistas, atentas a que desde fuera se aplaudan sus movimientos, sus creaciones, sus reflexiones… Familiares que utilizan esas ventanas para decirse que se aman, que se admiran; y todo ante la mirada ajena que, por muy amiga (y no siempre lo es, porque al final la red se extiende imparable), no deja de ser espectadora. ¿Acaso tenemos miedo a expresar nuestro amor de manera directa, sin público, en la intimidad de nuestros encuentros? ¿Realmente necesitamos ese aplauso, ese me gusta, y esa afirmación externa de que valemos, de que merecemos la pena? ¿No es más bien la soledad profunda del alma, del niño o niña no suficientemente acogido, querido, reconocido en su diferencia, quien busca ahora ese amor, pero parapetado tras la soledad de una pantalla que no muestra su verdadera imagen?
¡Cuánta soledad en este universo nuestro! ¡Cuántas heridas aún no resueltas! ¡Cuántos niños y niñas buscando que los demás les den el lugar que les corresponde por derecho propio! Ayer, hablando con Roel, un querido amigo, me decía que es importante estar conectado, y algunas de sus reflexiones me parecían convincentes, pero sigo intuyendo que esa conexión, en el fondo, no es tal, porque nunca puede reemplazar al encuentro directo, al sonido de la voz del otro, a su mirada, a la energía que emana su presencia.
No estoy criticando. Yo también utilizo esta herramienta increíble que son las redes. Es solo una reflexión que deseaba  compartir. ¿Y por qué el ego? Yo creo que es esa parte que nos habita, también llamada personalidad, quien se muestra mayoritariamente a través de las redes. Una personalidad que ni siquiera es nuestra, ya que es un producto de la educación, del medio, del país, de la cultura y, sobre todo, del desamor o del enfermo amor que muchos recibimos en la infancia. La personalidad, huérfana, asustada y, en cierto modo perdida, se viste de armadura protectora, se cubre con una máscara que impide que el ser verdadero pueda emerger a la superficie y mostrarse tal cual es: espontáneo, natural, amoroso, sincero, valiente, verdadero.
¿Estamos perdiendo el cuerpo a cuerpo, el alma a alma? Me escandaliza vernos siempre agarrados al móvil, pendientes de cualquier movimiento, de cualquier mensaje de último momento, mientras delante nuestra pasa la vida, la real. Sentada en el metro, observo los rostros. Miradas ausentes, dedos inquietos, muchas pantallas, nadie presente ahí, en el propio metro. Y yo, la que escribe, también, y siempre pendiente del sonido de ese pequeño aparato que me reclama, me exige y esclaviza.
¡Ah! ¡La libertad! ¿Nos estamos acercando o alejando más y más de ella?

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¿Educar o dominar?

10/30/2016

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Dicen que los niños vienen con un pan debajo del brazo, pero con lo que desde luego no nacen es con un manual de instrucciones. Educar es un arte para el que desgraciadamente muchos no suelen prepararse: la mayoría de los padres nos vemos obligados a improvisar sobre la marcha, y o bien reproducimos el modelo anterior o, si hemos salido excesivamente escaldados de tanto autoritarismo, optamos por aplicar justamente lo contrario. Y es curioso que a los seres humanos tan dados a hacer “masters” de cualquier cosa, y a especializarnos hasta la saciedad profesionalmente, no se nos haya ocurrido pensar en la educación de nuestros hijos como una profesión, como un trabajo a tiempo total en el que uno no puede hacer reclamaciones, ni despedirse, ni, en el peor de los casos, tratar de devolver el producto por defectuoso o por no saber manejarlo.
 
Hemos de tomar consciencia de que es preciso prepararse, con tanto o más afán, como lo hacemos para el resto de las profesiones. Nuestros hijos son la simiente del mañana. Todo lo que hoy sembremos en ellos será la nueva dote de la humanidad venidera, y de los valores que sepamos despertar en ellos depende el giro que ésta pueda tomar. De ahí la importancia de desarrollar el arte de educar, que no es otra cosa que guiar al nuevo ser y ayudarle para que pueda desplegar todas sus capacidades y libremente trazar su camino en esta gran aventura que es la vida. Enseñarle a transformar el dolor en felicidad, las guerras en respeto mutuo, las intolerancias y represiones en armonía y creatividad; y lo más importante de todo: ayudarle a ser él mismo, y no una vulgar copia nuestra.
 
En esta ardua tarea que es educar vemos con frecuencia dos modelos contradictorios que son precisamente los que hemos de evitar. Me refiero al tipo de educación que oscila entre la permisividad y la exigencia. Entre estos dos polos el niño se siente perdido, en permanente desequilibrio. Por un lado crece sin límites creyendo que todo es posible, que no tiene más que montar una buena rabieta para que su deseo se realice, y así empuja cada vez más. Quiere saber hasta dónde va a llegar la paciencia de sus progenitores, que siguen cediendo a sus caprichos, y de este modo se va convirtiendo en un pequeño déspota.
 
Pero el golpetazo no se hace esperar. Los padres, navegando en medio del oleaje, de pronto pierden los nervios, y como no están asumiendo su responsabilidad como educadores o guías, aparecen las exigencias, las recriminaciones, los castigos, las bofetadas, los malos modos. Le hacen sentir que es él quien tiene la culpa de todo. Él es el niño malo, al que no pueden querer. Él es quien tiene que cambiar, modificar su conducta, portarse bien, hacer felices a sus padres, etc. Y el pequeño se hunde sin comprender lo que está pasando. Sus padres le miran con rencor, haciéndole el blanco de sus propias frustraciones. Con la disculpa de que el niño ha rebasado todos los límites, le aplican un castigo, generalmente desmedido, y el pequeño se queda asustado y anda por ahí medio encogido, sin hacerse notar, no vaya a ser que las furias se lancen de nuevo en su contra. Sin embargo, en cuanto se calman las aguas, y sin tiempo ni para decir amén, el niño se ve libre del castigo. Y otra vez empieza el vaivén: consentido-exigido, culpado-perdonado.
 
Los niños que tienen que padecer semejante desatino andan tan perdidos que muchos desembocarán en un mundo de incertidumbre y desasosiego que posteriormente puede abocar hacia las drogas, el alcohol o las sectas, en un intento por colmar un vacío interior, por rebelarse ante un mundo que no ha sabido acogerles, que no tiene en cuenta sus necesidades, y en el que no pueden crecer saludablemente, ya que no les brinda las oportunidades para poder desarrollarse en plenitud. Las drogas al menos le proporcionarán una realidad más agradable a corto plazo que la que tienen delante.
 
Ellos necesitan claridad, criterios estables y unos límites claros en los que poder crecer. No puede haber un “no” ahora y dos minutos después un “sí”. Por otro lado, tienen que aprender también a asumir las consecuencias de sus actos, de modo que si han hecho algo que produce un daño en otros, hemos de ayudarles  a repararlo, ya que eso cerrará correctamente un ciclo iniciado negativamente.
 
Es importante tener en cuenta tres reglas fundamentales:
 
·         Si valoramos lo positivo, obtendremos positivo. Esto quiere decir que si somos capaces de destacar e incentivar todo lo bueno y lo positivo que hacen los pequeños, ellos estarán felices, se sentirán aceptados, acogidos, y podrán desarrollar la tan necesaria autoestima, además de mantener su interés en seguir cultivando actitudes positivas.
 
·         Si premiamos lo negativo, obtendremos negativo. Si cada rabieta la premiamos con un caramelo, un programa de TV o cualquier otra cosa que el niño reclame de una forma negativa, no nos extrañemos si dichas actitudes se vuelven crónicas. El niño habrá comprendido perfectamente nuestro punto débil y lo que tiene que hacer para lograr sus caprichos.
 
·         Si penalizamos lo negativo, obtendremos positivo. Se trata de ayudarles a tomar consciencia de “causa y efecto”, es decir, que las acciones que acometemos tienen siempre consecuencias. Esto les ayuda a desarrollar el sentido de la responsabilidad, el respeto mutuo, el derecho a la libertad de los demás. No es, ni mucho menos el castigo “venganza” empleado como un arma de poder con el que atemorizar a los niños para lograr manejarlos, sino un sistema reparador, aplicado con amor, cuyo objetivo es que el niño aprenda a vivir desde una perspectiva positiva, eficaz, creativa y respetuosa, tanto hacia sí mismo como hacia el mundo en el que está incorporándose, y que él mismo va a modificar una vez que haya desplegado cuidadosamente sus propias alas.
 
 

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El egoísmo de los padres

9/14/2016

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¿Egoístas los padres? Si, y aunque me crucifiquen seguiré diciendo: Si!!! No pretendo con esta afirmación culpabilizar ni demonizar, solo invitar a una serena y sincera reflexión. El egoísmo es un impulso natural que, en su afán por protegernos, adopta distintos caminos. Uno de ellos brota del profundo deseo de mantener algo que queremos, que nos llena o que sentimos nos enriquece. Y perder no es fácil, ¡duele! Pero no es solo eso lo que mueve el egoísmo de los padres; es también un escondido deseo de vivir a través de los hijos aquello que no pudimos o no supimos crear para nosotros mismos. Nuestros dolores, frustraciones y vacíos nos impulsan a utilizar esa energía nueva y moldeable que es esa vida que se nos brinda y donde, inconscientemente, como si de un libro en blanco se tratase, intentamos reescribir nuestra historia. Y así, impulsamos sus acciones, influimos en sus creencias, confeccionamos a nuestra medida sus valores, juzgamos y moldeamos sus emociones y, por último, tratamos de dirigir sus destinos profesionales, familiares y sociales.

Este sabotaje a la libertad de nuestros hijos presenta diversas formas muy a menudo tipificadas en dos modelos: el paterno y el materno. El modelo paterno suele ser la voz predominante, el guía incontestable, el que tiene la última e incuestionable palabra. Así, vence al nuevo árbol con su autoridad inquebrantable ante la que el hijo se doblega, se repliega sin poder ya desplegar sus propias ramas. Es la ley del más fuerte, la ley del miedo, de la incomunicación, de la falta absoluta de respeto. Otro modelo, no por ello menos dañino, es el padre ausente, el que no quiere saber nada porque bastantes problemas tiene ya en su trabajo y su hogar es su reducto; un lugar donde todos callan para que él reine a sus anchas desatendiendo las necesidades del resto de su amordazado rebaño. Y un tercero aún más confuso: el padre amable, simpático y aparentemente amoroso, pero que les contempla desde las lejanías de su desinterés, de su ausencia profunda. Se acerca a ellos superficialmente, sin llegar a adentrarse en lo que vive en lo profundo de sus corazones.

El modelo materno es todavía más complejo. Aquí reina el dominio por la voracidad de un amor que ata, que encadena. Un amor que lo da todo pero que reclama su recompensa. Amor que debilita cuando, en su afán por conquistar a la presa, la encierra en mil cuidados y protecciones que la impiden desarrollar sus propias fuerzas. Débiles, incapaces, sometidos y dependientes, los hijos permanecen atados a ese cordón que se hace más fuerte y que deviene yugo que les alimenta de culpa y de reproches si osan intentar romperlo. Madres arañas, que tejen sus mortíferas telas. Madres que no permiten que vueles con tus propias alas, que decidas tu vida, que elijas tus retos, que te equivoques, pruebes, caigas y te eleves. Madres que rivalizan, que no permiten que brilles, ni triunfes porque, rota su autoestima, necesitan estar siempre por encima. Madres, algunas, que te culpan por querer ser quien eres, porque les debes tu vida y no te permiten arrancarte de sus pegajosas redes. Las hay mejores, más honestas, menos dañinas, pero ¡cuánto beben de esas fuentes y cuánto lamentan cuando quedan solas, sin encontrar suficiente aliciente en sus abandonadas vidas que existieron solo para los hijos y que solo de ellos recibieron alimento!

Yo fui una de ellas y el dolor de su pérdida me enseñó a bucear en mis adentros para encontrar los vacíos que me impulsaban a aferrarme a esos salvavidas en mi océano desierto. Según dejaba caer los velos que impedían mi visión, me encontré con todo lo que había detrás de ese amor y esa generosidad de la que tanto alardeaba, para descubrir que damos para recibir, que vampirizamos sus vidas esperando que cumplan nuestras expectativas, nuestros anhelos y, si no lo hacen, nos sentimos defraudados, estafados. Hasta sus éxitos los hacemos nuestros, como si fueran méritos propios. Percibí el egoísmo de los padres, nuestra voracidad por conquistarlos, por convertirlos en preciados objetos que nos pertenecen.

En mis interminables reflexiones me hice consciente de cuánto nos dan los hijos. Me preguntaba quién da la vida a quién. Quizás eran ellos los que llenaban nuestra existencia colmándola de sentido, de savia nueva y, al alejarse, esa savia dejaba de fluir obligándonos a ser nosotros, desde nuestro propio caudal desconocido y dormido, quienes teníamos que crearla.

¡Hasta eso nos regalan! Su marcha nos invita a renovarnos, a reencontrarnos, a sanar las viejas heridas y enfrentar la nueva etapa de nuestras vidas desde nuestras propias fuerzas. Al cortar el cordón que nos unía nos ofrecen la libertad de poder desplegar las alas que nuestros miedos tenían retenidas.

No dudo que habrá padres extraordinarios a los cuales felicito y admiro. No es a ellos a quienes va dirigido este artículo.



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Morir para vivir

7/6/2016

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No puedes nacer a una nueva experiencia si no estás dispuesto a morir a la anterior. Si te empeñas en seguir siendo quien eras ¿cómo puedes nacer a lo que aún desconoces de ti mismo?

Dejarte morir a viejas relaciones, a amistades que ya no te convienen,  a un trabajo que no te permite plasmar tu huella, esa aportación que solo tú puedes ofrecer desde tu diferencia.  Morir a una relación que te daña,  a ideas que te limitan, a experiencias que no te enriquecen, a actitudes que no te favorecen. 

Hay personas que huyen de los cambios porque temen encontrar en ellos algo que sacuda sus vidas y las descoloque de los estrechos marcos en las que permanecen contenidas. Gente que vive toda su vida en la misma casa, en la misma ciudad, en el mismo trabajo que detesta, que continua con esa pareja con la que no es feliz, que se rodea solo de sus amigos de siempre, aunque ya no encuentren mucho más que decirse. Personas que perpetúan  sus mismos pensamientos, que no abren ni un simple resquicio para que entre aire nuevo. Aferradas a lo que han sido, alimentan un pasado que constantemente activan para convertirlo en un simulado presente que, a su vez, lanzan hacia un futuro que desean inamovible, para que nada cambie, para no sentir miedo.

Ya ni siquiera se permiten soñar, porque hacerlo sería como enfrentarse al vértigo que produce el abismo que se abre cuando decides morir a aquello que ya no te conviene, cuando te atreves a abrir resquicios para descubrir nuevas formas de pensamiento, nuevos horizontes en los que desarrollar tu vida.  

Al parapetarte detrás de tu miedo, te pierdes a ti mismo, porque nunca llegas a encontrar todo lo que late en el trasfondo de tu ser, aquella diferencia y unicidad que te distingue, y a la que no permites que se exprese en el mundo.
¡Gente que muere sin haber vivido!, sin haber conocido la emoción de la aventura, ni experimentado la alegría que amanece cuando superamos un miedo. Sin poder sentirse vivo  en cada instante, enfrentando cada reto y descubriendo las increíbles capacidades que dormían dentro y que, al morir a lo viejo, se despliegan asombrándote y dando pie al amor y a la admiración hacia ti mismo. Buscamos admirar a aquellos con los que convivimos y nos olvidamos de admirarnos a nosotros mismos, pero solo podemos hacerlo cuando realmente desplegamos todo nuestro potencial y lo manifestamos en el mundo superando las pruebas, venciendo los obstáculos. 

Arriesgarse, atravesar el mar de nuestros miedos para llegar a la nueva tierra, a esa nueva tierra que nos espera al otro lado de nuestra vida.

 


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Autoeducación. Aprender imitando

6/4/2016

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Los niños todo lo aprenden por imitación. Y, sin embargo, seguimos insistiendo en buscar recetas, consejos, nuevos métodos que nos ayuden a adentrarnos en ese complicado universo que es guiar y educar a un nuevo ser.  En el recorrido nos olvidamos de qué es lo que estamos proyectando en el espejo en el que nuestros hijos permanentemente nos miran. 

¿Soy una persona digna de imitar? ¿Cómo vivo? ¿Cuál es mi actitud? ¿Cuáles mis valores? ¿Cómo me siento conmigo mismo? ¿Cómo me relaciono con los demás? ¿Me enfrento a mis retos, a mis miedos? ¿Supero mis dificultades? ¿Amplío mis límites? ¿Respeto otras culturas, otras formas de vida y de pensamiento? ¿Soy una persona que juzga, que critica, que invalida o desprecia?

Son muchas las preguntas que podríamos y deberíamos hacernos. Educar es primero educarse a uno mismo. Un ciego no puede guiar a otro. Una persona que no asume la total responsabilidad por sí misma, que miente y se miente, que esconde y se esconde, que sigue siendo un niño montando rabietas, que no asume la frustración, que no enfrenta los problemas, que elige ser infeliz por miedo a mover una sola pieza del puzle que construyó hace largo tiempo, y que ya no sirve…, no podrá sembrar nada diferente en sus hijos.

Criticamos, juzgamos, regañamos, imponemos, nos enrabietamos…  O les dejamos solos, sin marcos de referencia, sin límites protectores, sin señales en el camino. Libres, dicen algunos, pero la libertad solo puede ejercerse cuando todas las herramientas están disponibles, las capacidades personales desplegadas, y  despierta la consciencia de uno mismo. Cualquiera de las dos tendencias solo va a mostrar nuestras propias carencias y limitaciones.

Educarse es mirar hacia dentro, hacia las heridas aún no sanadas y las limitaciones que nos están impidiendo ser y manejar libremente nuestra vida. Es, por tanto, enfrentarse a las dificultades y disponernos a mejorar y a seguir creciendo para recuperar la honestidad y el respeto que nos debemos. Esto es lo que nos convierte en una autoridad ante nuestros hijos. Porque autoridad es sinónimo de responsabilidad.

Cuando yo me hago cargo de mi vida y no la dejo en manos de los demás, ni busco que sean otros quienes resuelvan mis problemas y heridas, sino que intento cada día sacar lo mejor de mi interior, estoy mostrando a mis hijos que soy capaz de gestionar mi vida y que la gestiono de la forma más adecuada y ética posible. Me convierto así en un buen  modelo a copiar, incluso aunque cometa errores, sobre todo si luego tengo el valor y la humildad de reconocerlo y de pedir disculpas, porque también puedo enseñarles que equivocarse forma parte de todo aprendizaje.

Yo te enseño a ti a partir de mi vida para que tú puedas después hacerte cargo de la tuya.

Si comenzamos a sanarnos, guiar a otros no será tan complicado porque nos daremos cuenta de que, en realidad, educar no es poner cosas en las mochilas de los niños sino dejar que ellos mismos saquen lo que ya traen consigo. Educar es dejar salir, potenciar lo genuino de cada cual, no imponer modelos, no cargar sus mentes con mil cosas que no sirven para nada, ni atosigarles con permanentes enmiendas, regañinas y moralinas que lo único que consiguen es hacerles sentir mal, en inferioridad de condiciones, culpables, confundidos porque no nos entienden, y no dejarles que puedan abrir sus alas para volar en los espacios que ellos elijan.

Para educar no es necesario hablar mucho. Sí, en cambio, escuchar y observar para conocer a quien tenemos delante y así ayudarle a descubrir juntos sus capacidades y la posible dirección de su personal camino. Pero esto no podremos hacerlo a menos que hayamos desarrollado la escucha propia, así como una minuciosa observación de nuestras actitudes, pensamientos y criterios con objeto de sacar de nuestro jardín todas las malas hierbas que no nos pertenecen y que traemos como herencia de un pasado sin resolver.

Tampoco se trata de embarcarse en eternas terapias como niños que buscan buenos padres que les guíen y resuelvan sus dificultades. Basta con detener la carrera destructiva y mecánica en la que estamos enredados y comenzar a sentirnos, a escucharnos y a decidir sacar del interior del corazón todo lo que nos está impidiendo ser los verdaderos seres que genuinamente somos.
 



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La Culpa

5/27/2016

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 La culpa, esa, a menudo, persistente compañera de camino que te impide respirar, que te aplasta con su pesada carga que te sientes obligado a llevar, y de la que no sabes ni quieres desprenderte porque ya forma parte de tu propia piel.
Pero, ¿qué es en realidad la culpa, de dónde procede y cómo lograr deshacerse de ella?
Puede ser que hayas hecho algo de lo que estés arrepentido y que “merezca” tu culpa, pero ¿para qué te sirve que el remordimiento, la vergüenza y la culpa aniden en ti consumiéndote y dejándote sin energía? ¿Adónde te conduce ese peso en el corazón? ¿Esa culpa que cargas puede acaso hacerte volver atrás y deshacer lo vivido? No. La culpa nunca puede ser la solución porque su peso te deja sin fuerzas, las que necesitas para moverte, asumir los hechos, resolver y reparar con aquellas personas a las que dañaste.
La culpa no te permite avanzar ni perdonarte a ti mismo por los errores cometidos, por eso necesitas dejar caer ese pesado manto y mirar de frente aquello que tanto daño está causando, no solo a la persona hacia la que fue dirigido sino hacia ti mismo, a quien estás castigando con la mayor dureza.
Hay, además, otra culpa, la que no se origina en ti por tus acciones, sino la que otro pone sobre tus hombros generando, a posteriori, una personalidad culpable, es decir, una forma de estar en el mundo en la que te sientes responsable de casi todo lo que ocurre a tu alrededor y que, por lo tanto, reproduces en todas tus relaciones.
Cierra tus ojos. Siente su peso, observa lo que hace contigo y busca quién la puso ahí. Verás que la culpa es una carga, una mochila llena de pensamientos, sentimientos, deseos y criterios de alguien que ni siquiera eres tú. Puede que haga ya mucho tiempo y no lo recuerdes, pero fue otra persona quien, a veces de manera muy sutil, se encargó de colocarte aquello sobre tus hombros; alguien a quien su vida le resultaba difícil de gestionar y que volcó sobre ti lo que por sí misma no era capaz de resolver. Pudo ser, quizás, su soledad, su incapacidad de amar y dar amor, su dogmatismo, su intento de dominar…, todo aquello que simplemente escondía su debilidad, que fue en suma quien la empujó a buscar que otro se hiciese cargo de su vida….
Y así, poco a poco, y sin apenas darte cuenta, empezaste a renunciar a tus propios deseos, pensamientos y criterios para adoptar los suyos. Tu libertad de elección, de decidir cómo y de qué forma querías organizar tu vida, dio paso a la esclavitud de las obligaciones, del permanente tener que…, de las renuncias, los sacrificios y las faltas de respeto hacia ti mismo. Todo ello generando una sensación interna de no valer, de no merecer, de que siempre es el otro más importante y que sus necesidades o sus intereses pasan por encima de los tuyos. Te convencieron y acrecentaste tu culpa.
Empezaste así un camino de tristeza y frustración. Te fuiste encogiendo, escondiéndote de ti mismo, auto-castigándote, y asumiendo cada vez más responsabilidades que no te pertenecían. Te hiciste cargo de su vida, y de muchas más, y abandonaste la tuya. La culpa siguió creciendo.
Entonces, y para librarte del sufrimiento de ese peso, pusiste todo tu empeño en cambiar al otro porque solo así, solo consiguiendo que él cambie, tu situación se normalizaría y podrías al fin liberarte. Pero no te estás dando cuenta de que lo único que persigues es que sea el otro el que te dé permiso para volar. Sigues encadenado, mirando tu vida desde un lugar inadecuado. No es la otra persona quien ha de darte el consentimiento para que seas tú; ¡eres tú mismo quien ha de hacerlo!
Puede que me digas: “Pero hacer siempre lo que quiero es egoísmo. Hay que sacrificarse por los demás”. ¡No! Sacrificarse es morir, dejar de ser quien eres. Hacer lo que sientes es tu verdad y tu único camino. Harás muchas cosas por otros y desearás hacerlas. Eso es amor, no sacrificio. Y las harás porque también te harán feliz, porque el amor que sientes, cuando te permites ser libre, hace que la felicidad de aquél a quien donas sea la tuya propia.
¿Cómo salir de este infernal circuito que mina tu autoestima, y que te va cargando cada vez con más y mayor peso?
Lo primero es detenerte, escucharte, dejarte sentir, quitarte la mochila y mirar lo que hay dentro. ¿Realmente es lo que piensas? ¿Es eso lo que tú deseas? ¿Es a ti a quien esa carga corresponde? Escucharte, comunicar contigo mismo es lo contrario a lo que has estado haciendo hasta ahora: huir de ti, esconder lo que sientes. El camino de la liberación pasa por subir cada uno de los escalones que has ido descendiendo.
Di adiós a lo que el otro puso sobre ti y mira tu vida desde tu propio punto de vista. Hazte responsable de tu vida, de tu felicidad, del cumplimiento de tus sueños. Tendrás que empezar a decir no, a pensar en ti, a respetarte, a enfrentar tus miedos, a devolverle al otro su vida que es a quien pertenece y a ocuparte de la tuya, que es la única que tienes. No le ayudas cuando llevas su carga. Al contrario. Lo que estás haciendo es debilitarle y debilitarte. Nadie gana; ambos os estáis perdiendo. Y por último comunica, dile que se acabó, devuélvele la mochila y libérate. Abandona el sufrimiento de ser, hacer o tener lo que no eres, lo que no deseas hacer y lo que no quieres tener. Tan simple como eso.
¡Tú puedes hacerlo!


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La Naturaleza: Escuela de Vida

5/12/2016

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La irrupción en nuestra vida del universo tecnológico está literalmente haciendo desaparecer las relaciones directas donde poder sentirse, compartirse y enriquecerse mutuamente. Esto es aún más grave en el mundo infantil. Los parques están quedando vacíos. Ya no vemos niños corriendo, cantando, saltando a la cuerda, subiéndose a los árboles… Están demasiado ocupados en sus escuelas, aprendiendo más y más datos irrelevantes que llenan sus cabezas y corazones de contenidos vacíos. Y cuando salen de allí, tienen que correr a sus múltiples actividades extraescolares en las que también han de ser los mejores, siempre en permanente competición. Después, al llegar a casa, les esperan los deberes, invadiéndoles de datos innecesarios que les van secando el alma, ávida de explorar espacios y compartir los sueños. Y, cuando al fin pueden disfrutar de un tiempo libre, no es compartiendo experiencias y juegos con otros, sino en la soledad de sus juguetes virtuales donde, pasivamente se adentran en espacios muertos.
La naturaleza parece no estar de moda. No queda tiempo para ir a visitarla. Incluso los parques se desvistieron de árboles, arbustos, arena, piedras…, y se llenaron de cemento y de aparatos de plástico de brillantes colores donde llevar a los pequeños a jugar. Ya está todo hecho. No les dejamos improvisar, descubrir, crear, imaginar. Ya no suben a los árboles, ya no fabrican sus propios columpios, ya no crean toboganes tirándose en croqueta por las pendientes como hacíamos antes. La generación a la que pertenezco no amaba demasiado a los niños. Los dejó a su aire y así pudimos tener la libertad de crear nuestras propias diversiones, casi carentes de juguetes prefabricados. Pasábamos horas y horas en los parques donde se escuchaban canciones infantiles acompañadas por el sonido de la cuerda de saltar o de la pelota al botar.
Nuestros niños están dejando de serlo. Son pequeños adultos enganchados como nosotros a la tecnología, a sus móviles que aíslan, sus tabletas, televisores y juegos virtuales. Les vemos caminar pálidos por los centros comerciales adictos al consumo, a buscar en lo externo lo que no están pudiendo desarrollar desde su interior. Hay que volver a sacarles a los parques y rescatar los juegos compartidos. No permitir que sigan aislados en sus casas viviendo en un mundo falso que va devorando su vitalidad y energía. Están llenos de cosas materiales, pero lo que les completa no está, y así se ahogan en ese falso mundo que parece aliviar sus vacíos interiores.
Urge encontrar momentos para salir con ellos al bosque y observar cómo corre un río, cómo resbala por las piedras, puliéndolas y cambiando sus formas.  Ver dónde anidan los pájaros, cómo recolectan sus víveres las hormigas, cómo forma esas enormes bolas el escarabajo patatero que carga con extraordinaria y tenaz voluntad. Mirar las nubes y jugar a ver ellas sus cambiantes dibujos.  Recuperar el tacto de la hierba, divertirse creando mil historias con los palos, las piñas, las hojas y las piedras.
La naturaleza es nuestra mejor escuela. Ella nos enseña que la vida es un permanente cambio y transformación, que la muerte da paso siempre a la vida, como les ocurre a los árboles en invierno, renaciendo aún más esplendorosos en primavera. Los niños pueden aprender de ella tenacidad, abundancia, riqueza, creatividad, belleza, armonía, comunión, inmensidad, poder, cooperación. Todo está ahí. Es la gran maestra del vivir. Enseñemos a los niños a amarla, a gozarla y a respetarla como la madre que en verdad es de todos nosotros.



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    Autora

    Sofía Pereira

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